Me disponía a meterme en la cama. Antes, como era mi costumbre, prendí el televisor para echarle un último y rápido vistazo a las noticias del día. En ese momento me di cuenta de que algo andaba mal. Lo que vi me horrorizó. El mundo parecía haberse ido al garete. Las noticias eran espantosas. No es que antes fueran mejores pero había una suerte de contención, un orden, cierto decoro en el mal, en la descomposición. Parecía haber reglas que mantenían al caos en un cauce. Las que mis ojos veían ahora eran el desbordamiento violento del mundo, un aluvión de corrupción, mala leche, estupidez, enfermedades, muerte, plagas, guerras, fratricidios, pobreza, riquezas incalculables, dominio y humillación sobre los más débiles, desinformación, mentiras, soberbia, dolor, desinterés, destrucción exterminios, desolación. Eso solo podía significar una cosa. Y con esa convicción salté de la cama y corrí hasta el televisor. Le di la vuelta al aparato. Efectivamente: las ilusiones habían desaparecido. No perdí ni un instante. Decidí buscarlas. Sobre todo al encontrarme con la puerta de mi hogar entreabierta y en el suelo una ilusión rota, caída durante la huida.
No tomé en cuenta que a aquellas horas de la noche el toque de queda campaba a sus anchas y en la primera alcabala me detuvo una soldadesca soñolienta, aburrida y más que nada con muy malas pulgas debido, desde luego, a la insufrible dinámica militar a la que estaban sometidos. Traté de explicarles, hacerles entender la importancia de mi propósito. Las ilusiones han desaparecido. He de encontrarlas, les dije. En vano. La inteligencia militar (si tal cosa existe) no daba para tanto. Pobre bolsa, dijo un soldadito así de chiquito y escuchimizado que debería seguir mamando teta de su mamá y que, sin embargo, se encontraba aquí, realizando estas truculentas labores nocturnas. Bájate de esa nube, continuó; y levantando su fusil me disparó en el pecho.
Mientras caía pude observar que en el muro que se levantaba a mi izquierda se abría el portal a un pasadizo. Aprovechando la consecuente distracción de la soldadesca luego de la carnicería, corrí hacia allí y me interné en él.
Imposible precisar cuánto tiempo pasé en aquel pasaje oscuro y maloliente. Lo que sí tenía claro, lo sentía en cada célula de mi cuerpo, era que el tiempo se dilataba o se encogía según la velocidad a la que avanzara. Cuanto más rápido caminaba yo, el tiempo, por su parte, se aletargaba y parecía no transcurrir. Por el contrario, si disminuía mi velocidad el tiempo se aceleraba. Así que, puesto que llevaba prisa, caminaba despacio.
Dije que el pasadizo era oscuro y ahora me doy cuenta de que tal cosa es un eufemismo. Más preciso sería decir que el pasadizo era la oscuridad. Avanzaba a ciegas chapoteando en una sustancia pringosa que cubría el suelo. De vez en cuando llegaba hasta mí una brisa helada que se enroscaba en mi cuello y se quedaba allí unos instantes, girando, antes de alejarse quién sabe hacia dónde. Cada tanto, también, una voz sin sustancia me susurraba al oído the capitalism is the best o algo por el estilo. El pasadizo empezaba a parecerme ya bastante lúgubre sin que ahora tuviera que soportar clases de economía política.
En fin, en algún momento llegué al final del pasadizo y me encontré en una calle estrecha y deslucida en la que un grupo de poetas chillaba desaforadamente protegido de la torrencial luz del sol bajo una mata de mango. Aquellos poetas gritaban a una sola voz, como si fueran un solo organismo, expulsando una suerte de bilis desarticulada, impregnada de odio, una rabia etérea que subía por las ramas de la mata de mango e incendiaba los mangos maduros que estaban por caer. Sonaban más o menos así (o sonaba, puesto que se escuchaba una sola voz gutural, histérica, desdentada):
Incendiado solo quedan las cenizas.
Y ellos,
los burócratas piromaníacos,
volarán a otros paisajes.
De andar de puesto en puesto,
de góndola en góndola,
ahora solo queda un rostro,
maquillado o no.
Y nosotros
con la verdad en el pecho
(la única verdad, la nuestra)
le vamos a abrir heridas
a aquellos que pasaremos
por el paredón.
¡Venganza!
¡Venganza!
¡Venganza!
¡Venganza!
¡Ven gansa pa despescuezarte!
