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Las dictaduras europeas de entreguerras controlaron el cine con mano de hierro, conscientes de su enorme poder propagandístico. Las películas oscilaban entre relatos épicos fundacionales de dudoso rigor histórico —del Imperio Romano a la conquista de América, pasando por la mitología de los nibelungos— a melodramas y comedias inanes que invisibilizaban el conflicto social.
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Derrotado el fascismo, los cineastas se lanzarán a levantar las alfombras para dejar al descubierto toda la podredumbre oculta: miseria, subdesarrollo, corrupción, abusos de poder… Los más beligerantes fueron los italianos. En 1943, aún bajo la dictadura, Visconti logró estrenar Obsesión, prohibida de inmediato por el régimen. Dos años más tarde, en una Italia ya libre pero absolutamente devastada, Roberto Rossellini filmaría la seminal Roma, ciudad abierta, sentando las bases del neorrealismo, un cine de denuncia que mostraba con la mayor veracidad posible el sufrimiento de las clases populares. En un giro pendular, lo que había quedado fuera de foco en el periodo de Mussolini ocupaba ahora el centro de la pantalla.
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En aras de ese naturalismo —y también porque los estudios habían quedado absolutamente destruidos—, los neorrealistas sacaron las cámaras a las calles para filmar a los personajes en su hábitat natural: “El cine es la vida misma”, sentenciaba Vittorio de Sica. Se optaba por actores no profesionales, preferentemente personas de las clases trabajadoras. El “solo el pueblo salva al pueblo” se transformaba en “solo el pueblo interpreta al pueblo”. El posicionamiento inequívocamente progresista del movimiento era evidente.
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Ladrones de bicicletas es el punto de inflexión neorrealista. De Sica ya no apuntaba al pasado reciente, sino a las urgencias de la actualidad: la dictadura ha desaparecido, pero pervive en todo su apogeo una estructura de clases radicalmente injusta. La búsqueda de una bicicleta robada, imprescindible para que el protagonista conserve su empleo, es el vehículo argumental en el que el director sube al público para un viaje iniciático por la Roma que nunca ve el turista: congestionadas barriadas periféricas sin los mínimos servicios básicos, como el agua; casas de empeño donde los pobres ven desaparecer sus escasas pertenencias; calles convertidas en almonedas al aire libre en las que no pocas mercancías son robadas; iglesias cumpliendo con la cuota de caridad para los más desfavorecidos a cambio de su devoción: el que va a misa, come; sótanos en los que se reúnen los sindicalistas al modo de los primeros cristianos en las catacumbas; consultas de videntes para desconsolados ávidos de consuelo; intrincadas callejuelas defendidas a muerte por sus vecinos como las hormigas defienden el hormiguero; estadios de fútbol donde cada domingo se olvidan las penurias de la semana, siquiera sea por noventa minutos… La película se convierte de esta forma en un valioso documento etnográfico sobre la vida en aquella época.
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De Sica no idealiza al pueblo. Los pobres se roban entre sí, pelean a brazo partido por un misérrimo empleo, hay timos y engaños, el trato con el semejante es áspero… Pero si no idealiza, tampoco juzga. Como señala el oscarizado director español José Luis Garci, en el neorrealismo no hay buenos ni malos, solo circunstancias. La víctima de hoy puede ser el ladrón de mañana. Por eso no es casual que el título del filme sea en plural, algo que no se respetó en la traducción en algunos países de habla hispana.
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A lo que sí está obligado el neorrealismo es a ofrecer una salida a los desheredados de la tierra, aunque sea un mínimo atisbo de esperanza. No es querencia por los finales felices, sino coherencia ideológica. No hay pensador escorado a la izquierda que no anuncie el paraíso en la tierra. Las soluciones en el más allá quedan para las religiones. En Ladrones de bicicletas, será el insobornable amor filial el que rescate al protagonista de su caída a los infiernos. La mano del hijo sostiene a un padre que se derrumba cuando se le niega la función de hombre proveedor que la sociedad de entonces le reservaba. El ego masculino fracturado y la imposibilidad de dar a la familia las condiciones materiales necesarias son una combinación demoledora.
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A finales de los cincuenta el neorrealismo estaba definitivamente amortizado. Las condiciones de vida habían mejorado sustancialmente (no por bondadosa concesión de los poderosos, sino arrancada a golpe de lucha por unos aguerridos sindicatos que se dejaron miles de muertos y presos en el camino). La audiencia ya no estaba interesada en unas historias que quería dejar definitivamente atrás. Fellini fue de los primeros en otear las nuevas tendencias. La dolce vita, su retrato de la sofisticada bohemia que había convertido las noches de Roma en una fiesta perpetua, batió récords de taquilla. En poco más de una década, el movimiento había dejado un puñado de obras maestras y una onda expansiva que llegó incluso a países aún en dictadura. En España, José Antonio Nieves Condes sorteó milagrosamente la férrea censura franquista con la durísima Surcos.No obstante, la llama del neorrealismo siguió ardiendo, aunque con menor fuerza, en la propia Italia, el lugar que junto con Latinoamérica mejor ha abordado el cine político. En los sesenta y setenta, francotiradores como Elio Petri rodaban con el carnet del Partido Comunista en la boca, dejando soflamas de alto octanaje como La clase obrera va al paraíso. Hoy en día, las trazas de los De Sica, Rosellini, Pasolini, Visconti o Lattuada se pueden rastrear en los contundentes aguafuertes costumbristas del Mateo Garrone de Gomorra y Reality o en la Trilogía Calabresa de Jonas Carpignano, feroz tríptico de una región en la que cohabitan una clase popular excluida, los sempiternamente marginados gitanos y la emigración africana, todos sobreviviendo a caballo de trabajos precarios, robos de más o menos enjundia y tráfico de droga. Para muchos, aquellos duros tiempos que Vittorio de Sica retrató en Ladrones de bicicletas no son algo del pasado.