Mónica corrió a resguardarse de la lluvia atravesando los chorritos aislados que bajaban del paraguas. Cuando entró en él, la sorprendió el espacio seco y pequeño. Por alguna razón sintió penetrar una habitación inesperada.
Paraguas close up
Sol Linares
No es mentira que en el libro de Sol Linares que vengo a comentar La silla cruza las piernas. El título no es una estrategia efectista o de simple naturaleza retórica. Es preciso atisbar mucho más allá de su horizonte poético, resistir la fuerza seductora de la imagen, y atravesar los quince umbrales de acceso a las esferas que comportan en sí cada cuento, para reconocer que la materia narrativa está impregnada de la misma esencia del mundo de los durmientes: el disparate. “Una silla que cruza las piernas es una silla que piensa”, enunciará la protagonista del cuento que presta el título para coronar el conjunto de relatos.
Debo decir que remito con cautela de etimóloga al término disparate, cuya raíz permanece hundida en el verbo latino disparāre (‘separar’), y asevero que las historias publicadas en 2015 por Fundarte mantienen una prudente distancia con la razón, es decir: se realizan decididamente fuera de sus predios, separadas de sus reglas. Pero también llamo la atención sobre estas dos cualidades: prudencia y distancia; ambas concentran el arte, la potencia estética del artefacto que nos ofrece la autora.
La tensión casi perversa, por tanto exquisita, que escinde lo narrado de –lo que llamaré irresponsablemente– lo real, sin permitir la pérdida absoluta de las piezas en el espacio sideral de la locura, de la incoherencia o de lo fantasioso, esa tensión, digo, crea una burbuja de sentidos y asombros que cuestiona y desafía aquello excluido de ella.
Es posible que desde esa circularidad nos preguntemos: ¿qué desastre ocurre del otro lado, allende la cúpula de cristal que nos circunda? O, por el contrario, puede que necesitemos la “normalidad” abandonada apenas nos sumerjamos en el universo de Sol; eso dependerá del tipo de relación que mantengamos con el statu quo. Porque es innegable que pocos se sentirán cómodos desayunando en una mesa sobre la cual pendula el cadáver de una hermana que recién se ahorcó, por mucho que los comensales beban zumo de naranja y picoteen pan como si nada extraordinario sucediese (“Una mosca en el café”).
De cualquier modo, una vez dentro de las cápsulas que conforman los cuentos, “el otro lado” será “en realidad” este, desde el cual escribí una reseña y desde el cual usted lee; este, donde opera el orden convencional de las cosas; este donde jamás saldrá de la “profundidad de la peluca” robada de un director de orquesta “el verbo somnoliento de un oboe” [1]; este tan limitado y tan triste que nunca será el circuito de entrega de un beso a manera de postal, como si se tratara de traficar un paquete de afectos, como pasar de boca en boca una fotografía, un recuerdo, una húmeda confesión [2]; o en el que nos será imposible sentarnos en “El pupitre de un cínico”. [3]
Entonces, si volvemos a la propuesta –asomada líneas arriba– de entender cada relato como una recámara esférica, una burbuja –enfatizo ahora– con su propio oxígeno, y logramos la inmersión, experimentaremos un estado de vigilia condicionado por la voz narradora. Es como si esa voz instilara el narcótico que lleva a quien lee hacia salones del inconsciente (freudiano) y nos pasara hacia esa zona de atmósfera enrarecida desde la cual la escritora puso a trabajar su máquina creativa, su engranaje de pulsiones, su combustión de deseos.
Vale interrogar en este punto, ¿el inconsciente de quién?, ¿de la autora? ¿Asistimos como en un paseo turístico a un recorrido temático por la interioridad de una mujer que sabe escribir? Sí y no. El “sí” no me corresponde a mí ni explorarlo ni exponerlo, por muy atractiva que parezca la intimidad de una escritora, toda conclusión se desvanece en el territorio de la especulación y termina por aburrir. Pero el “no” conduce a un portento tremendamente interesante, porque es cierto que la literatura de Sol Linares abre bóvedas en el inconsciente de sus lectores, quienes estarán condenados a navegar dentro de sí mismos como pequeños moluscos luminosos.
Los personajes y situaciones de La silla cruza las piernas remueven capas sensibles a partir de lo que ilusoriamente son absurdos o sinsentidos. De manera que no estamos ante cualquier cadena de disparates, nos encontramos frente a un espiral de disparates bellos. Una ruptura lograda con esmero artesanal, con la obsesión de quien se extravió hace mucho en el gusto por la palabra y aprendió a labrar significados disruptivos, a levantar con ellos estructuras tan deslumbrantes como las ciudades invisibles de Ítalo Calvino y tan desasosegantes como los laberintos borgianos.
“Me gustan las palabras esdrújulas (…) Salen de la boca con todo nuestro aliento”, dice una de las personajes del cuento “Paraguas close up”. Ese regodeo en el lenguaje es una marca distintiva de los quince relatos de este libro y en general del estilo de la autora, y es ese regusto el que eleva las unidades narrativas a un límite que sobrepasa el gesto de contar y acaricia con dedos provocadores superficies poéticas:
Dijo el violín su aflicción, como diciendo por primera vez ‘soy el único violín que sufre’. Dijo cosas que penden de un hilo, no la de un amor solazado, sino la de uno incapaz de darse o aceptarse, la de un amor contenido para nadie porque nadie puede, así dijo el violín sus cosas cobardes, cosas de azúcar caliente, cosas de grito pisoteado bajo un poste de luz, de sábana rasgada, de alguien dolido que hace gárgaras y sufre.
Es una imprudencia arrancar enunciados de su contexto y exhibirlos sobre una mesa de disección, como traer una cola de lagarto sin el lagarto, como poner sobre el vacío un trozo que pareciera no tener antes ni después, sino que está obligado a mostrar su cualidad de hermosura mutilada. No obstante, el desatino sirve para dejar claro que incluso seccionando malamente las criaturas discursivas que habitan este libro, las partes siempre palpitarán vivas como corazones encantados.
No estamos hablando de “realismo mágico” ni de “lo real maravilloso”, se trata de un mestizaje ficcional que florece en un ecosistema pletórico de referencias literarias, cinematográficas, históricas y musicales que dialogan con la tendencia actual a la hipervinculación digital como andamiaje de sentidos, imágenes, impresiones, representaciones y símbolos.
A partir de estos universos, de aparente irrealidad, emerge una filosofía de lo cotidiano que se extiende y confronta ciertos fundamentos propios de la cultura occidental periférica. Podría decirse que mana una ética de la ternura y la honestidad que sacude la percepción con que acostumbramos a abordar temas que en estricto rigor son asuntos políticos, en tanto que entraman y sostienen las maneras de organización del aparato social: la feminidad, la diversidad sexual, la burocracia, la muerte, la infancia, la intelectualidad y sus cánones, la amistad, el amor, la locura.
Leer a Sol Linares da ganas de vivir de modo distinto, de romper amarras y echar a andar hacia lo que verdaderamente queremos, provoca ingeniar el mundo a través de los detalles.
Sus palabras no hacen que una mosca deje de ser mosca, sino que la nitidiza, la hermosea, la abrillanta, la sofistica, acentúa sus contrastes y la hace mucho más mosca de lo que alguna vez podrá ser.
Es posible que algo similar ocurra en la estructura psíquica de lectoras y lectores.
Referencias:
[1] “El pelo de Dudamel”, La silla cruza las piernas.
[2] “Te mando un beso con Norbert”, La silla cruza las piernas.
[3] “El pupitre de un cínico”, La silla cruza las piernas.