Quince años después de aquel enamoramiento hablaré con las palabras de Anne Carson: “No me da vergüenza decir que le amé por su belleza”. Me refiero a un caradeángel que además era de los mejores cuchilleros del ajedrez underground de Caracas, predios que deambulé en mis tiempos mozos. Pero este no es el argumento de una telenovela, empecé así por puras ganas de picaronear con la memoria y porque es una buena entrada para contar lo extraño que resulta a veces aquello que suponemos infalible; en este caso: insultar.
Las condiciones estaban dadas: la primera discusión, estábamos solos, el amor cedía ante mi rabia y por momentos se parecía mucho al odio, quería herir, quería atravesar la burbuja de escarcha cursi que hasta entonces nos había envuelto y desgarrar con saña ese accesorio Barbie. Pero titubeé, no eché mano de las vulgaridades que en buena hora me legaron las mujeres Guzmán y opté por una palabra a todas luces ridícula: ¡Sátrapa!, grité fúrica. Obviamente, Caradeángel soltó una carcajada bonachona, me abrazó y dijo: Mami, qué es eso.
Sí. Jodí mi oportunidad de ser eficaz en la maldad. Cometí lo que el filósofo John Austin, haciendo alusión a ciertos actos lingüísticos, llamaría un infortunio, pues es más que evidente que quien por efecto y poder de la palabra debía pasar de ser simplemente un hombre, a un hombre insultado, terminó siendo un felizhombre; por tanto, no se completó el acontecimiento.
Lo interesante de ese hecho desafortunado tan común, es el quiebre y su potencia. La fisura que impide que el acto se concrete adecuadamente, es también dínamo de significados nuevos. El fenómeno que abre el agujero negro por donde se vacía el sentido de un término en pleno vuelo entre dos hablantes, convierte el insulto en chiste, por ejemplo, o en saludo, o en vocativo amistoso, o en apodo socialmente aceptado, o en interjección que denota emociones positivas; lejos, bien lejos de la ofensa, como si atravesáramos el portal hacia una dimensión espejo.
En definitiva, esa falla, como muchas otras cuando se trata de la lengua, puede trascender el espacio íntimo y adquirir cualidad de fenómeno sociolingüístico. Si no, pensemos en el famoso meme que reza: “Venezuela: país donde se le dice marico a todo el mundo, menos a los maricos, por respeto”.