¿La crisis venezolana del presente y del futuro pudo haber sido anticipada en la literatura? Creo que en las páginas de 1998 (Grijalbo, 1992) de Francisco Herrera Luque podemos encontrar algunos aciertos. Se trata de una novela de ciencia ficción publicada póstumamente en 1992. La novela se desarrolla en un mundo sumido en la fragmentación causada por luchas raciales e identitarias, donde se entremezclan golpes de Estado y la huida de un presidente, Carlos Andrés Pérez, que el autor enmascara literariamente como un Emperador del Imperio Incaico.
Herrera Luque, conocido por sus arriesgadas hipótesis psicohistóricas, presenta en la novela una visión esencialista de los venezolanos, una exacerbación de la viveza criolla, producto de la violencia y la corrupción heredadas del pasado. En ese sentido, si interpretamos 1998 como un dispositivo de política-ficción, creo que nos ofrece una posibilidad de proyección y anticipación no solo sobre la crisis actual sino también sobre lo que podría suceder en el país (y en el mundo) en función de lo que ha ocurrido en los últimos años, especialmente, debido a las taras sociopolíticas que ha cultivado la cultura de la renta petrolera. La novela también muestra la enajenación de la clase política y la sociedad venezolana, acertando en aspectos como el descalabro y la fragmentación institucional.
1998 es un libro singular en la trayectoria de Francisco Herrera Luque. Al menos en apariencia o en una lectura superficial. Obra tardía, me aventuro a pensar, que posee un potencial de culto. Repleta de la descosedura arltiana, en lo que respecta a una sintaxis particular, se trata, sin embargo, de un libro de cruzamientos, impuro al calor del canon venezolano. Es ciencia ficción, como se pregunta Lenin Brea, y también se aparta del linaje de Gallegos o de Armas Alfonzo. Surge más bien de un tercer lugar que combina a los dos anteriores: el injerto de Bernardo Núñez. Es una obra histórica con aires de vanguardia (más por género que por estilo) y, sobre todo, destaca por su potencia de imaginación holística (histórica, económica, geopolítica, sociológica, etc.). Llama la atención que Alexis Márquez Rodríguez, en el prólogo a la primera edición, la calificara de política-ficción [1].
El argumento de 1998: el país, la región y el mundo entero se encuentran sumidos en diferentes formas de fragmentación; secesionismo, balcanización, entre otros. Por ejemplo, la geografía venezolana ha sido desgarrada por federaciones emergentes de lo que hoy es Colombia y Guyana. Todo esto producto de cruentas luchas raciales e identitarias, avivadas por los intereses de las potencias y sus clases políticas. En medio de este panorama convulso, se traman golpes de Estado y la huida de un presidente, como si de una película de acción se tratase. En este caso, Carlos Andrés Pérez, tras ser depuesto por el nuevo régimen y mediante un intríngulis de contraespionaje, se convierte en el máximo líder de la Federación Incaica, una suerte de utopía indigenista y antimoderna que reúne a los actuales Bolivia, Ecuador y Perú.
Se conoce a Francisco Herrera Luque por sus arriesgadas hipótesis y tesis psicohistóricas. Textos como Los viajeros de Indias, Los amos del valle, Los cuatro reyes de la baraja y La luna de Fausto dan cuenta de ello. Esta obra, gestada al calor de ciertas corrientes hoy en desuso, nos muestra una particular visión, una suerte de síntesis esencialista: los venezolanos somos producto de la violencia y la corrupción traídas del otro lado del Atlántico. Todo nuestro linaje, nuestra genealogía, no hace sino parir y reproducir la enfermedad. El lenguaje médico debe estar presente sí o sí, pues se conoce el oficio del autor, de modo que de su parte no puede haber sino un diagnóstico tras un minucioso ejercicio de semiología por el cuerpo de la nación.
Así como este tipo de política-ficción o ficción histórica da cuenta del diagnóstico en cuestión, al ser un dispositivo para imaginar lo que pasó, también brinda la posibilidad de proyectar y lanzar, en un gesto de causalidad-futuridad, ciertas visiones con el propósito de anticipar lo que podría suceder a partir de lo que ha pasado. Por eso es interesante preguntarse: ¿puede llamarse ficción o ciencia ficción a un futuro descrito por alguien que nos ha contado previamente distintas visiones de ficción histórica del pasado?
Sí, 1998 es ciencia ficción y también un ejercicio de imaginación histórica. Tal vez lo de ciencia ficción tenga más que ver con su disposición a desplegar ciertos aspectos del género, como ya he comentado. Tal es el caso de la técnica y otros detalles que caracterizan un orden que pertenece a “otra” realidad, como el caso del suero de la inmortalidad que Pérez le pide con insistencia a las agencias de inteligencia estadounidenses en la novela.
