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La huelga es cine en estado puro, una obra en la cuál la dimensión estética es tan fundamental como evidente. En primer lugar, por la libertad y la determinación con la que su creador despliega sus criterios. En segundo lugar, porque estos criterios son estrictamente cinematográficos, lo cual quiere decir que se trata de algo nuevo en la historia del arte. La voluntad de forma se deja notar en cada plano, pues esta es verdaderamente la causa que defiende: el combate por liberarse de todas las restricciones que nos son impuestas con el fin de dominarnos. Y lo hace asumiendo todos los riesgos inherentes a esa decisión, igual que los obreros de la fábrica que pretenden subvertir la situación en que se encuentran, mediante la desobediencia.

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El verdadero artista está en huelga permanente. Su vida es un acto de protesta y su obra un acto subversivo. Cuando el espíritu se agita, los resultados son vertiginosos. Así se desarrolla la huelga, como resultado tanto de una necesidad como de un imperativo ético. ¿Qué es una huelga? Un arma de los trabajadores en contra de la explotación por parte del Capital y del Estado. Una huelga es acción, pero también es una interrupción. El sistema funciona de modo maquinal, devorándolo todo. Las grandes ciudades, la burocracia, los horarios compartimentando el tiempo, las fábricas que trabajan día y noche, los grandes planes de desarrollo que deciden la vida de las gentes, que ven siempre aplazado el cumplimiento de su destino y sus vidas supeditadas a una estructura de poder regida por relojes. De repente todo se para. El tiempo lineal y monótono del trabajo deja de ser el centro de la vida. Se rompe, pero no hacia su dimensión interior. Se rompe en pedazos como el cristal de una ventana, por medio de la acción. De ahí el vértigo que se desencadena. (En las escaleras de Odessa Eisenstein descubrirá que esta ruptura de la temporalidad dominante también puede implicar ralentizarla, dando paso a otro tipo de tensión).

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Se trata pues del tiempo. El trabajo está regido por relojes, que fragmentan la vida en segundos, minutos, horas, jornadas laborales y festivos. El montaje responde a esta concepción del tiempo. Pero este es precisamente el tiempo que debe subvertir. El tiempo del trabajo implosiona y se rompe en los mil y un fragmentos que contiene la película, muchos de ellos inútiles para los propósitos narrativos, pero significativos en términos de una experiencia de liberación. Por eso esta no es una película de propaganda, –cómo sí lo son la mayoría de las que produce Hollywood– sino un gesto de subversión de lo ya sabido, una novedad radical que está del lado de la experimentación y de la estética.

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El tiempo de la huelga es festivo. Es a menudo caótico, pero siempre vigoroso. Nos introduce en el frenesí de la acción revolucionaria. Tiene algo de imprevisible, casi diría dionisíaco. Es una borrachera de imágenes que brotan de forma intempestiva, sin dar posibilidad a la serenidad o a la contemplación. Estas quedan excluidas en favor del vértigo de la acción. Pero en este tiempo frenético saben moverse también las fuerzas reaccionarias. A él acuden los marginados sin conciencia de clase, para sembrar el caos que justifique la intervención de las fuerzas del orden. La respuesta del Estado, como brazo ejecutor del Capital, es la violencia. Esto era previsible. Y sin embargo la violencia desencadenada sirve para poner en claro la situación política real, más allá de los discursos. Finalmente el frenesí conduce a la matanza, que adquiere la fuerza de un martirio. Y este llama a la resurrección.


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Se trata entonces de una película épica, cuyo protagonista no es un personaje, sino el proletariado. Su tema no es un drama que vivan ciertos individuos, sino un acontecimiento colectivo. La épica nos remite al pueblo y a la historia, de la mano de las grandes gestas colectivas que actúan como un mito fundacional: por eso el rótulo final apela a la memoria. No olvidar a los olvidados. La sangre de los mártires es una simiente.