De esa guisa se desgañitaban los poetas mientras en la acera de enfrente, a las puertas de una licorería, otro grupo de poetas bebía y se burlaba de los gritones desmechados de este lado de la calle, y en general mantenían un tono de alegría aguada que parecía querer escurrirse hasta las alcantarillas. Decían más o menos así:
¡Vendepatrias!
Gansos no, gallos de la disociación
pulperos de la muerte
la patria es bella
y avanza a paso de vencedores
aquí no pasa nada
¿no ven que no pasa nada?
¡Ciegos!
Etcétera,
etcétera,
etcétera,
etcétera.
Así llevaban un rato cuando decidí plantarme en el medio de la calle y preguntar a viva voz, de modo que ambos grupos pudieran escucharme y así abreviar el tiempo, que no me sobraba, si habían visto las ilusiones huidas o si podían saber dónde se encontraban o qué rumbo habían tomado. La palabra ilusiones obró milagros en ambos grupos. A mi derecha se enfurecieron todavía más, si es que esto era posible. A mi izquierda, la mísera alegría precariamente prendida a las blandas carnes de estos poetas utópicos se deslavó por completo dejando al descubierto un manto freático del que se derramó agua olorosa a desesperanzada realidad.
El grupo de la derecha se dirigió a mí en los siguientes términos:
¿Ilusiones?
Las ilusiones son un fake new del comunismo.
No existen las ilusiones.
Solo hay dolor, tragedia, muerte,
un camino árido a ninguna parte.
¿Osas tú, mequetrefe, usar esa palabra tramposa?
Eres nuestro enemigo, entonces.
El grupo de la izquierda usó las siguientes palabras:
¿Las ilusiones perdidas?
¡Blasfemo!
¡Contrarrevolucionario!
Las ilusiones son estandarte de la patria
son sueño concreto
las ilusiones no se pierden
se conquistan
este es un país construido sobre ilusiones…
Bueno, aunque no haya sonado bien
es una verdad como un templo
y tú irás al paredón de los traidores.
Los poetas de la derecha salieron de la sombra protectora de la mata de mango y se plantaron amenazantes a pleno sol. Los poetas de la izquierda me lanzaron un par de botellas de cerveza, pero antes, vaciaron su contenido en el gaznate, porque el elixir no se desperdicia y mucho menos en un despreciable traidor como yo. Resumiendo, había fracasado en mi tarea. No solo no había averiguado qué había sido de las ilusiones perdidas, sino que había sumado enemigos a mi causa. Mi único acierto había sido poner de acuerdo a aquellos dos grupos, irreductibles, en lo concerniente a mi linchamiento. Yo debía ser barrido de la faz de la tierra. Ahora bien, no fueron los poetas patrióticos, cada uno desde su acera, quienes llevaron adelante la labor constitucional y libertaria. Fue un piquete de la policía antidisturbios quien se encargó de reprimirme y dispersarme con bombas lacrimógenas, rolazos y patadas en el culo.
Me alejé de aquella gente envuelto en la densa y quieta nube del gas. Desaparecí en ese mundo blanco donde resultaba imposible respirar. Caminé largo y tendido por aquella nada concreta. Caminé pesaroso y adolorido, sumido en terribles meditaciones. Pensé en ojos reventados, en cabezas disparadas, en marchas engañadas y en contramarchas contraengañadas. El sol, terrible, a manotazos abrió un boquete en el humo y me sacó de allí. Me dejó en la cumbre de una montaña desde la que se apreciaba la ciudad. El sol me gritó que observara, y yo observé. Y no vi nada. Me subí entonces a una cruz blanca sacudida por el viento. La cruz se bamboleaba sobre el abismo. Mis ojos como catalejos rastrillaban la ciudad. Ni rastro de las ilusiones perdidas. Sí vi humo oscureciendo el aire, llamas asomadas a las ventanas, lamiendo carne chamuscada. Escuché el trinar seco de las ametralladoras, arengas, gritos varios, súplicas, cornetazos y las campanillas del heladero.
