La camisa de once varas camina despacio y observa con atención cuanto le rodea. Busca a su próxima víctima. Lleva tiempo rondando las marchas y contramarchas, las concentraciones y manifestaciones, tanto gubernamentales como antigubernamentales, porque allí, entre esa masa enfebrecida que actúa como un solo organismo bajo los dictados de una voz supranatural, suele encontrar a la gente a la que resulta más sencillo embrollar.
Volvamos atrás en el tiempo. Hagamos un poco de historia.
La camisa de once varas llegó a Vergueristán desde alguno de los reinos que como la verruga en una cara marchita aún sobreviven enquistados en la Europa del siglo XXI. Durante el vuelo se sentó al lado de un hombre al que obligó a beber hasta la inanición. Y cuando lo tuvo bien borracho lo instó a que armara un escándalo porque la hebilla de su cinturón de seguridad estaba oxidada. Cuando arribaron a su destino y desembarcaron al hombre esposado y a empujones, la camisa de once varas no ocultó la cara de satisfacción por una labor bien hecha.
La camisa de once varas había descubierto la República de Vergueristán en el folleto de una agencia de turismo de alto riesgo. El prospecto describía un país polarizado cuya sociedad dividida se enfrentaba en una violenta guerra civil no declarada. Garantizaba emociones intensas en su paquete de una semana con cenas incluidas: sancocho, arepas, empanadas, pabellón, incluso hallacas, acompañadas siempre con cerveza autóctona bien fría, vestida de novia, como decían allá, y consumidas durante peligrosas excursiones nocturnas por los barrios más violentos de la capital.
Un país atrincherado en posiciones ideológicas enfrentadas. El caldo de cultivo ideal en el que ejecutar con su talento habitual ese extraño baile psicológico con que enredaba a sus víctimas. Ni se lo pensó. Vendió sus pertenencias. Quemó puentes, como suele decirse, y cogió el primer vuelo hacia esa Vergueristán en la que estaba dispuesta a comenzar una nueva vida, dispuesta a realizarse a plenitud en un ambiente que presentía propicio para el desarrollo de sus talentos.
Como hemos dejado dicho, su modus operandi era mezclarse entre la masa enardecida bajo el influjo de los discursos políticos. Se le daba bien deambular, caminar entre las gentes. Se hacía notar con su suave levitar. Y cuando lograba captar la atención de algún incauto, siempre alguien al que le había puesto encima su ojo clínico, solía colgar la percha de la rama baja de algún árbol y desde allí, movida por el viento, atraer a la víctima elegida. Nadie escapaba a sus encantos. Y nadie olvidaba, luego de sentir en sus carnes las onces varas que le desgraciaban la vida, la espantosa experiencia.
Pronto perdió interés por las manifestaciones gubernamentales. Era muy sencillo enredar la vida de una persona feliz, aún cuando esa felicidad solo fuese un espejismo, para que realizara los actos más espantosos. Y allí la gente era feliz. Era una felicidad impostada, que tenía algo de falsa, una felicidad como la que produce una buena borrachera antes de la dolorosa resaca que sufriremos al día siguiente cuando los efectos del alcohol se diluyen. Una felicidad que tenía algo de esquizofrenia. Una felicidad disociada que dibujaba una sonrisa en los rostros de quienes la padecían mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor. Una felicidad, además, que no admitía contrariedades, que se enrabiaba con facilidad cuando se la contradecía. Incluso, una felicidad decretada, una felicidad obligada, vertical, jerárquica, que colocaba en la ilegalidad a quien no la lucía o la mostraba como su carnet de ciudadano.