Se podría considerar 1998 como una rara avis en la obra del autor, pero solo en una mirada formal. Hablar de la historia en posibilidad de pasado no es el único modo de garantizar cierto realismo o situación empírica. Los datos en forma de narración también tienen su poder. ¿Por qué ciertos gobiernos considerarían tener entre las instituciones militares a escritores de ciencia ficción para imaginar escenarios apocalípticos o guerras?. En ese aspecto, la literatura siempre ha conservado ese poder: el de imaginar, sí, pero también el de considerar escenarios como ejercicio empírico creativo y defensivo (¿de hiperstición tal vez?). Toda previsión es obra de la intuición, pero también de los modos de pensar más pragmáticos y racionalistas [2].
En 1998, pareciera que la discusión no se centra en la vieja dicotomía ficción-realismo, sino en la capacidad de la literatura para imaginar y simular escenarios a través de su propio poder vehicular epistemológico y metodológico. La materialización de estos escenarios, su viabilidad o no, su carácter real o ficticio, no es lo que importa. En su estado de experimentación, la literatura nos ofrece un laboratorio para realizar nuestros propios experimentos sociológicos, una posibilidad que aún está por explorarse en el ámbito de la inteligencia artificial.
Toda novela contiene una etnografía, un mapa que identifica y diagnostica algo, incluso en el ámbito de lo desconocido, en las diferentes formas de ser y estar en el mundo, sean estas de origen imaginario o no. He ahí el poder de la novela, como género caníbal, según lo propone Terry Eagleton en The English Novel: An Introduction. Se trata de un dispositivo repleto de potencial, del que el novelista es consciente, y que le permite utilizar e incorporar distintos registros y géneros, mezclando el poder de la literatura. 1998 se erige como un ejemplo de la imaginación histórica, utilizando este poder para explorar las posibilidades del futuro.
Aunque escrita con cierto humor, 1998 está repleta de pasiones tristes por las referencias y toponimias que propone. Es, de algún modo, una reorganización espacial que hiere de muerte cualquier subjetividad nacionalista. Pero dichas pasiones también despiertan emociones múltiples. Es la sorpresa ante la suerte de profecía cumplida y también el miedo que podría despertarnos como lectores la posibilidad de la balcanización, la fragmentación aún más profunda del mundo fragmentario que vivimos. Diríamos que se trata, al decir de Enrique Rey, de “…las temidas y angustiosas probabilidades a las que se enfrenta todo gobernante (y también ciudadano) venezolano…”.
Hay que decir que, desafortunadamente, este ejercicio de imaginación histórica acierta en asuntos muy puntuales: el descabezamiento del Estado, el descalabro institucional, gobiernos paralelos y la pérdida de la soberanía territorial (si es que todo eso no es la misma cosa). Pero sobre todo acierta en mostrar la enajenación de la clase política, su incapacidad ante la responsabilidad de administrar y gobernar la crisis [3].
Porque 1998, al decir de Josefina Ludmer, es de algún modo una especulación en torno al devenir de muchos asuntos, como ya he comentado. Pero también se refiere al carácter y destino de una clase política, de un conjunto representado a través del subconjunto sujeto, que en este caso es CAP como persona, como sujeto histórico, político y cultural. El Carlos Andrés, instrumento de Estados Unidos para destruir la Federación Incaica, representado como el Emperador del derroche y de la riqueza, no es más que una síntesis de su tiempo. Por lo tanto, además de una representación, es el vehículo de un ethos, personaje que podríamos rastrear en cualquier momento de nuestra historia y que nos hace preguntarnos: ¿Qué será de dicho sujeto en el presente? ¿Lo encontraríamos si hiciéramos el paralelismo? (obvio, pero quién o quiénes son) ¿Qué aspectos de esa proyección, de esa probable subjetividad encontramos hoy en la realidad del campo político y la sociedad venezolana?
Si las categorías marxistas aún son útiles para comprender el capitalismo y seguirán siendo útiles mientras el capitalismo siga existiendo, cuando se habla de Venezuela y su clase política (fragmentada o no) solo será entendida a través de la clase política misma y la sociedad de la Venezuela petrolera. A través del petróleo como una dimensión que nos explica, que nos muestra, que nos satura de historicidad bituminosa. Ya Fernando Coronil nos dejaría claro que la única forma de crear riqueza (así como apropiársela y derrocharla) en Venezuela solo es posible a través del Estado, nuestro ElDorado, nuestro mago, nuestra enfermedad de la fiebre del oro negro, el homo extractivo que se transmite a todas las instancias de la vida pública venezolana, incluida desde luego la esfera literaria.
El mismo Márquez Rodríguez, de los exégetas de la obra de Herrera Luque, en un apunte sobre la construcción del campo literario venezolano, diría que el objetivo de todo autor y autora en Venezuela en algún momento fue ser publicado en la colección ElDorado de Monte Ávila. Podríamos decir que el ElDorado mítico también tiene sus réplicas a lo largo de nuestra historia y se mantiene como realidad, como especulación, como proyección, ficción e imaginación histórica en las mentadas hasta el infinito “más grandes reservas de petróleo del mundo” y sus efectos narcóticos [4].
Finalmente, no puedo dejar de lado el hecho de que en esta novela también está presente el recurso del sueño: toda la narración es un sueño que tiene el personaje principal (sepan disculparme el spoiler). Es decir, toda lectura que realicemos de esta novela es una interpretación de un sueño. Y además, de un sueño doble: el del soñador que escribe, Herrera Luque, y el del soñador en la ficción, el personaje que tiene el sueño.
