Lo conocí cuando yo tenía ocho años. Aparecía en el televisor, con sus licras rojas y azules surcadas por telarañas negras, viajando como un pájaro, golpeando a los villanos y tirándolos en la cárcel.
Sé que es difícil de creer, pero juro que un día traspasó la pantalla con su mano y me habló:
―Tú y yo vamos a ser compañeros, lucharemos juntos contra el crimen.
Y tuve esta idea LOCA: ¡sería como Spiderman! Pelearía contra los villanos y haría lo correcto, porque eso hacen los superhéroes.
Compré todas las películas, descargué todos los cómics, empecé a disfrazarme y a escoger mis armas, a planear las rutas, hice los entrenamientos físicos y salté entre los techos de las casas hasta que en una no llegué, me caí y me partí la frente.
Tuve que contarle mi secreto a mis padres y me hicieron prometer que no seguiría; pero yo crucé los dedos. Igual me atraparon antes del que sería mi primer combate, cuando echaron unos tiros cerca de la casa y ni siquiera lo pensé: mis pies corrieron solos hasta mi cuarto y mis manos buscaron el supertraje. Mamá me pilló saliendo por la ventana con la máscara, mi toalla de Spiderman atada al cuello, y los “cuchillos vengadores” que llevaba en un cinturón. Entonces tuve que parar. Pero Spiderman, que siempre estaba conmigo, dijo:
―No necesitas ni el disfraz ni las armas para ser un superhéroe. Solo tienes que hacer el bien. Si no vas disfrazado, nadie sospechará y será más fácil.
Así que empecé a hacer eso. Bueno, casi.
Me metía en las peleas para pararlas, y a veces lo hacía, otras veces me escoñetaban. Empecé a decir a mis amigos que tenían que hacer el bien, sobre todo si veía que iban por lados equivocados. Era bueno con la gente, daba y daba cosas sin pedir nada a cambio y la gente me quería, porque esa es la vaina: todo el mundo ama a los superhéroes, mientras que a los villanos se les castiga.
Entonces murió mi tío. No fue como el tío Ben, no lo mataron para quitarle el carro. Solo amaneció muerto, sin ninguna razón en particular. Pensé mucho en mi vecino esa semana, durante el velorio y el entierro. Mi vecino era malandro, robaba y tranzaba, y a veces le dejaba la tranza a chamitos como yo por si caía una requisa por ahí, él zafaba. Mi tío era un hombre bueno y bondadoso, un profesor que siempre explicaba todo muy lento, y sin embargo él estaba en un cajón bajo tierra y el malandro estaba tranquilo en su casa, su plata llegando ininterrumpidamente de las tranzas o los robos.
No tenía sentido. El bien siempre triunfaba sobre el mal, o al menos así era en todas las películas y los cómics. Los villanos nunca ganaban, y si ganaban era porque más adelante los iban a tumbar, y cuando los tumbaban uno sentía más satisfacción. Así que esperé que viniese el remate, pero no pasó: siguió su vida en paz, luego se mudó, y si pasó allá lejos, yo nunca me enteré.
Recuerdo que le pregunté a Spiderman, que aún pasaba mucho tiempo conmigo, al respecto.
―Es que hay muchos villanos en el mundo y entre ellos se ayudan. Lo que tienes que hacer es juntarte con más superhéroes para ser más poderosos, tumbar a los villanos y hacer un mundo más justo. Como los vengadores.
Crecí con esta idea, buscar otros superhéroes. Con ella me acerqué a Julio y nos hicimos inseparables desde ese momento. Julio era el grande, el fuerte, el que sabía siempre qué era lo que había que hacer y cómo hacerlo. Tenía un grupo de amigos que pensaban igual, así que me uní a ellos y empezamos a hacer cosas.
Al principio todo era pequeño, vandalismo la mayoría de las veces, paredes pintarrajeadas, trancar calles como protesta, ir ante la gente poderosa durante sus salidas públicas, la gente que supuestamente movía todo, y gritarles que eran unos fascistas o escupirles la cara.
Pasó un tiempo hasta que otro grupo se comunicó con Julio. Dijeron que apoyaban “nuestra causa”, que querían ayudarnos. Pensamos que tendríamos más oportunidades de hacer un mundo justo y aceptamos.
Allí la cosa no era pintarrajear paredes o insultar gente: íbamos a pelearnos, a quemar vainas, a resistir y resistir hasta que tocara salir corriendo con los perdigones sonando detrás de nosotros.
Una vez Julio me mostró algo que nos habían mandado los patrocinadores de la causa. La caja de los hierros, con suficiente fuego como para destruir varias decenas de vidas. Pronto debíamos sonarlos bien fuerte para tumbar a los villanos, que no usaban disfraces ni tenían artilugios con nombres cómicos, sino que eran personas de poder que hacían el mal.
Escuché nuevamente las palabras de Spiderman: “No necesitas las armas”, y sentí miedo. Por semanas nos reuníamos lejos del mundo a repasar el plan, a practicar tiro contra botellas. Yo imaginaba que las botellas eran hombres. Disparaba. El vidrio salía volando por todos lados, se esparcía por la grama. Me asaltaban ganas de vomitar.
