El Ministerio de Cultura me puso en una situación donde tuve que hacer pública una práctica privada que me produce pudor y vergüenza: ser crítico de mis propios textos publicados.
Los pormenores pueden ser entretenidos pero innecesarios. Basta decir que me confirmaron dos horas antes de salir al aeropuerto la hasta entonces vaga posibilidad de ir como invitado a la Feria del Libro de La Habana, y que toda mi participación en ese evento tuvo el mismo nivel de improvisación e incertidumbre.
El día de la presentación de mi segundo libro había bastante público pero no había presentador. Entonces resolví lo que me permitía no atravesar el epítome de la incomodidad de presentarme a mí mismo, ni dejar mal al bienintencionado (o disciplinado, da lo mismo) público cubano que ofrecía su tiempo y su atención a un autor y libro absolutamente desconocidos: presentarme con otro nombre y hacerme pasar por un crítico del libro del autor que «lamentablemente no pudo acompañarnos hoy».
Lo que dije sobre el libro, creo, me lo copié de una de las dos críticas que leí de él: algo sobre el desamparo finisecular de quienes (según ese crítico**) crecimos a la sombra del zeitgeist neoliberal.
Que en verdad no era lo que yo pensaba del libro, ni había pensado mucho sobre el libro, más allá de que por fin salí de esa vaina: era fundamentalmente un artificio en función de la puesta en escena y del personaje que asumí.
Eso fue hace cuatro años. Hoy sí me gustaría comentar algo, no sobre ese libro ni sobre el otro, sino sobre la forma como he experimentado el trauma de escribir ficciones públicas (necesario aclarar, por pudor: y que he llegado a pensar sin necesidad de pasar por el mal rato de releer lo publicado).
En dos palabras: lo que me diría a mí si volviera a comenzar o le diría a lo que felizmente estoy dejando de ser, un joven escritor. Que es fundamentalmente lo mismo que cierta tradición rioplatense ha descrito y ejecutado con mucha claridad; Rodolfo Walsh y Jorge Luis Borges en la totalidad orgánica de su obra; Ricardo Piglia, como lector de esas obras, y Juan José Saer en el texto más sintético y completo que he leído al respecto y que paso a citar:
No se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento limitado de la «verdad», sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento.
Particularmente en Venezuela creo que más que persistir, hoy se ha profundizado lo que escribió Juan Liscano en los 80, y que fuera de eso se ha señalado muchas veces: «nuestra literatura [venezolana] se apoya definidamente en la realidad (…) apegada a lo terrestre -urbano o rural-, a lo anecdótico, a lo conformado por la sociedad, a lo vivido, a lo testimonial». Y también, ¿cómo podría ser de otra forma en un país cuyas voces más universales no son de poetas sino de militares?
En fin, asuntos importantes aparte, mi relación con esa tara de la ficción en general y venezolana en particular, se ha dado en la dimensión política o ideológica solo en ocasiones muy puntuales, y felizmente censuradas en la correspondencia con panas lectores que a tiempo me dieron la voz de alarma.
Pero sí puedo reconocer ocasiones más y menos felices –felices en el proceso de producción y en los resultados de lectura– casi directamente proporcionales a cuánto se aleja la escritura de la dimensión anecdótica del trauma que generó la narración. O es decir: si volviera a comenzar podría suprimir todos los relatos donde la infatuación por la dimensión referencial del trauma motivante prevalece sobre las otras dimensiones.
(Lo de las dimensiones, más que una metáfora se refiere literalmente a lo que uno sabe de física subatómica por Sagan, Hawkins, Rick, o el hermano de Óscar fanático del LSD: yo descartaría de la ficción todas las historias que están casi en su totalidad aferradas a mi universo –generalmente salvo por un final un poco más espectacular que el de la anécdota original–, y me quedaría con las historias donde prevalecen los otros universos: el universo donde me llamo Raúl, tengo una tía en Miami y me detuvieron por hacerme la paja en un avión; el universo donde me llamo Gabriel y no solo tuve un encuentro físico con mi amor platónico de la adolescencia, sino que fue un encuentro violento y desalmado; el universo donde conocí al paramilitar que puso el C4 en el carro de Danilo Anderson…).
¿Y qué hacemos con la dimensión referencial de los traumas que no cabe en la ficción? La misma tradición rioplatense ha mostrado cómo la dignidad de la verdad verificable solo prevalece y brilla en los géneros donde se asume la responsabilidad de decirla sin disimulos: en una carta abierta, en una entrevista, en la propaganda, noticia, diatriba, manifiesto… Entonces, ¿qué genero es digno para la verdad verificable de nuestros traumas?
Evidentemente no hay una sola respuesta para eso. En todo caso, una a mano, y que yo he aceptado con cierto alivio, es la verdad del síntoma, del diagnóstico, de la enfermedad. No porque sea mi preferida, sino porque hasta este aviso no me le he podido sobreponer, ni he encontrado otra que se le sobreponga.
Por eso mi consejo para el ex joven escritor es que trabaje en la fundación de una zona de la escritura que no aspire al estándar de la literatura, sino que se contente con ser una digna purga terapéutica. Una parte (o esa parte) de la purga terapéutica que no puede ser sino pública. Y que hoy menos que nunca tiene por qué renunciar, en esa naturaleza, a aspirar al prestigio, rentabilidad simbólica, y oportunidades de viaje de la ficción o la literatura. Eso que en un futuro quizá no tan lejano podríamos estar llamando la mayoría algo así como steem power.
*William Burroughs y Hunter Thompson son parte de una tradición norteamericana que cruza el tema de la enfermedad mental con la realidad paralela de la experiencia visionaria, en géneros límite que ponen en cuestión la misma noción de referencialidad. La imagen que encabeza aquí es de la adaptación que hizo Cronemberg de la novela de Burroughs The Naked Lunch
**Pana mío, por supuesto, igual que el otro, aunque honestamente también creo que buenos lectores.