





Hubo un tiempo en el que Hollywood era entretenimiento en estado puro. En la Gran Depresión de los años 30, el público inundó las salas para evadirse de una realidad dura y lacerante. A nadie le interesaba ver sus propias miserias reflejadas en la pantalla. Triunfaban los dramas amorosos de la alta sociedad, las comedias con personajes sofisticados y llenos de glamour, los musicales de lentejuelas y oropeles… Y las aventuras, muchas aventuras: en parajes exóticos, en tiempos ya pasados, en las llanuras del Oeste, en los siete mares. Bastaba con un bueno, un malo, una misión que cumplir y una dama a la que conquistar… Todo ello narrado a máxima velocidad: el cine de aventuras era simplicidad maniquea y ritmo vertiginoso.
Warner Brothers llevó la receta al paroxismo en su Robin Hood. Con un presupuesto de dos millones de dólares, fue su producción más cara hasta el momento. Todo debía ser un monumento al exceso, desde el castillo a tamaño real –el decorado más grande que se había construido nunca, la gran apuesta para llevarse el Oscar a la dirección artística– hasta el uso extremo del recién inventado technicolor a tres bandas, utilizando simultáneamente las únicas once cámaras con el novedoso sistema que en ese momento existía. Protagonistas y figurantes fueron vestidos con tonos encendidos en fucsia, verde, azul, dorado y rojo, resultando una oda al kitsch que firmaría sin dudarlo el Almodóvar más colorista.






Además del superávit presupuestario, la película contaba con varias bazas ganadoras. En primer lugar, su pareja protagonista. La química entre Errol Flynn y Olivia de Havilland les llevó a protagonizar hasta nueve largometrajes juntos. El trono de “la pareja” de la Edad de Oro de Hollywood solo se lo disputan Humphrey Bogart y Lauren Bacall y Spencer Tracy y Katherine Hepburn. Frente a ellos, villanos de altura como Basil Rathbone –quien posteriormente definiría el canon de Sherlock Holmes, al que encarnó en catorce ocasiones– y el invariablemente simpático Claude Rains, con el que Bogart cerraría felizmente Casablanca con una cita ya inmortal: “Louis, creo que este es el principio de una gran amistad”.
La banda sonora de Erich Korngold, premiada con el Oscar, sentó las bases de las modernas orquestaciones épicas. No hay una sola imagen que no esté subrayada por su música. John Williams confesó que le saqueó sin piedad para sus partituras más pegajosas, desde Star Wars hasta Indiana Jones. No es el único legado. El silbante vuelo de las flechas, al que dedicó meses todo el departamento de sonido de la Warner con ayuda de arqueros profesionales, fue el referente utilizado por Ben Burtt para las armas láser de la saga galáctica de George Lucas.
Para enderezar una locomotora que amenazaba con descarrilar se recurrió con carácter de urgencia a Michael Curtiz. Las primeras escenas, dirigidas por William Keighley, presentaban una falta de ritmo alarmante. Curtiz era una garantía de solvencia. El húngaro-estadounidense era el empleado perfecto del studio system, en el que el director era una pieza más del engranaje: la mayoría de realizadores se limitaban a rodar aquello que aparecía plasmado en el guion.
Estajanovista a tiempo completo, Curtiz facturó 180 títulos en medio siglo de carrera. Rodaba, entregaba y saltaba a otro proyecto con la ausencia de vanidad de un artesano, sin percatarse apenas de que iba despachando obra maestra tras obra maestra, desde Angels With Dirty Faces o Yankee Doodle Yankee hasta la quintaesencia del Hollywood clásico que fue Casablanca. Conviene acercarse a Las aventuras de Robin Hood con ojos infantiles, como en su día lo hicieron Steven Spielberg o George Lucas para actualizar el género. Tal vez sea tarea imposible. El cine ya no es inocente. El público, tampoco. Las películas de aventuras hoy son más trepidantes, más espectaculares, con más acción y más y mejores efectos especiales… Pero algo se perdió por el camino. Quizás ese contrato tácito por el cual la audiencia consentía en dejarse engañar por las películas a condición de que el engaño fuera fascinante y le permitiera viajar a mundos diferentes durante dos horas. Como hicieron millones de personas durante la Gran Depresión, pagando una entrada para ver a Robin de Locksley y Lady Marian luchar contra el malvado Príncipe John y su lugarteniente, Guy de Gisbourne.





