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La condena es subyugante, tanto en sentido positivo como negativo: por un lado resulta opresiva, por otro lado hipnótica. Solo si te dejas hipnotizar, la opresión se transforma en una suerte de densidad que hace de cada plano-secuencia un mundo en el que sumergirse. Hay que dejarse arrastrar hacia esa densidad. Entonces su visión deviene una experiencia estética con tintes metafísicos de primer orden. Pocas películas dan que pensar tanto como esta, en la que los largos planos-secuencia se combinan con largas parrafadas, algunas memorables. Largos planos construidos a partir de lentos movimientos que ocultan tanto como muestran, y donde todo es esencial, en cuanto a lo que se nos plantea: la pesadez y la fangosidad de un mundo en el cual los personajes parecen condenados, pero no dejan de soñar con escapar.
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“Cierra bien la gabardina: la niebla entra por los huecos y se asienta en el alma”, le advierte la anciana al protagonista. Este añadirá, en una secuencia posterior: “Todas las historias de héroes acaban mal. Esta es una historia de desintegración, no de resurrección”. Pero, si la niebla puede entrar por las grietas, también puede salir. Esto es, desde luego, mas difícil, especialmente cuando no se sabe cómo, cuando la situación se nos impone sin dar cabida al sueño, sin visión de un porvenir en el cual podamos liberarnos. Solo cabe mirar como la lluvia cae, aspirar a la calma y a la libertad en una soledad de terciopelo; ella aspira a volver a la belleza, redescubrir la vida: la lleva dentro suyo. Pero el goce de las grandes cosas y el sabor del triunfo se han perdido. Pues se han perdido el amor y la decencia. Cada uno ha renunciado a ellos, ya sea por debilidad o por inercia, por impotencia acaso.
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Para filmar como Béla Tarr debe tenerse una confianza absoluta en el poder de las imágenes, del sonido de la lluvia, de los pasos, del acordeón… Pero sobre todo de la capacidad del rostro humano, aún en su inexpresividad, de mostrar lo que sucede en el interior del alma, de la conexión entre los movimientos corporales y la negritud del pecado, del terror que oprime los corazones de los condenados, del poder del Juicio… Un tono apocalíptico subyace, pues cada uno conoce a su Señor; conoce, más allá de lo dado, su salvación o su condena.
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Una negritud que impide ver, pero no puede impedir que el corazón desee escapar por las grietas y atravesar el túnel. Entonces únicamente quedan los deseos, que pasan a formar parte de esa densidad que nos oprime. En ellos se enmascaran el héroe y el marido, la esposa y el villano, todos ellos unidos en una densa noche sin porqué. Simplemente, el protagonista no sabe hacia donde dirigirse y por eso cree que tan solo la mujer puede guiarlo. Pues ella, con su poder telúrico, conoce secretos que él desconoce. Hay un resquicio de luz, pero pasa por ella. Ante ella solo cabe rendirse, humillarse si es preciso. Solo el amor nos guía, pero lo hace a través de una galería de espejos en los que se refleja la impotencia de los individuos ante el poder de lo desconocido. Hay algo que palpita, un mar de fondo tenebroso y ciego, en el cual se disuelven las razones y la locura asoma.
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Nos hacemos viejos y se nos van las fuerzas. Pero este no es el asunto principal: “El problema es que tengo miedo a los niños…”, dice el protagonista. Desde ese momento sabemos que ya está condenado. El círculo se cierra y cada uno obtendrá lo que ha sembrado. Todos tenemos nuestro pequeño Apocalipsis a la espera. No consuela saber que el juicio será justo. Que un día la ternura nos domine, que hablemos del amor, de dejar atrás la lucha y de escapar del círculo vicioso… Todo eso no cuenta apenas nada. Como dice Cioran: “en el juicio final solo se pesarán las lágrimas”.
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Pero la gente vive y no quiere saber nada de todo eso, pues ya tiene bastante con ocuparse de su supervivencia, girando en una sala al son de una pequeña orquesta. Y Béla Tarr la filma, se salve o se condene. Lo importante es que llueve y hay música en la sala.