El susurro desfalleciente apenas llegó a los oídos de Julieta desde la cama tibia en la que yacía su padre. Se fijó en el escuálido pecho que hacía dolorosos esfuerzos por ascender y luego se derrumbaba sobre sí mismo, vencido por la falta de oxígeno.
Julieta regresó a su cuarto y se acodó en la ventana. Vio las calles vacías y silenciosas. Pensó en las palabras que había pronunciado su padre. Un conejo blanco pudo cruzar la avenida, detenerse sobre las dos líneas continuas, alzar la cabeza, olisquear el aire quieto de la mañana y continuar su camino. Julieta se alejó de la ventana y se acostó en la cama. Agarró un libro de la mesita de noche y comenzó una lectura que había aplazado ya demasiado tiempo: “Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”.
A la mañana siguiente Julieta volvió a escuchar la voz agónica de su padre que resonó débilmente en el interior de la mascarilla de oxígeno. Esta vez se fijó en los ojos azules que parecían verla desde muy lejos.
Cuando regresó a su cuarto se sentó en la cama y se preguntó ¿cómo se aprende a volar? Como no obtuvo una respuesta inmediata, se acostó y continuó con la lectura.
Pero a la mañana siguiente, una mañana cálida y soleada, su padre no dijo nada. Había muerto.
Julieta regresó a su cuarto y se acodó en la ventana. Sobre la copa de un árbol de hojas amarillentas, en el borde del nido, un polluelo de plumas despeinadas batía sus alas con desesperación. El espectáculo le resultó irresistible y al mismo tiempo repelente. Se alejó de la ventana y se sentó en el borde de la cama. Cerró los ojos con fuerza y trató de imaginar que volaba, pero no fue capaz. Sus pies no se separaban del piso. La gravedad se empecinaba en mantener su cuerpo pegado a la tierra.
A la mañana siguiente Julieta miraba la cama de su padre, ahora vacía, las sábanas arrugadas y aún húmedas por los sudores afiebrados. En el cuarto flotaba el olor agrio de la vejez. Entonces volvió a escuchar la voz de su padre, pero esta vez nítida, firme y vital. La voz era una afirmación que rebotaba en las paredes y ocupaba el aire pesado del cuarto.
Julieta regresó a su cuarto, se sentó en la cama y recordó. Vio a su padre caminando hacia ella. La tomaba en sus brazos y la acunaba dulcemente en su pecho. Luego la sostenía con ambas manos de la suave curva de las axilas, la separaba de él y la hacía girar en el aire. Y ella extendía los brazos y volaba y el mundo giraba a su alrededor y la brisa era fresca aunque el sol le calentara la cara. Luego su padre la acercó hacia él, le dio un dulce beso en la frente y le dijo, vuela Julieta, vuela, antes de lanzarla al aire. Julieta sintió como si se vaciara por dentro y un súbito ramalazo de alegría le iluminó los ojos. Cuando cayó su padre la recibió en sus manos fuertes y cálidas y la volvió a lanzar hacia el cielo. Cada vez más alto, cada vez más lejos de la tierra.
Y entonces ocurrió. Primero se elevó como una pluma perdida en el aire hasta rozar suavemente el techo con la aureola castaña de sus pelos crespos. Sorprendida y aliviada miró el cuarto desde esa altura nueva. Muy abajo, sobre la mesita de noche, aplastado por la perspectiva, yacía el libro que había estado leyendo. Envalentonada, giró sobre sí misma y haciendo una voltereta en el aire se acercó a la ventana y se asomó al vacío. El vértigo dio vueltas alrededor de su cabeza. Entonces, apoyando las manos del alféizar de la ventana, se deslizó fuera del edificio y descendió hasta sobrevolar las copas de los árboles, rozando con sus dedos las hojas que comenzaban a verdear. Cuando llegó a la avenida se elevó súbitamente y a gran velocidad sorteó los edificios vecinos y siguió ascendiendo sobre la ciudad desierta, atravesó las nubes que colgaban del cielo como testigos mudos y solo se detuvo un segundo en la pura y gélida altura para ver por última vez el mundo muerto que dejaba atrás mientras recordaba las palabras de su padre: Julieta, aprende a volar.