Sentado sobre la alfombra, hojea un álbum de barajitas. Humedece los dedos con la punta de la lengua con agilidad. Las uñas, como largas navajas color neón, separan el plástico de la pega de la postal que ahora pasa al librito. Ya casi está completo. Alrededor, una torre de tazos se derrumba, mientras otra flota y envejece, sumergida en una copa de champagne que quedó de la noche anterior. Las burbujas suben y mueren sobre la orilla espumosa que ya no le divierten.
Benito hace tiempo y espera que amanezca, mientras una rubia sueña con cascadas de Moet. El sol está a punto de salir, no hay estómago para tomar café. Quizás sea hora de escribir para darle dimensión al vacío. «Miami siempre me gana, cabrón». Pero justo ahora está en paz. Llenando el álbum, lanzando tazos. Esperando que la vida que le prometieron y no está, no duela tanto. Pactando con la que le tocó vivir y dejándose estar con la nostalgia.
Es difícil precisar qué fue lo que se torció en el camino. Por qué la realidad parece ser tan insuficiente. Su vida es la representación más exacta de las canciones que construyen y sostienen el sueño urbano, la épica del trap. Es la mutación –hacia algo más sofisticado– de lo que inicialmente propuso el reggetón: tan intensa como vacía. No hay tanta vida vivida con 25 años para extrañar tanto, se pregunta. Por eso es que Miami siempre le gana.
La nostalgia del Conejo Malo comenzó con la era de la inmediatez: con la felicidad reducida a la facilidad de los likes y el vertiginoso crecimiento de las reproducciones en YouTube. Y en cómo todo eso lo fue llevando a un estilo de vida sin “no disponibles”. Las puertas, de cualquier parte, se iban abriendo bajo el pulso de su paso. Todos caían seducidos a la maldad que anuncia, sin sospechar que el Conejo en realidad es bueno. Demasiado bueno. Demasiado permeable a la velocidad con la que gira el mundo. Completamente vulnerable a los cambios de temperatura social, al ritmo acelerado de la realidad. A la crudeza de la adulación y al vacío de una cantidad infinita de likes que no curan la soledad.
¿Por qué nadie le avisó que crecer es una trampa? Por eso, mientras la rubia duerme y sus dedos envejecen, remojados sobre una copa de champagne, Benito garabatea en un cuaderno frases que le den forma al caos interior. Escribe sobre papel y usa plumas de colores, porque alguien que tiene la paciencia de pintarse las uñas, mantiene la misma relación con el tiempo para escribir y no teclear punchlines.
Y entonces, mientras aspira uno de esos cigarros que ya no dan tanta risa, viaja, recuerda cómo sonaba la infancia. Retrocede y se queda en la secuencia del mundo cuando era menos complicado: en el sonido del Game Boy, la textura de las teclas, el movimiento rápido en los dedos. Vuelve a la dinámica de los cassettes, de cuando Shakira vivía su propia melancolía y se dejaba el cabello largo con las raíces rojas.
Y fue por ti que escribí más de cien canciones
Y hasta perdoné tus equivocaciones
Y conocí más de mil formas de besar.
Qué buenos tiempos, piensa. Todo era más simple. Menos expuesto, cree. Pero no hay manera de saberlo. Entonces vuelve y recuerda y entiende que nada, de verdad, nada, se siente igual. Que ahora todo es distinto. Que crecer implica un cambio de juego, una movilización involuntaria. Que hacerse va de salir de casa y empezar a vivir en un avión. Que quien diga que no tiene tanta vida vivida para extrañar tanto, no entiende cómo funciona la nostalgia. No sabe que es un término inventado, que no es tan antiguo como pensamos. Que es un dolor, un vacío, un muñón en alguna parte del alma que a veces opera sin necesidad de moverse. Está ahí, latiendo en algún lado de nuestro caos interior, mientras jugamos tazos sobre nuestra cama, sin movernos. Incluso, estando varados en nuestra propia ciudad, rodeados de todo lo que nos es familiar. O al otro lado del mundo, casi solos en una habitación de hotel en Miami.
Lo que nadie le ha dicho a Benito es que la nostalgia es esférica y es insoportable porque nos hace extrañar lo que no somos. Por eso es imperativo que alguien le explique, por favor, que Pessoa dijo que «no hay nostalgia más dolorosa que aquella de las cosas que no han sido nunca».
O mejor déjenlo quieto jugando tazos que ya salió el sol.