Así que centró sus intereses en las manifestaciones antigubernamentales. Allí la historia era otra. Allí la frustración, la rabia y el odio generaban desconfianza. Allí tenía que redoblar esfuerzos para alcanzar sus objetivos. Pero una vez desarticulada, vencidas las reticencias, derribados sus sólidos muros por mil subterfugios, el tesón y las mañas, la desconfianza se diluía en una fe ciega y se transformaba en una ingenuidad a prueba de razones. De ese modo podía dirigir esa frustración, esa rabia, ese odio en la dirección que se le antojara. Fue así, por ejemplo, como convenció a un ciudadano, que en otras circunstancias podría pasar por persona decente, a que tendiera una guaya de acero en la avenida frente al edificio en el que aún pagaba las cuotas de un circunspecto apartamentico de setenta metros cuadrados, y en la que en la madrugada del día siguiente murió degollado un motorizado que se dirigía a su trabajo. Fue así, también, como convenció a un intelectual respetado a que animara a las buenas gentes a lanzar macetas desde sus ventanas a cualquier transeúnte cuya vestimenta recordara los colores de las huestes gubernamentales. Ni siquiera fue necesario que convenciera a la buena señora que lanzó un tiesto de considerables dimensiones sobre la cabeza de otra buena señora que iba gritando consignas en dirección a una concentración y la matara en el acto. De eso se encargó el intachable intelectual guiado por las hábiles manos de la camisa de once varas.
Sin embargo, pronto se dio cuenta de que trabajaba para nada, que araba en el mar como había dicho siglos atrás un prócer heroico de esta república de riquezas incalculables. La razón era muy sencilla: en Vergueristán nadie pagaba por sus acciones. No había consecuencias ni castigos. La impunidad era el pan nuestro de cada día. De este modo el esfuerzo, la dedicación y el entusiasmo de la camisa de once varas quedaba en nada. Y lo que era aún peor, en algún momento empezaron a ser castigados aquellos con los que la camisa de once varas no tuvo ninguna relación, aquellos a los que no influenció de ningún modo y a los que se escarmentaba sin importar que fueran culpables o no. Y ese violento apuro por imponer por la fuerza lo que no se supo esclarecer con la palabra descolocó a la camisa de once varas y la sacó del juego.
Así que ahora la tenemos deambulando sin ganas entre un grupo de manifestantes apáticos, ellos también desganados, luego de largos años de luchas infructuosas, derrotas consecutivas y engaños persistentes.
Y es cuando ve a la señora de licras ajustadas y coloridas que baila al ritmo de “Yo me quedo en Vergueristán”, cuyo autor lleva más de veinte años fuera del país. Y algo se tambalea en su interior, como si las varas, las once, se soltaran y cayeran al suelo siguiendo sin resistencia el ritmo un poco chabacano y oblicuo del baile de la señora de las licras.
La camisa de once varas se sube una de las mangas que se había deslizado percha abajo como si quisiera llegar la primera hasta la bailarina, se acerca a un heladero que vegeta con su carrito de helados en medio de la multitud que lo ignora y le pregunta por la señora. El heladero se queda un buen rato viendo a la camisa de once varas con el embeleso a la que ya estaba acostumbrada, pero luego suelta una risotada que a ella le resulta más bien grosera y dice: ¿Ella? Es una vieja del Cafetal.
Solo por joder, la camisa de once varas convence al heladero de que el gigante de dos metros, bíceps como montañas y cara de pocos amigos que consume una barquilla descaradamente frente a ellos no le ha pagado el helado y que no por ser tan grandote tiene derecho a insultarlo y tratarlo de forma tan humillante. Y mientras le dan la paliza de su vida al heladero y le tiran el carrito de helados encima, la camisa de once varas camina hacia la vieja del Cafetal y le habla.
Desde entonces la camisa de once varas vive con la vieja del Cafetal. Ha dejado su trabajo y disfruta de una larga, feliz y algo estrambótica jubilación, rodeada de gatos y aturdida por la cháchara interminable de una pareja de loros que se aburren en su jaula, en un pequeño apartamento frente a una avenida que suele amanecer bloqueada por barricadas humeantes que ya nadie quiere cruzar y mucho menos defender.