Me descrucifiqué y decidí bajar de la montaña que empezaba a despertar de su letargo. Rodé ladera abajo, abriendo un surco en la selva, bañándome en humus, alimentándome de culebras y alimañas, reboté contra rocas metamórficas, caí por finas cascadas, me sumergí en pozos helados y quedé atrapado en una cornisa bañada por el agua. Viví allí un tiempo, añorando las ilusiones perdidas. Me masturbé bastante. Declamé. Hice amistad con las culebras y ya no las volví a comer. Me alimenté de raíces. Bebí mucha agua y me olvide del mundo. Entonces, escuché un taca, taca, taca, taca, taca, que se acercaba. Vi unas aspas girar enloquecidas. La tormenta de aire con su vozarrón caótico se batió sobre mí y puso a bailar la selva y obró el milagro de que el agua cayera hacia arriba. Luego vi el helicóptero que apareció frente a la boca de lobo del ramaje que se abría y se cerraba a dentelladas. Allí se quedó un buen rato, levitando y poniendo patas arriba con su escándalo y su pretensión de tornado el refugio que me había cobijado todo este tiempo. Parecía una presencia angélica que me traía un mensaje. Pero no habló. Del helicóptero surgió una escalerilla que cayó a mis pies. Pegada con teipe en uno de los últimos escalones una hoja blanca me informaba: Suba y agárrese fuerte. Subí y me agarré fuerte.
El helicóptero se elevó y se alejó de la montaña. La montaña rugió: un grito de piedra, astillas y barro, un lamento que surgía del magma seco de su corazón. Pero yo ni caso. Ya era tarde, me alejaba. Recomenzaba mi búsqueda. El helicóptero sobrevolaba la ciudad negra y desdentada. La muerte estaba allí entre escombros refulgentes. Corría y repartía banderitas en las muchedumbres. Se encaramaba en los edificios con agilidad de cucaracha y lanzaba macetas de hermosas flores sobre las cabeza achicharradas de las gentes. Tendía guayas de acero bruñido en las avenidas y luego se distraía coleccionando cabezas desmochadas. Reptaba en las marchas militares y en los piquetes policiales, sustraía rolos y armas largas y las introducía en culos sudorosos. Se extasiaba frente al placer de aquellos hombres y mujeres ante los actos violentos. Visitaba las enormes y lujosas casas donde el poder descansaba de sus arduas tareas, bebía güisqui del viejo, aconsejaba y daba palmaditas en la espalda. En las calles unos y otros se postraban ante ella, se bajaban los pantalones y le ofrecían sus cuartos traseros.
La muerte nos vio y se desgañitó a carcajadas. Su boca era un hueco negro e infecto. Nos siguió saltando de edificio en edificio como una pulga. Disparaba contra nosotros peos líquidos y huevos podridos. Podrida tú vieja enclenque y putañera, ciega y tísica. Se detuvo sobre el edificio más alto de la ciudad que de inmediato cogió fuego y se achicharró junto con los burócratas que en su interior perpetuaban el orden. Luego dio media vuelta y continuó con sus desmanes, su labor subrepticia de descomposición.
Sobrevolé los carcomidos muros de piedra fortificada del Palacio de las Blanquísimas Mofetas, que ya no era tan blanco y en el que las únicas mofetas que se vieron siempre fueron sus inquilinos, los que llevamos nosotros y los que lo ocuparon a la fuerza. Los zamuros salían volando por los balcones, daban unas vueltas indolentes y silenciosas sobre el palacio y se volvían a meter por los balcones. Allí pude ver al Patriarca y al Señor Presidente, uña y sucio, caminar entre los escombros del poder y tropezar con los huesos blanquecinos de sus muertos.
