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Todos y cada uno de los planos, lo que nos muestran y cómo están filmados: aún si se trata de una ficción de tintes moralistas, todo en La gran ciudad es verdadero. Cada secuencia es necesaria y significativa. Lo mismo cabe decir de sus personajes. Transmiten vida y nos hacen partícipes de la vida que les ha tocado vivir. No en un sentido realista, al contarnos una historia cuya dimensión social es evidente, sino por el modo en que esa dimensión epidérmica se nutre de las sensibilidades de cada uno de los miembros de la familia, y de como estas inciden en sus relaciones aún más que los sucesos que las desencadenan. Lo que tenemos entonces es un fragmento de vida en devenir, en el contexto muy preciso del crecimiento vertiginoso de Calcuta en la segunda mitad del siglo XX.

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La historia es simple: de cómo Arati, una mujer bengalí de casta alta y modesta clase media, educada en un contexto tradicional, pasa de ser una ama de casa a ser una mujer trabajadora y, en solo unos meses, a mantener a su familia: su esposo Subrata, sus suegros, su hijo y su joven cuñada. Ante las dificultades económicas de la familia, y con el simple ánimo de ayudar, se propone trabajar, algo impensable para sus suegros, los cuales no dejan de mostrar su hostilidad. La reacción de su hijo pequeño, el cual no entiende la ausencia repentina de su madre y al cual ella trata de compensar haciéndole regalos. Y, sobretodo, como afecta a sus relaciones conyugales.

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Gestos tan simples como usar un lápiz de labios o ponerse gafas de sol (ambos regalos de su compañera anglo-india) son vividos como transgresiones. Y aún más el hecho de que su trabajo la ponga en contacto con hombres ajenos al núcleo familiar. Arati empieza a verse a sí misma de otro modo. Deja atrás su timidez y se convierte en una mujer capaz de manejarse con eficiencia en el mundo del trabajo y de relacionarse abiertamente con extraños. En una palabra: se empodera. Pero esto tiene un efecto inmediato en las relaciones con su esposo. Este se ve abocado a una situación extraña, pues pone en duda su valía como varón sostenedor de la familia. Pero lo que realmente le afecta es la transformación de su mujer:
- Deberías verme trabajar, no me reconocerías.
- ¿Y en casa?
- ¿?
- ¿En casa podré reconocerte?
- ¿No me reconoces? Dime la verdad.
- Estás un poco rara… Estás un poco…
- ¿Quién es esta? ¿Quién soy? ¿Otra? Soy la misma. Tu esposa.

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Si se tratase de un panfleto feminista, el marido sería un ogro o una figura autoritaria, pero no lo es. Aunque al principio ironiza (“los ingleses dicen que the best place for a wife is her home”) y parece oponerse, enseguida la apoya y la ayuda a encontrar trabajo. Ese no es el drama, ni ahí reside la tensión. El padre de Subrata es el representante del patriarcado trasnochado. Es un viejo maestro jubilado, que siempre ha vivido en la pobreza, y no tiene ni siquiera una pensión con la que ayudar a la familia. Ha dado lo mejor de sí para formar a sus alumnos y se siente orgulloso de que algunos de ellos se hayan convertido en profesionales bien remunerados: las profesiones liberales (abogados y médicos) prosperan en la gran ciudad. Pero su hijo no es uno de ellos. Convencido de que es víctima de una injusticia, y molesto por el hecho de que su nuera lo mantenga, se dedica a visitar a sus ex-alumnos para pedirles dinero, algo que no plantea en términos de caridad (eso sería deshonroso) sino de remuneración por sus servicios. Todo esto lo convierte en una figura al mismo tiempo patética y entrañable. Estamos muy lejos de un panfleto.


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Si la película fuese una apología del trabajo de la mujer, su valor sería escaso, pues habría caducado. No esperemos de Ray una apología del capitalismo. Lo esencial es el impacto de este hecho sobre el matrimonio: el cambio de estatus afecta a ambos cónyuges, hasta el punto de desestabilizar su unión. Lo que se nos muestra es la transformación de una pareja que, desde el principio, se ama desde la empatía. No muestra el despertar del amor, sino su transformación: de cómo las dificultades económicas generan una presión en las familias, que provoca cambios en las relaciones de poder dentro del matrimonio, lo cual constituye una amenaza a su estabilidad (y, por supuesto, a la autoridad del padre), que solo puede resolverse mediante una renovación interna de ambos cónyuges, lo cual los aboca a renovar en otro nivel su compromiso. En este caso la familia es el núcleo que les permite resistir y no caer en la vorágine de la gran ciudad. Pero esto solo es posible si realmente el matrimonio se basa en el amor. Pues sin amor, la casa está vacía.
