Ninguna cinematografía tan suicida a la hora de abordar temas políticos como la italiana de los años setenta. Los realizadores se lanzaban a tumba abierta a diseccionar las taras latentes de un país que presumía de haber dejado atrás el subdesarrollo de la posguerra. La camada de directores heredera del neorrealismo levantó las alfombras del progreso para señalar que esos conflictos aún estaban allí. Filmaban con un pie en la militancia. O incluso con los dos, como era el caso de Elio Petri, que dirigía con el carné del Partido Comunista entre los dientes. Eran otros tiempos: ser neutral estaba mal visto. La incorrección política no siempre fue patrimonio de la derecha.


Petri venía de asaltar los cielos con Investigación de un ciudadano libre de toda sospecha, Oscar a la película extranjera. Hollywood también oteaba vientos de cambio y premiaba sin dudar soflamas de alto octanaje. En efecto, eran otros tiempos. En La clase obrera…, su cámara nerviosa se pega a los rostros sudorosos de los obreros de una fábrica que, como se remarca varias veces a lo largo del metraje, entran a trabajar de madrugada, cuando aún es oscuro, y salen al anochecer, ya también a oscuras. La luz les está vedada a los hijos del desarrollismo. ¿Esto es la vida?, se preguntan.
Petri sortea el panfleto aplicando su bisturí sobre las contradicciones de los trabajadores. Los explotadores no le interesan. No quiere hacer una crónica maniquea en blanco y negro. Prefiere poner el foco sobre unos operarios que tienen que lidiar con un día a día embrutecedor dentro de la fábrica y una realidad doméstica grisácea y anodina fuera de ella. Hasta el aliciente del sexo adúltero se torna agrio y mediocre. Expresan su incomodidad existencial a gritos. En esta película, los personajes no hablan, se chillan. Para redimirse se les da a elegir entre unos sindicatos pactistas que a duras penas pueden distinguirse de los patrones o unos grupos radicales que quieren la Revolución y la quieren ya, aunque tengan serias dificultades para disimular su origen de clase media acomodada y su condición privilegiada de universitarios. Nada nuevo bajo el sol de la izquierda.


El epicentro de este torbellino vital es el grandísimo Gian Maria Volonté, actor fetiche de Petri. Sin abandonar su incomodidad vital, transita de empleado modelo a paria repudiado por la empresa, mientras se deja, literalmente, trozos de su cuerpo aprisionados entre las máquinas. Su toma de conciencia de clase no tiene nada de épica y sí mucho de dolor y grandes dosis de incertidumbre. Su esposa se lo explica con rotunda claridad: “Sin un jefe, serás un muerto de hambre…”.La clase obrera… y la ya citada Investigación de un ciudadano… forman junto a La propiedad ya no es un robo, de 1973, la Trilogía de la Neurosis, declaración de Elio Petri sobre los males de las sociedades industrializadas. Dichos males, por supuesto, se circunscriben a la soleada Europa. Centenares de millones de desheredados de otras latitudes habrían matado por un trabajo de seis a seis, apartamento de cuarenta metros cuadrados, el Fiat 100 y el televisor en blanco y negro. Pero uno compara su realidad con las expectativas de lo que cree que debería tener y no con lo que le falta a otros. En cualquier caso, estas historias ya no podrían contarse en la Europa occidental del siglo XXI. Las fábricas migraron en busca de mano de obra aún más barata y regímenes fiscales casi inexistentes. Los operarios de ayer son el precariado de hoy. La clase obrera sigue buscando el camino al paraíso, pero ahora auto explotada a volantazos de Uber y pedaladas de riders de deliveries.