Aquellos dos sátrapas me vieron y me llamaron. Yo, que ahora conducía el helicóptero luego de lanzar por la borda a sus ocupantes originales por haberse negado rotunda y acomodaticiamente a prestarme ayuda en mi búsqueda de las ilusiones perdidas, decidí aparcar el armatoste a un lado del palacio y enterarme de qué querían los dos monos viejos que paseaban entre sus muertos. ¿Se lo cuido?, gritó un enano que rengueaba hacia mí desde el otro lado de la calle con un tobo en una mano y un trapo sucio en la otra. Cuando lo tuve cerca me di cuenta de que no era ningún enano, sus piernas eran unos colgajos flácidos que se enrollaban por debajo de la cintura y que no rengueaba sino que se deslizaba sobre una patineta. Cucaracha, para servirle, dijo cuando llegó a mis pies. Luego me preguntó si iba a palacio y sin esperar a que contestara me aconsejó que tuviera cuidado con aquellos dos, que últimamente andaban un poco fuera de sí, erráticos, intratables, no se podía fiar uno de sus cambios de humor, sin ir más lejos, el otro día se asomaron por la garita de la entrada principal y me llamaron, epa, Cucaracha, ven pacá, y me pidieron el favor de que les comprara unas empanadas de carne mechada y dos jugos de parchita donde Rufino. Yo fui porque la verdad es que me dan un poco de lástima, allí metidos todo el santo día, sin salir nunca, encerrados en su mundo pequeñito, aislados, volviéndose locos. Cuando regresé con el pedido tuve que tocar el timbre como una hora para que se dignaran a salir, y solo para decirme, muertos de risa, que ellos no habían pedido nada y que me largara o me echaban a los guardias. ¡Ja!, los guardias. Hace como un siglo que no hay guardias en el palacio. No se enteran. Se han ido de a poquito, espantados por la soledad y el olor a muerto. Estaban buenas las empanadas y el jugo, no lo niego, pero yo no soy millonario para darme esos lujos. Ni siquiera me pagaron. Cucaracha se puso a llorar desconsoladamente. Le di las gracias, unas monedas, unas cajas de comida que encontré en el helicóptero y entré en el palacio espantando a un zamuro que mataba el tiempo picoteando un hueso viejo.
El palacio resultó ser un loft de setenta y cinco metros cuadrados. Me perdí en un laberinto de pasillos de cuyas paredes colgaban cuadros rajados y enmohecidos de los próceres de la patria en posturas siempre heroicas o, por lo menos, en posturas de esas que resuelven los entuertos que amenazaban la estabilidad, el progreso y la subsistencia de la patria. Asombraba la cantidad de próceres por metro cuadrado que tenía la patria. Sin embargo, a pesar de ese montón de próceres con que contábamos, la patria se había ido al carajo. ¿Cómo era posible? ¿Cómo es que tal cantidad de insignes personalidades, de aguerridos luchadores, de astutos estrategas, de bondadosos y altruistas señorones no habían podido sostener la patria y ahora se pudrían en las paredes de un palacio desportillado?
Después de mucho caminar encontré a los carcamales. Fue por pura casualidad. Había empezado a sentir cierto malestar estomacal y buscaba con desesperación un baño. Y hete aquí que la primera puerta que abro es la del baño, ocupado por estos dos vejestorios que se entretenían jugando a los yaquis. En cuanto me vieron se pusieron en pie, con tan mala suerte de que el Señor Presidente pisó la pelotica y se fue al suelo y el Patriarca pisó los yaquis y se fue al suelo también. El baño era tan pequeño que cayeron uno sobre otro a mis pies y ahora se entretenían sobándome las batatas y jalando las perneras de mis pantalones como si fueran la cadena de váter. Se partían de risa los locos. Me los sacudí de encima a patadas y salí del baño. Los vejestorios salieron tras de mí. No se vaya, gritaban. No nos deje solos, gritaban. Me alcanzaron en un pequeño cuarto repleto de aparatos de tortura. Adosada a una pared, una gran equis de madera con argollas colgando de los dos extremos superiores y los dos inferiores. En el centro, una mesa en forma de cruz también con sus respectivas argollas. Látigos y fustas de los más diversos tamaños y colores. Vibradores. Muchos vibradores. Y una máquina con un tubo largo que terminaba en un pene negro de unos veintiséis centímetros. El Señor Presidente se paró frente a mí. No dejaba de hacer reverencias. Un divertimento sin importancia, dijo dándole unas palmaditas lascivas a un potro de cuero salpicado de manchas de cera de color rojo. Exactamente, no tiene ninguna importancia, dijo el Patriarca. Y luego, pellizcando las mejillas del Señor Presidente: Mi muchachito tiene sus inclinaciones. No le hace daño a nadie y nos la pasamos bien. Todos nos la pasamos bien.
La conversación fue interrumpida por una bomba que atravesó limpiamente el techo y se incrustó en el suelo, a pocos metros de nosotros. ¡Bombardeo!, gritó el Señor Presidente. ¡Corriendo!, gritó el Patriarca. Los viejos cagalitrosos, efectivamente, corrieron. Yo también corrí, desde luego. No era mi intención morir carbonizado en un cuarto de torturas sexuales en el palacio de Gobierno (o lo que quedaba de él). Además, aún no había encontrado las ilusiones perdidas. Aunque algo me decía que este par de vejestorios no iban a ser de mucha ayuda, decidí correr tras ellos.
