Esta semana al fin pude echarle un ojo a esta película, desde el año pasado la he querido ver, porque aparece Ricardo Darín y también por el contexto en el que se ubica la historia que nos cuenta Sebastián Borensztein. Esta película argentina es una comedia de principio a fin, con chistes muy locales, pero que francamente no se necesita ser argentino o saber de la historia argentina para captarlo y reír.
Ahora bien, la película en sí no es una obra maestra, pero es lo suficientemente entretenida y logra darle un fin a los objetivos que se les fijaron a los personajes que aparecen en pantalla. La idea de la película es contar una parte de la historia de la Argentina de principios del milenio con el corralito de 2001 y cómo muchas personas fueron afectadas por esto. La excusa para mostrarnos este hecho fue el de crear una historia al estilo “película de robos” en la que un grupo de “perdedores o giles” –que fueron parte de los afectados por el corralito–, tienen un plan para recuperar el dinero que les ha sido robado. Y lo logran.
Espero que no les importe el spoiler, porque lo cierto es que esta película y su cierre se sienten como una reivindicación a todos aquellos que han sido afectados por eventos que escapan, en algunos casos, de sus propias manos y que les cambian la vida por completo. La Odisea de los Giles es un llamado a no bajar los brazos, un llamado a actuar ante la injusticia y también a la ridiculización de aquellos que diariamente nos ridiculizan.
La Odisea de los Giles es mi excusa para hablar de algo que todo el mundo sabe, que muchos conversan y que al final, igual nadie termina de romper. El cine venezolano es un cine complaciente, al menos en la actualidad, un cine binario que retrata a personajes muy buenos, al punto de dar lástima y a personajes muy malos, al punto de que los realizadores se convierten en los primeros que los juzgan.
Un cine que siempre ha dependido del dinero público para poder realizarse y que actualmente depende muchísimo más, lo que irremediablemente termina haciendo que algunos realizadores terminen autocensurando su propio trabajo o escapando a la posibilidad de hacer una película que relate un suceso reciente o simplemente que nos relate una historia a través de cosas que suceden en nuestra sociedad actual.
Por ejemplo, en 2005, la película Secuestro Express de Jonathan Jakubowicz era censurada porque hacía una crítica directa a la sociedad venezolana de principios de siglo, cosa que yo no comparto tanto, pero lo cierto es que fue atacada al punto de que el que fuera vicepresidente para ese entonces calificó la cinta como “miserable y sin nada artístico”.
En un caso más reciente de censura está El Inca, el biopic sobre el exboxeador Edwin Valero, que en el 2016 fue censurada después de que los familiares del exboxeador hicieran una denuncia alegando que “la película perjudicaba la figura del fallecido”, denuncia que, además, fue admitida por un juez que aparentemente nunca vio la película.
Bajo estos hechos históricos y también el contexto de crisis existente en Venezuela actualmente, el cine de ficción no parece tener realizadores y proyectos con los que construir una idea (crítica), ya sea desde la comedia, el drama, la acción u otro género.
Entre la dependencia a los recursos, el miedo a la censura y quizá las pocas ganas de hacer una película que nos confronte como sociedad, el cine venezolano sigue repitiéndose y llevando productos que francamente sirven para alimentar los egos de quienes los realizan. En ese sentido, falta mucho para que logremos nuestra Odisea de los Giles, pero yo soy un optimista y espero que llegue, aunque al final no nos riamos a carcajadas.