La niña Argelia
Las matas de cacao respiran por todas partes, pero especialmente por la raíz, lo mismo que la mujer. El cacao está rodeado siempre de barro espeso y serpientes, lo mismo que la mujer.
Argelia Mercedes nació en un fundo de seis hectáreas en Río Chico. El mejor cacao de Venezuela (que es decir del mundo) germinó allí en la arboleda de su padre, el coronel Pedro María Laya. La niña cayó de su mata al pantanal culebrero que es la vida. Mazorca peculiar la muchacha.
Hija de un coronel enguerrillado contra Gómez, y de Rosario López, mujer “robada” por ese “montonero”, Argelia nació bajo un cielo de incendio, el 10 de julio de 1926. Aquellas hectáreas de cacao, en excelentes condiciones, apenas daban para que la familia comiera.
Nació cerquita del mar. “No era nadadora, pero en caso de naufragio, Argelia no se ahogaba”, diría su hijo mayor casi 92 años después del primer llanto de la nena. Yo quise ver en esa frase una perfecta metáfora del espíritu de Argelia: “en caso de naufragio, no se ahogaba”.
Le gustaba una fruta que pocos conocen, catigüire, carnosa como la guanábana. El árbol que la da alcanza los cuarenta metros de altura. Cuando la niña salía del fundo, atravesaba un río comiendo catigüire o mucílagos de cacao.
Tuvo una infancia como la de tantos niños de su tiempo, signada por los coñazos. Palo parejo por cualquier cosa que hiciera, palo si no hacía, palo si mostraba intención de hacer o no hacer lo que querían que hiciera o no hiciera. Palo arriba. Palo abajo. Luchas por todas partes: fuera de ella, dentro de ella.
Todo era lejos de su casa. No había una escuela cerca entre tanto montarral. Los vecinos más próximos estaban a un kilómetro, y caminando todo es mucho más lejos. De modo que empezó a estudiar ya grandecita, pero una vez que empezó no paró nunca.
Cuando muere su padre, debe irse de Río Chico con su mamá y sus hermanos. En plena década de los cuarenta se van a engrosar la legión de pobres que habitaban la capital. Cinco personas en un solo cuarto alquilado. Cinco voces para una sola algarabía. Cinco silencios para un solo aturdimiento.
Quiso estudiar y estudió. Con 19 años ya era maestra, de hecho, la mejor de su promoción. Una maestra con ganas de enseñar a restar y sumar de modo convencional, pero también de otras maneras, restar para que diera más, sumar hasta que diera menos, por ejemplo; leer de modo convencional, y también al revés, leer para desaprender lo que perjudica el juicio.
Le interesaban demasiado sus angustias y las de otros. Era inevitable que intentara primero entender y luego subvertir el orden de las cosas. ¿Cuánto tiempo hace falta para que alguien sensible y curioso perciba lo destartalado que está el mundo?
La maestra Laya
Antes de los 20 años Argelia empezó a militar en la Acción Democrática de principios de los cuarenta. Ella: mujer, pobre, negra, jovencísima. Recién superada una dictadura hito entre las dictaduras del trópico latinoamericano, fuente de inspiración incluso para escritores de realismo mágico. Sí. Definitivamente: mazorca peculiar la muchacha.
Luego, cuando Rómulo Gallegos es derrocado, Argelia siente que AD está perdiendo su esencia popular y no duda en abandonar sus filas e incorporarse al Partido Comunista. Tenía claro lo que no quería: más elitismo, racismo, miseria para muchos, discriminación, desigualdad. ¿Lo que quería? Se lo iría aclarando el camino.
Cuando la vida le asesta uno de los coñazos más duros, tenía 21 años. Fue con su hermano a una fiesta y un hombre abusó de ella, José Antonio Guevara se llamaba el tipo. Hay que nombrarlo para que resuene siempre en el salón de la ignominia. Le echó al trago de Argelia una píldora de yohimbina, así lo narró ella misma al hijo que aquel trance le dejó.