Si el reino onírico es, entre otras cosas, deseo reprimido, al decir de Freud, el Carlos Andrés Pérez decapitado en su origen devenido en “líder” de la Federación Incaica, no solo desea el poder, el control y el dominio de un territorio repleto de riqueza, sino que al mismo tiempo, desea de modo inconsciente el fracaso de su empresa. O también, visto al calor de la posibilidad del sueño como deseo y miedo reprimido, vendría a ponernos ambos contenidos: tanto lo latente, el miedo al descalabro y al fracaso, como lo manifiesto, el deseo de control y la megalomanía. Éxito y fracaso, caras de una misma moneda, de una misma subjetividad.
De la misma forma, se encuentra susceptible a interpretación el contenido latente en el otro soñador, el despierto, el mismo Herrera Luque: las angustias y contradicciones del intelectual, del científico, del historiador y del novelista, pero también de todos los venezolanos, así como las angustias de los debates de su tiempo y del presente ante el potencial de un país (¿rico-pobre?) “estancado en el subdesarrollo”, el éxito-fracaso del escritor outsider-insider y el contenido manifiesto: la novela como trabajo de sistematización, como radiografía de una posibilidad. Como un subconjunto de un conjunto mayor que es su obra de exploración psicohistórica.
Vale la pena otra especulación, ya de tipo creativa: si el autor utiliza el recurso del deus ex machina, existe la posibilidad de que sea un final impostado. Provisional o para salir del paso. No olvidemos que Herrera Luque no era un escritor del todo literario, sino un científico que del ensayo pasó a la novela como necesidad creativa y discursiva. Como ya he dicho, en muchas de sus novelas se notan las costuras (1998 no es ninguna joya estilística), como si el autor hubiese aprendido a escribir precisamente a la antigua: escribiendo y publicando, y no en un taller de escritura creativa como en nuestros tiempos. De modo que también podríamos ver el final (¿forzado?) como una salida azarosa y espectacular a un laberinto sin salida. ¿Qué otra cosa podría haber de final alternativo sino más descalabro? No existe final feliz hollywoodense en la balcanización del alma y del espíritu.
Notas
1 Orlando Araujo en Narrativa Venezolana Contemporánea (Editorial Nuevo Tiempo, 1972) plantea una problemática genealógica conocida de la narrativa venezolana: ¿cuál fue la primera novela venezolana? ¿Peonía, Zárate o Los Mártires? A partir de este interrogante, Araujo se ubica en la creación contemporánea y observa dos posibles caminos a tomar: el de Rómulo Gallegos o el de Armas Alfonzo, cuestión que nos recuerda, en una suerte de ejercicio de literatura comparada, al génesis planteado por Ricardo Piglia en la literatura argentina, que también tiene un posible origen en dos formas: la de Jorge Luis Borges y la de Roberto Arlt. De algún modo, Araujo y Piglia dialogan en el tiempo, puesto que el mismo Araujo plantearía más adelante en el libro en cuestión: “…el estrecho proceloso de la narrativa latinoamericana, incidit in Gallegos quae evitare Borges…”.
2 Está el caso del gobierno francés con el Red Team Defense, un grupo de intelectuales y artistas que apoyan a las fuerzas armadas con el propósito de imaginar y proyectar escenarios de ciencia ficción. También podemos mencionar a Max Brooks, autor famoso por sus libros sobre la amenaza zombi que le han hecho notable y que al mismo tiempo es asesor de seguridad en Think Tanks estadounidenses en materia de escenarios apocalípticos.
3 Se podría hacer un paralelismo entre el CAP de la ficción secuestrado y llevado en helicóptero a Los Monjes y el Chávez de la vida real que tras el golpe de Estado en 2002 fue trasladado a La Orchila. También se podría establecer un paralelismo entre el gobierno paralelo de Juan Guaidó y la incapacidad de la clase política de ponerse de acuerdo para garantizar la estabilidad política, institucional y económica del país.
4 El papel de la colección ElDorado en la literatura venezolana es comentado por Alexis Márquez Rodríguez en la conferencia «La función de la editorial Monte Ávila en el proceso de la literatura venezolana» que puede encontrarse en el compilado Literatura venezolana hoy. Historia nacional y presente urbano de Karl Kohut (Iberoamericana Editorial Vervuert, 1999). Márquez Rodríguez también dedica un capítulo completo a la obra de Herrera Luque en Historia y ficción en la novela venezolana (Monte Ávila Editores, 1990). Llama la atención que en dos balances importantes de la literatura venezolana, como es el caso de Panorama de la literatura venezolana actual (Alfadil, 1984) de Juan Liscano y Narrativa Venezolana Contemporánea (Editorial Nuevo Tiempo, 1972) de Orlando Araujo, no haya comentarios a la obra de Herrera Luque.
El suero de la inmortalidad versus el tercermundismo y sus balcanizaciones… Extraordinario, Miguel…