Avanzábamos por una intrincada red de pasillos, cuando empezaron las explosiones. Las paredes temblaban y crujían. El suelo ondulaba y dificultaba el avance. ¡Contraataque, Señor Presidente!, gritó el Patriarca. ¡Exacto!, respondió el Señor Presidente. Salimos a un balcón. En el cielo, azulísimo, despojado de nubes, unos avioncitos dejaban caer sus bombas. Estas silbaban en el aire con alegría feroz y se incrustaban en el asfalto o en las paredes. Las pocas que estallaban soliviantaban al viento que se lanzaba contra nosotros y nos envolvía con su ardiente hedor. Pelotones de soldados avanzaban por las calles. No parecían saber a dónde ir. Caminaban adosados a las paredes de los edificios. De vez en cuando dos pelotones chocaban de frente y se armaba un reguero tal de soldaditos que luego resultaba complicadísimo saber qué soldado pertenecía a cuál pelotón y se pasaban horas contándose y peleándose antes de volver al orden. Un oficial se desgañitaba gritando órdenes e insultando, hasta que un obús le atravesó limpiamente el pecho. Todavía tuvo tiempo de verse el agujero antes de desplomarse, ya cadáver. Los pelotones volvieron a dispersarse. La filosofía militar de un solo cuerpo y una sola mente estalló en lugar de la bomba y ahora cada quien corría exclusivamente por su propia vida. Un tanque ascendía por las escalinatas principales del palacio y embestía contra la vetusta y recia puerta de entrada. La puerta resistía heroicamente los embates de la máquina de acero. El Patriarca y el Señor Presidente vitoreaban y daban ánimos. El tanque retrocedió a prudente distancia, giró la torreta y apuntando con su largo cañón voló la puerta en mil pedazos. Luego avanzó y quiso entrar al palacio, pero se quedó atascado en el vano humeante. Los carcamales aprovecharon para hostigar al tanque con unas bombas de agua que tenían almacenadas en un cuñete de pintura.
Entonces todo reventó. Se escuchó un fuerte crujido, como cuando se parte una galleta, en este caso una galleta tan grande como la montaña que se cernía sobre la ciudad, gritos de asombro, seguidos de gritos de terror, la risa hedionda de la muerte. El par de cobardes decrépitos corrieron al interior del palacio y cerraron el ventanal del balcón. Me habían dejado afuera. Apareció Cucaracha. Avanzaba sobre su patineta esquivando las bombas que caían a su alrededor y las balas que surcaban el aire. Se detuvo debajo del balcón y me hizo señas de que me lanzase. La altura era considerable, pero no tenía nada qué perder. Ya estaba más muerto que vivo. Cucaracha me recibió en sus brazos, fortalecidos luego de años usados como motor de su patineta. Al helicóptero, Cucaracha, dije. El palacio empezaba a derrumbarse bajo el peso de las bombas. Partimos raudos, yo en la parte delantera de la patineta y Cucaracha atrás, asomando la cabeza entre mis piernas. Llegamos al helicóptero, lancé a Cucaracha en su interior y luego subí y me puse al mando. Pasé la llave y activé los rotores. Las aspas comenzaron a girar, primero muy lentamente y cada vez más rápido hasta que solo fueron una mancha difuminada sobre nosotros. Nos elevamos justo cuando volvió a escucharse el crujido, esta vez un robusto crac que terminó por echar abajo lo que quedaba del palacio. Era la montaña que se abría el pecho harta de tantas desilusiones. Por la raja surgió un viento salino que cayó sobre la ciudad y la envolvió en un aullido mortal. A continuación un silencio de muerte. No se escuchaba ni el rotor del helicóptero que giraba sin cesar. Era el silencio que precede a la nota final: un berrido aguardentoso seguido de una tromba de agua que se tragó la ciudad. Eso fue todo.
Me elevé unos cuantos cientos de metros y dirigí el helicóptero hacia el poniente, donde un sol rojo se apagaba sin mucha convicción. Giré la cabeza y miré por última vez el valle inundado. Bajo la masa de agua, la ciudad que luego de tantos años al fin podía descansar en paz, tal vez para siempre.
Se lo cuido? 😂 😂 😂 Hacia tiempo no recordaba a » los bien cuidao»… Quim, me gustó tu relato onírico, full de realidades recicladas, alusiones a hechos que no muchos conocerán por estos lados. Hasta Cucaracha y su patineta, un sound track, de nuestra locura caribeña.
Carlos, gacias por tu lectura. Un abrazo.