Fue abusada por un hombre, como tantas muchachas de todos los tiempos, los de antes y los de hoy. Quedó embarazada y decidió parir sola. El 23 de abril Argelia parió a su mejor amigo, a su confidente, a su yunta, parió a Pedro.
Entonces era maestra de la Escuela Gran Colombia, y deciden despedirla por no estar casada. La despide el Ministerio de Educación. Poco importó que sus calificaciones de egreso hubiesen sido las más altas. ¡Qué horror que una maestra soltera esté embarazada!, comentaban los pasillos puritanos.
Argelia dedicó sus meses de gravidez a recuperar el derecho a enseñar. Pedro se gestó en el fragor de aquella guerra. En un mismo vientre el niño y la dignidad de una mujer, ambos incubados al mismo calor. Y Argelia gana. Pero del único modo posible. Le asignaron una escuela que existía solo en papeles. ¡Vaya tarea para una maestra recién parida!
Junto a una mata de uva’e playa en La Guaira, ella levantó la escuelita, una sola aula, donde daba clases a estudiantes desde 5 hasta 21 años. De día era maestra, de noche era estudiante. Estudió Filosofía y Ciencias de la Educación. Día y noche madre, día y noche mujer en hervor de ideas.
Se casó con un compañero de militancia del Partido Comunista con quien tuvo tres hijos, todos varones. 20 años duraría esa juntura. Muchas cosas no estuvieron bien, nada bien. De todas aprendió Argelia que los hombres debían ser desatornillados del machismo, lo mismo que las mujeres.
La comandanta Jacinta
Quizá era noche sin luna, cielo tapado, cuando decide sumarse al Frente Guerrillero Simón Bolívar como la comandanta Jacinta. O más bien un día esplendoroso, amarillísimo. Lo cierto es que Argelia sería la comisaria política responsable del Partido Comunista en las montañas de Lara a mediado de los años sesenta. Ella fue la jefa política y Argimiro Gabaldón el jefe militar.
Pedro se incorpora con apenas 16 años, sin permiso de su madre, a las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional, terco y luchador como Argelia. Los hermanitos menores se quedan con la abuela Rosario.
La comandanta estuvo en las montañas, lejos de todo, cerquita de sí. Pedro la conectaba con el mundo. De cuando en cuando venía. En Navidad, cargado de hallacas recién hechas por la abuela, se las llevaba monte adentro. El 24 y el 31 de diciembre Argelia comía familia buena en hojas de plátano caliente, y dormía con buen sueño.
De las montañas baja más grande. Argelia siempre fue una mujer grande, nada logró hacerla chiquita. Nadie logró hacerla chiquita. Siempre dijo lo que tenía que decir muy bien dicho, delante de quien fuese y a quien fuese.
A sus propios compañeros de lucha les incomodaba el picor de sus palabras, el ardor de sus ideas. Ella peleó contra un gran enemigo, el sistema, y contra sus aliados de combate, víctimas de la lógica que obliga a los hombres a odiarse entre sí, a alcahuetearse desmanes y a destrozar mujeres.
La negra Argelia tenía un poder de convocatoria apabullante. El ejemplo más emblemático es cuando se postula como presidenta del partido Movimiento al Socialismo (MAS). La mayoría de los dirigentes confiaron que Argelia no ganaría. El resultado fue abrumador, una avalancha de votos la colocó como primera líder de aquella maquinaria política.
Es extenso su desempeño en el ámbito político de una Venezuela ávida de participación popular, pero signada por la represión y la violencia del poder. Argelia fue cofundadora y secretaria de la Organización de la Unión Nacional de Mujeres de 1946 a 1958; secretaria general de la Unión Nacional de Mujeres de 1958 a 1968; organizadora y secretaria general de la Legión de Mujeres Nacionalistas; vicepresidenta del I Congreso de Mujeres Venezolanas en la década de los sesenta; fundó la Coordinadora de Organizaciones no Gubernamentales en la década de los ochenta.