La noche del asunto yo no aparecí, me quedé en mi casa sintiéndome un sapo, un bicho, un gargajo. Lo leí todo en las noticias: “Grupo armado hace tal, enfrentamiento con la guardia, tantos muertos, tantos heridos…”.
Quería desesperadamente que Julio estuviese entre los últimos.
Pasaron años. La idea de haber huido me angustiaba y Spiderman ya no estaba conmigo tan seguido. Antes era tan sencillo hablar con él, pero ahora aparecía de vez en cuando. Me preguntaba cosas y yo no hallaba respuesta, no sabía qué pensar, hasta que un día me encontré a Julio por ahí.
Pensé que me odiaría, pero no. Me abrazó y preguntó por mi vida, yo le pregunté por la suya, y hablamos y hablamos hasta que pregunté por aquella noche.
―Todo fue un fiasco. Esa gente no creía en ninguna causa de ningún coño e su madre. Creen es en el dinero, creen es en el poder: nos usaron para meterle presión a la competencia. Cuando no les servimos nos sacaron el culo y nos dejaron morir. Pero está bien porque aprendí. Aprendí a no dejar que nadie me use nunca más para sus mierdas.
Después me invitó a participar en un pequeño grupo con el que estaba trabajando. Nada del otro mundo: hacer comida para los indigentes, regalar ropa, servicio comunitario. Acepté y nos despedimos.
De camino a casa no dejé de pensar en toda la pelea, la quemadera, el hierro, ¿cuál había sido el punto si todo se trató de un servicio de los malditos señores del mal?
Spiderman me esperaba en la entrada. Le pregunté sobre el asunto.
―Bueno… las intenciones fueron buenas. A veces hacer lo correcto es más una cuestión de intención. Lo importante es siempre hacer algo. Mientras hagas algo y tus intenciones sean buenas… todo fino.
Me enfoqué en las intenciones. Estuve con el grupo de Julio, parecíamos estar haciendo una diferencia. No estábamos encerrando a villanos ni tumbando planes diabólicos, pero al menos ayudábamos un poco a la gente, sin dañar a nadie.
Una noche salimos tarde. Julio y yo entrompamos por la avenida al cruce donde siempre nos despedíamos. Esta vez un carro negro y viejo se nos atravesó, abrió su puerta trasera y un encapuchado nos apuntó con un hierro.
―¡Súbete!
No supe con quién era la cosa, no quería saber. Julio caminó en dirección al carro. Yo iba a seguirlo, pero me cagué. Cuando por fin iba a moverme el encapuchado gritó:
―Te quedas ahí o te reviento a plomo, y mira pa otro lado.
Volteé de inmediato. Mis ojos no enfocaban, solo veía una amalgama de colores y formas familiares. Escuché los pasos de Julio.
―No te preocupes, mano –dijo.
Los pasos fueron perdiendo peso, el sonido de Julio montándose en el carro, la puerta cerrándose y los cauchos quemando sobre el asfalto. El rugido del motor se hizo un eco distante. Poco a poco mis ojos recuperaron la capacidad de mirar. Entonces pude ver dónde había clavado la vista mientras se llevaban a Julio: una valla publicitaria de la nueva película de Spiderman.
Volví a casa y me senté en la entrada. Sonó un disparo en las cercanías. Mis pies plantados en el piso, mis manos guardadas en los bolsillos del pantalón, mis ojos hundidos en las grietas del cemento.
―¿Qué?, ¿no vas a ir a ayudar?
La voz me llegó desde las alturas. Era Spiderman, flotando dentro de un mandala, con un cayado en la mano derecha, un cómic en la izquierda y el gorro del Papa.
―¿Por qué estás vestido así?
―No tengo idea.
Volví a clavar la vista en el piso hasta que sus botines ingresaron en mi campo de visión.
―Tenemos que combatir el mal, ¿recuerdas?
―¿Dónde estabas?
La pregunta se ensanchó en el silencio, creció la distancia entre nosotros.
―¿Dónde estaba el increíble Spiderman cuando se murió mi tío, cuando usaron a mis amigos, cuando secuestraron a Julio como si fuese cualquier vaina? –insistí.
Spiderman siguió en silencio. Vio de sus pies al cielo, luego desde el cielo a sus pies y aclaró la garganta:
―Estaba lavando las licras.
Nuestra relación empezó con un apretón de manos y en ese momento sentí que fácil podía terminar en un estrangulamiento. Quería matarlo, arrastrarlo por las calles, quería estrellar su estúpido cráneo hasta dejarlo peor que al final de Spiderman 3, pero simplemente dije:
―Mámate un güebo, chamo.
Entré a casa. No dije nada a mis padres, no produje ningún sonido salvo el crujir de la cama cuando me recosté. Escuché más disparos.
Suenan esporádicamente, cada tanto, sin ningún patrón aparente, pero nunca dejan de sonar.
Severo.
Que alegría poder disfrutar de todo esto.
Mis respetos
Excelente desayuno con esto
Brutal