Los luchadores de sumo hacen de la digestión una prolongada y placentera terapia de sueño, los burócratas una siesta; multiplicamos por dos un día laboral.
Veintitrés pisos, cuatro marrones claros y una larga cola para subir al ascensor eran parte de la rutina. La misma yincana podía repetirse tres o cuatro veces al día, hasta que apareció, pública y notoria, la máquina italiana de café con espumador de leche. Aquello casi le costó el cargo al director de gestión humana por hacer de la entrega un acto caritativo de la patronal. Desde entonces, el barismo entró a mi vida como una “vocación religiosa”, dice mi coach, y estuvo presente las veces que llevé el café de la cocina hasta el despacho, en los años que me gané la confianza y el respeto del vice.
Si no fuera por la cafeína y este torso, créanme, no estaría en la jugada. La grasa corporal que me acompaña desde siempre, terminó de prótesis para un músculo político atrofiado. Mi capacidad en la resolución de conflictos es la misma ilusión óptica que mascullan estos 207 kilos, sin probidad ni talento, una cábala para la numerología gerencial, el peso que soporta un cargo de confianza.
En la escuela me llamaban Plátano. Ser el gordo grandulón con tetas tenía su privilegio, podía estar paralizado de miedo dentro de este carapacho de seguridad en sí mismo y nadie lo notaba. En la dirección de mantenimiento habría preferido el mismo símil con la botánica, solo en el mundo del hampa Plátano podría ser alguien, pero me cambiaron el apodo por “Ojitos de peluche”: los párpados caídos delatan la dócil personalidad de alguien fácil de convencer. Sin embargo, las cosas fueron cambiando drásticamente después del curso y el nombramiento de escolta, chofer, asistente, “para peo” y finalmente testaferro: ¿Quién Papi, quién con cinco “mioncas” importadas en medio de esta mamazón?
Mi anillo de grado tiene un brillante azul y alrededor se inscribe TSU en Administración de Empresas. Mi anillo de seguridad lo conforman cinco ex funcionarios que dicen ser mis guardaespaldas. Sobre un geiser de Coca-Cola en el estómago de Yokozuna, así también me decían los hijos de putas, surfeaban mis aspiraciones.
Luego de titularme en tiempo récord, comprando créditos, digamos que los profes también necesitan comer, terminé haciendo las pasantías en uno de los entes adscritos al ministerio, donde de la noche a la mañana sería el nuevo administrador.
Con órdenes de pago sin presupuestos, los primeros proveedores pasaron de socios comerciales a ser los padrinos mágicos. Los pedidos superaban el stock de sus almacenes, mientras que en los míos no cabía ni un bombillo.
Remozar la infraestructura, arreglar la vialidad, sustituir bienes nacionales, restaurar o construir, no tenían desperdicio. Cuando le pelas los colmillos a las oportunidades, estas empiezan a mostrarse solas. La mantequilla no es solo un plan de crédito sin límites de pagos, un contrato sin licitación, un jugoso presupuesto o una lavadora de capitales, es, también, las náuseas y la indigestión que me producía comer vísceras de pollo. Uno escoge, si la prefiere resbalando por el teflón de una sartén caliente o por el medio de las nalgas. Encriptada en la jerga de la mordida, y en aquello de que “lo importante es llenarse”, contratistas y suministros, a todos se les untaban las manos y les tenía el tanque full.Hasta el día que fui capaz de diferenciar las rosetas de los tulipanes en el arte del latte, me había convertido en el dueño de una franquicia, en una cadena de cafés que sincretiza la tradición con la eficacia del fastfood.