Un actor que llega a Nueva York a comerse el mundo y una bailarina de musicales semirretirada, con una hija y varios fracasos sentimentales a cuestas, se ven obligados a regañadientes a compartir apartamento. Es una premisa argumental clásica de la comedia romántica: dos personas que se detestan terminan por enamorarse. El interés de tan previsible historia dependerá del ingenio del guion, la habilidad del director y el estado de gracia de sus intérpretes. En este triángulo de la excelencia, todos los vértices alcanzaron niveles superlativos en La chica del adiós. Ya en su momento fue un éxito –primera comedia que superó los cien millones de dólares de recaudación– y el tiempo no ha hecho más que sentarle estupendamente.
El vértice que lo sustenta todo es el libreto de Neil Simon. Pocos autores transitaron con tanta facilidad del teatro al cine y viceversa. De hecho, él mismo solía encargarse de las adaptaciones –de las tablas a la pantalla pero también a la inversa: reconvirtió muchos guiones en obras de teatro. Para La chica del adiós acomodó los clichés del género a la recién estrenada libertad cinematográfica de los setenta –algunas situaciones, diálogos y gags serían imposibles tan solo una década antes– y entregó una historia irresistiblemente divertida y arrebatadoramente romántica.
El segundo pilar de la función es la dirección de Herbert Ross. En origen coreógrafo y realizador de resplandecientes musicales, ya venía afilando armas humorísticas de la mano de luminarias cómicas como Walter Matthau (The Sunshine Boys, también con guion de Neil Simon) o Woody Allen (Play It Again, Sam: un aún muy inseguro Allen como director no quiso desaprovechar una de sus mejores sátiras y le encomendó la realización). En La chica… demuestra que la humildad es lo que mejor le viene a la comedia. El género no reclama sofisticados planos, vanguardistas movimientos de cámara o iluminaciones expresionistas. Todo lo contrario: sencillez formal al servicio del relato. Pero cuidado con confundir sencillez con simplicidad: el dinamismo que Ross imprime a las secuencias que transcurren en un escenario tan reducido como el apartamento está al alcance de muy pocos. Y cuando llega el momento, saca las cámaras a la calle, como era preceptivo en los setenta, para mostrar la cara menos amable de una ciudad a la que llegan cada día cientos de aspirantes a la fama que terminarán como homeless de sueños rotos e ilusiones perdidas.
El triángulo se completa con un reparto en el que Richard Dreyfuss lo es todo. Es uno de los actores más infravalorados de su tiempo. Nunca se le concedió el estatus de estrella, pero de algún modo se las arregló para protagonizar los más sonados taquillazos de la época a las órdenes de reyes Midas como Spielberg o George Lucas: American Graffiti, Tiburón, Close Encounters of the Third Kind, la misma La chica del adiós… Fue el primer intérprete en encadenar tres películas seguidas con más de cien millones de dólares de recaudación.
Su exhibición en La chica… no podía pasar desapercibida. La Academia, siempre tan reacia a premiar la comedia, se rindió, otorgándole el Oscar. Su Elliot Garfield es encantador y también exasperante; un torrente de energía y vitalidad que se resquebraja cuando le golpean en su desmesurado ego de artista; neurótico aunque resolutivo cuando toca; divertidísimo y tierno pero firme para defender sus derechos; agotador y sin embargo es inevitable no quedar seducido por él… Las escenas junto a Marsha Mason desprenden una química especial, tanto en sus peleas iniciales como en el romance posterior. Hay momentos de libérrima improvisación donde a duras penas ambos pueden contener la risa.
La improbable pareja nos recuerda que la gente del mundo del espectáculo es absolutamente insufrible en la vida real –“¡Actores! Cuando se bajan del escenario todo empieza a joderse”, claman en la película: todo guionista o director ha querido vengarse en algún momento de los intérpretes: Neil Simon y Herbert Ross no son una excepción. Pero también nos recuerda que sin ellos, la magia que durante dos horas nos permite evadirnos de las miserias cotidianas sería imposible.Que nadie busque en La chica del adiós más de lo que esta ofrece. Es una historia mil veces contada. Pero como esos niños que quieren escuchar el mismo cuento una y otra vez, el público se vuelve a emocionar con los encuentros y desencuentros de dos personas a la búsqueda de eso tan universalmente humano como es la necesidad de amar y de ser amado.