Abro la puerta de la discoteca para dejar salir a los últimos clientes y veo al chileno. Protegido de la lluvia bajo un portal, espera por Manuel. Cierro la puerta. Manuel está recostado de una de las paredes de la discoteca, fumando. Agarra el cigarrillo como suele hacer: con el índice y el pulgar, formando con los tres dedos restantes un abrigo protector sobre el pitillo. Le cuento que el chileno lo espera en la calle. Manuel es un tipo grande, pero el chileno debe sacarle al menos quince centímetros y debe pesar veinte kilos más. Manuel le da una calada a su cigarrillo y hunde la cabeza en el cuello como suele hacer cuando ya no queda más remedio que pelear. Tiene los ojos puestos en el piso. Parece sopesar la situación. Pasan unos segundos. Le da otra calada al cigarrillo. La llama revive unos segundos y luego se extingue. Suelta el humo por la nariz. Para mañana es tarde, dice. Deja caer el cigarrillo, apaga la llama con la suela del zapato y sale. Lo sigo.
El chileno está en medio de la calle, bajo la lluvia, calado hasta los huesos. Cuando ve a Manuel aprieta los puños de las manos. No hay un alma en Nou de Sant Francesc. Solo se escucha el repique atronador de los goterones estallando en el piso. Manuel se va directo hacia él. Un derechazo que impacta por encima del pómulo lo detiene en seco, trastabilla, recula y vuelve a la carga. La izquierda del chileno pasa rozando su nariz. Manuel lo agarra por el antebrazo y se lo saca de encima. El chileno pierde el equilibrio y ofrece el flanco. La izquierda de Manuel se incrusta en las costillas, la derecha se hunde en el cuello. El chileno cae al suelo, gira sobre sí mismo y se pone en pie de un salto, con tal rapidez y agilidad que pareciera que los golpes no hubiesen hecho mella en él. Logra engarzarse a Manuel sin recibir mucho daño. Ahora ruedan por el suelo entrelazados en un abrazo furioso. Se golpean mutuamente. Golpes cortos y secos que casi siempre dan en el blanco. La lluvia arrecia, se ha convertido en una cortina de destellos plateados. Nou de Sant Francesc es un tubo acústico. El ruido del agua es ensordecedor, el chapoteo de los cuerpos revolcándose en el hedor del agua estancada, el jadeo, los puños golpeando la carne se esparcen a lo largo de la calle en un latigazo continuo. Y las colillas mojadas pegadas a la ropa. De vez en cuando un relámpago ilumina los cuerpos enraizados. Luego el trueno que rebota en las paredes. Y de la misma forma violenta en que comenzó, se acaba. Los cuerpos jadeantes y magullados se separan. Yacen perplejos uno junto al otro. El primero que se pone en pie es Manuel. Tiene un moretón negro alrededor de su ojo izquierdo y el párpado cerrado por la inflamación. El chileno se sostiene el costado con una mano, justo en donde tal vez un golpe de Manuel le haya roto alguna costilla. En la parte trasera del cuello puede verse una protuberancia del tamaño de una pelota de tenis. Se miran unos segundos sin decir nada, luego Manuel le tiende la mano. El gesto me sorprende. Esperaba un desenlace distinto después de haber presenciado aquella lucha despiadada y épica bajo la lluvia. Sin embargo, el chileno reconoce el gesto. Ahora ambos están de pie y caminan juntos hacia la discoteca. El chileno cojea levemente. Me pongo a un lado para dejarlos pasar. Desde la puerta veo el rastro de agua que van dejando mientras caminan hacia la barra.
Ha dejado de llover.