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Dalton Trumbo fue una de las víctimas más ilustres de la Caza de Brujas. Cuando la paranoia anticomunista lo relegó al ostracismo, previo paso de un año por la cárcel, era uno de los guionistas mejor pagados de Hollywood. Su vida terminó emulando a las historias que escribía: ganó dos Oscars trabajando clandestinamente, con guiones firmados con pseudónimo y con nombres interpuestos.
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Rehabilitado en los años sesenta, aprovechó la corriente de simpatía hacia los injustamente represaliados para sacar adelante su primera película como director, que a la postre sería también la única. Se trataba de un proyecto largamente acariciado, la adaptación de su propia novela Johnny tomó su fusil, un contundente alegato antibelicista publicado en 1938 al socaire de los tambores de guerra que llegaban de Europa.
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Aunque hubieran pasado más de tres décadas años desde la edición del libro, el momento era propicio para la realización de la película. Vietnam despachaba diariamente decenas de ataúdes envueltos en la bandera estadounidense. Los años de represión no habían mermado el compromiso social de Trumbo. Johnny tomó su fusil iba a ser un aldabonazo a la conciencia del país, una encendida defensa de las víctimas y un furibundo ataque a los señores de la guerra, desde políticos hasta empresarios y banqueros.
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El protagonista es un soldado de la Primera Guerra Mundial al que una explosión le ha cercenado piernas y brazos, volándole también ojos, oídos y rostro. El equipo médico que lo atiende cree que está en estado vegetativo y lo destina a experimentos científicos. Pero su cerebro sigue activo. El soldado es perfectamente consciente, aunque incapaz de comunicarse.
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Todo sucede dentro de su mente, lugar al que Trumbo traslada al espectador. Los recuerdos confieren carácter humano a ese pedazo de carne tumbado en una camilla. El entusiasmo con el que se alista –“si la patria te llama, hay que ir”- deja paso al descubrimiento de los horrores de la guerra. Su memoria parte de lo vivido para proyectarse sobre lo que podía haber sido su porvenir y el conflicto bélico le arrebató. La muerte no es tanto una ausencia de presente como de futuro. Estas escenas están fotografiadas en tonos ocres terrosos que remiten al mundo rural, casi inocente, primitivo y cerrado sobre sí mismo del que proviene el soldado.
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Ese cromatismo sepia estalla en mil colores saturados en los delirios que le asaltan. En estas ensoñaciones, Trumbo conecta con el zeitgest sesentero: la contracultura, la revolución antisistema, el pacifismo radical, la oposición al nacionalismo chauvinista, la exacerbación de la juventud frente a un establishment gerontocrático… Las imágenes remiten a un Fellini lisérgico, desde el patriotismo travestido de carnaval de feria hasta un Jesucristo desquiciado a los mandos de un tren cargado de muertos en vida. Los conceptos grandilocuentes bajo los que se camufla la necropolítica –libertad, justicia- son respondidos por los jóvenes desde lo concreto: prefieren conservar sus dos brazos. Ni siquiera la religión puede ofrecer una explicación ante el monstruoso destino del soldado amputado. En último término, Dios termina por abdicar y reconocer que no existe.
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Las escenas de tiempo presente están rodadas en un granuloso blanco y negro, propio del cine mudo. Es un recurso ingenioso para trasladar al espectador a la época de los hechos: la factura remite a las películas de ese tiempo y desde allí el espectador se conecta con la segunda década del siglo XX, que obviamente no era en blanco y negro ni granulosa: la magia del cine en su máximo esplendor.
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Es en este segmento donde Dalton Trumbo logra mayor empatía con el protagonista. Paradójicamente lo hace despojándolo de sus atributos humanos. En lugar de poner rostro a las víctimas de la guerra, se los arrebata. Es un recurso a la inversa que demuestra hasta donde podía haber llegado como director si la intolerancia y el odio no se hubieran cruzado en su camino. Esta vez, eran sus historias las que imitaban a su propia existencia. Como a Johnny, a él también le condenaron a la muerte en vida en nombre de unos supuestos grandes ideales.