Fue miembro de la Comisión de Cooperación con la Comisión Interamericana de Mujeres de la Organización de Estados Americanos (OEA), Capítulo Venezuela; Asesora del Instituto de Estudios Transculturales de la Mujer Negra y del Programa de Salud Integral de la Mujer desde la Perspectiva de Género del entonces Ministerio de Sanidad y Asistencia Social. Su participación en seminarios, conferencias, encuentros académicos de diversa característica, es innumerable.
Sin embargo, la Argelia pública era extensión de una más profunda, raizal, la Argelia íntima. Sus ideas e inquietudes fundamentales respecto a la posición de la mujer en el mundo no las sacó de libros ni de postulados teóricos ni de pensadoras destacas de la historia. Surgieron en el chinchorro en el que se acurrucaba junto a su amiga más cercana, su comadre, su amada Josefina Jordán.
Balanceándose ambas y desmadejando conversas, la negra Laya iba entendiendo que la sociedad nueva, la que ella deseaba, exigía una mujer distinta, mujeres libres de roles que no derramen de sus cuencos agua machista sobre el mundo, no solo dadoras de vida, protectoras, cuidadoras, curadoras, sino mujeres que enseñen a sus hijos a ser hombres nuevos, independientes, respetuosos.
Argelia veía y vio siempre la importancia de la educación. La contaminación ideológica fue su gran angustia teórica, de eso conversaba largamente con Ludovico Silva, entre tragos o sin ellos, ambos con el mismo escozor de entendimientos y dudas.
La mujer, la madre, la amiga
Un día común de Argelia, la grande, la hermosa, comenzaba a las 5 de la mañana haciendo ejercicio. Una hora de ejercicios matinales, en la sala de su apartamento en El Valle. Siempre madrugadora, disfrutaba desayunar flores de árnica.
Cada tres semanas alquilaba una casa con sus amigas más cercanas en Tacarigua de La Laguna. Cuidaba sus quereres al abrigo de las faldas de la madre mayor: la mar.
Cocinaba para sus hijos, con sus hijos. En la cocina también creaba: sabores, texturas, dulzores y amargores. Los callos a la barloventeña salieron de sus manos. Un día de buenaventura se le ocurrió cocer unos trozos de panza de res en el guiso que sabía preparar para las hallacas navideñas, en una olla de barro. El resultado fue un portento para dioses gordos y sibaritas. Solo los domingos no cocinaba, se dedicaba a escribir.
Solía viajar con Pedro hacia la tierra donde nació y le pedía detenerse por los caminos para arrancar flores y masticarlas. Le gustaban las yerbas. Le encantaba perfumarse y usar zarcillos solitarios. Disfrutaba comer lebranche en leña de mangle, y alucinaba de alegría si la leña era de naranja.
Llegaba a todas partes con una canción, llevaba la música dentro y bailaba los tambores a ritmo de océano dormido.
***
Los cacaotales deben resembrarse cada 70 años, así de amplio es el círculo temporal de esa mata prodigiosa. Argelia vivió 71. Vivió su tiempo perfecto. Un cacao excepcional que dio grandes y majestuosos frutos.
Cuando Argelia murió, por los caminos que mucho recorrieron juntos, a Pedro le daban el pésame “por la muerte de su señora”. Él sonreía con nostalgia y aclaraba que había perdido a su madre. “Uno sí piensa cosas”, admitió pensativa una señora que vendía cachapas.
Su ombligo está enterrado en el fundo donde nació, entre una mata de perita y una de limón. Se me metió entre ceja y ceja que debo ir y sentarme calma sobre esa tierra bendita por su carne.
Que mujer y que hermosa forma de narrar
Gracias, Sandra! <3
Ay! qué bonito homanaje a Argelia…cuando sea grande quiero escribir como tu mi Yanu
Qué bella! Gracias por leer y por comentarme tan lindo! Abrazote <3
Tus palabras son un portal que nos lleva a encontrarnos con Argelia… Gracias por la oportunidad de hacerlo, abrazos