2 de enero de 2022
Visita al Centro Ana Frank.
La casa donde se aloja está en Belgrano, a apenas ocho cuadras de nuestro edificio.
El Centro abrió sus puertas el día que Ana hubiera cumplido 80 años, el 12 de junio de 2009, y es la representación en Argentina de la Fundación Casa Ana Frank creada por Otto Frank (su padre y único sobreviviente) en Ámsterdam en 1960, en la misma “Casa de atrás” donde se escondieron.
El Centro (este Centro que empezamos a recorrer) es, además, una casa que refugió personas perseguidas durante la dictadura; la familia que hizo la donación al Centro en Argentina de esta casa se encargó de ello, y ha preferido no alardear sobre su contribución. Su protagonismo es más bien discreto; hay solo una pequeña cartelera en la entrada que alude escuetamente a sus miembros, con fotos tan pequeñas que pasan desapercibidas.
Quizás haya sido una mala idea rememorar el Holocausto un domingo, a comienzos de año, en una tarde nubosa. Sin embargo (y a pesar de alguna lágrima discreta que al guía parece no importarle en absoluto), nos dejamos llevar por el relato de la muerte y de la destrucción.
Para la segunda planta, cambio de guía (que, por cierto, son todos voluntarios y adolescentes).
Entramos a la réplica de la “Casa de atrás”.
Vemos la escalera de la que cuelga la bicicleta de Peter, que lleva al altillo donde duermen los Van Pels. Vemos la cocina y el triturador de alimentos; las ventanas tapadas con paneles; la estufa donde quemaban los desperdicios (y en la que Ana, por descuido, arroja una de sus más preciadas lapiceras); el cuarto que Ana comparte con el Dr. Pfeffer; los retratos de estrellas de Hollywood que Ana recorta de revistas y pega aleatoriamente en las paredes del cuarto; el escritorio en el que Ana escribe su Diario, que también es escritorio de Pfeffer, lo cual es motivo de disputas… Y veo en mi recuerdo la primera vez que la leí, en mi confinamiento adolescente (gran cosa), y cómo sus entradas me fueron revelando el relato de la muerte y de la destrucción. Cómo yo, que tenía su edad cuando escribió su última entrada, estaba a salvo de la maquinaria de persecución y aniquilamiento nazi, que finalmente opacaría su futuro y el de millones de personas en Europa. Me reveló Ana, una adolescente de entre trece y quince años que se puede perder absolutamente la soberanía del cuerpo, en una larga tortura calculada y metódica.
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Las bombas caen sobre Ámsterdam, y los aliados ganan territorio, pero el final de la guerra es incierto. Ana teme que alguien los delate, que su paradero llegue “a oídos de los cerdos alemanes”. La comida escasea y la tensión entre los escondidos empeora; saben que en cualquier momento podrían arrestarlos; saben de la existencia de los campos de concentración. Ana, sin embargo, escribe. Se inventa una sintaxis para ordenar la frustración, transformar el miedo en ingeniosas reflexiones, incluso apelando a un humor que te saca más de una risa, a pesar de su contexto de silencio obligatorio.
Fue una de las primeras veces que dije: quiero escribir.
Lo recuerdo ahora, parado bajo el castaño que Ana contemplaba desde la ventana del altillo, su único contacto con la naturaleza durante sus dos años y medio de confinamiento.
Aquí termina el recorrido.
Aquí nos despedimos de la última guía.
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Querida Kitty: Ana se esforzaba en no aburrir. Es impresionante cómo a lo largo de las páginas de su Diario, mientras había disparos afuera, ella experimentaba con las formas, introduciendo versos y describiendo inventarios, recopilando conversaciones y partes de la radio clandestina, que la llenaban de entusiasmo y esperanza por ser libre.
Ana nos enseña que escribir es un oficio de valientes.
Por ella todos debiéramos escribir un gran libro.
Tu Ricardo.