—Este es el lugar del que me habló —me dijo el conductor.
El taxi paró casi a la orilla del camino. Miré a mi alrededor desde mi asiento en el coche. La vista, el edificio con dos cúpulas verdes y una infinidad de palomas que aparecieron frente a mí. Mientras me acercaba encontré el patio lleno de palomas comiendo las semillas que las personas les lanzaban.
—Antes, llamábamos a este lugar “El cementerio de las palomas” —me dijo el conductor mientras me seguía—. En el edificio de la esquina había un lugar de oración, hace no mucho tiempo.
Muchas personas frente al edificio entraban y salían, casi como por turnos.
—Cientos de personas entran al peregrinaje todos los días —siguió diciéndome el conductor—. Aquí, las personas le rezan a los muertos, a las personas enfermas, a las parejas que no pueden tener hijos. Hacen que el imam les dé su bendición mientras recitan el Corán, invocándolo. Caminan por el patio dejando semillas y peregrinando hacia dónde se encuentra el sagrado hombre.
Mantuve mis ojos totalmente abiertos siguiendo las parvadas de palomas que volaban en el cielo, mientras lo escuchaba. Había casi la misma cantidad de personas que había descrito mi papá en sus álbumes azul grisáceo, blanco y negro, y erán gentiles y amables entre ellas, dándose miradas repletas de significado.
—Estimado invitado, lo espero en el coche —me dijo el conductor después de cierto tiempo—. Si no fuera alérgico al aire otoñal lo acompañaría más, desafortunadamente estar afuera me hace estornudar.
Mientras se sonaba caminó hacia el coche. Yo me acerqué un poco más hacia las palomas que permanecían ocupadas, picoteando las semillas que quedaban en el piso. En este caso, cómo los humanos, un grupo frágil.
Había una mujer vieja y flaca vendiendo granos y semillas a un costado del templo. Al principio no la vi, pero cuando lo hice decidí comprarle algunas. Las personas tomaban las semillas en bolsas de celofán. Las semillas seguían regadas en el piso, y yo estaba rodeado de palomas. Las que volaban en el cielo bajaron y se reunieron con las otras. En un instante, estaba rodeado de innumerables palomas. Olvidé el miedo, algunas picoteaban las semillas al igual que mi mano, mientras otras se posaban sobre mis zapatos.
La bolsa se vació, ya no habían más semillas. Me senté cansado, el cementerio reposaba detrás de mí. El santuario y el cementerio estaban separados por un muro y era visible por el resquicio a la mitad de los ladrillos. Creo que había una mezquita junto, porque la luna de cobre, creciente, estaba inclinada hacia el este.
Me senté en una banca mientras veía a las palomas, tomé mi cámara y saqué muchas fotografías de ellas. Después abrí mi maletín y saqué el álbum de mi papá. Comparé las palomas que me rodeaban con las imágenes del álbum. Vi las fechas y las notas escritas bajo las imágenes. Debajo de cada imagen había una pequeña nota y la fecha. Por ejemplo, junto a la foto de una paloma gris estaba la fecha “4/6/1995” y tenía la nota “Mi amor, hoy mi niño fue a su primer día de clases”. Debajo de esta foto había otra de una paloma blanca con la fecha “2/11/2001” y tenía escrito: “Ayer, miré las estrellas por la ventana. Sentí como si estuviera viéndote, Blancanieves”. Entre ellas, la que más atrajo mi atención fue una foto a blanco y negro de una paloma regordeta. Mi padre escribió “7/6/2006”, y debajo la nota: “Compré un poco de chocolate de la tienda, tiene la imagen de una paloma en la envoltura, justo como tú, Fluffy”.
Cuando ya no quedaba nadie frente al templo que el conductor había mencionado antes, me levanté y entré. Adentro, el imam con su turbante y una barba blanca estaba sentado en el cuarto, el Corán y las cuentas de preocupación estaban sobre la mesa cubierta de terciopelo azul.
—Acérquese, señor —El imam me dijo dándome una cálida bienvenida.
—Quisiera que recite el Corán en honor al espíritu de mi papá. —le dije cuando vi su mirada inquisitoria.
Él comenzó a recitar el Corán. Mientras lo escuchaba pude ver a mi padre; evoque sus últimos días en la sala de oncología del Hospital del Noroeste de Chicago. En ese entonces me quedé con mi padre, que estuvo en cama los últimos días de su vida con cáncer cerebral. Perdió todo su cabello, estaba demacrado y sus ojos estaban hinchados. Él siempre sostenía mi mano, cuando le daba una cucharada de agua o de sopa me miraba mientras me guiñaba un ojo. Él siempre quiso decirme algo, pero nunca pudo, el tiempo lo había vuelto mudo.
Un día, su estado empeoró. Como nunca me alejé de él, en cuanto me di cuenta tomé el control remoto de la televisión y cambié los canales para distraerme. En algún momento, mi papá comenzó a resoplar, suavemente, levantó su mano como si fuera a gritar. Las palomas estaban en la televisión. Primero pensé que quería que cambiará el canal, pero cuando lo hice se puso muy nervioso y comenzó a mover sus manos más rápido.
—Cambia al canal dónde estaban las palomas —me dijo mi mamá y se acercó a tratar de callar a mi papá.
Después de regresar al canal anterior mi padre se calmó inmediatamente, pero sus manos seguían temblando. Su mandíbula también temblaba, tanto que parecía estar colgando si no la sostuviese mi mamá.
—Ramadan, ¿extrañas a las palomas? —le preguntó mi mamá sosteniendo fuertemente su mandíbula, como si quisiera leer su mente.
Las lágrimas cayeron por las mejillas de mi papá, trató de decir algo, pero no pudo decir nada más que un suspiro.
—Creo que tu padre extraña las palomas, —mi mamá me dijo volteándo a verme—. En Marghilan, donde tú naciste, había un lugar llamado “El cementerio de las palomas”. Tu padre pasó ahí la mayor parte de su infancia, y parte de su juventud. Habían muchas palomas ahí. Tu padre adoraba ir a verlas y pasar tiempo con ellas. Me llevaba mucho ahí, también. Cuando íbamos siempre alimentábamos a las palomas esparciendo los granos, nos sentábamos ahí por horas.
Mi padre estaba acostado, escuchaba silenciosamente a mi madre. En algún momento comenzó a ver cómo su boca se movía, escuchaba sus palabras y parecía entender la mayoría.
Tal vez fue por eso que lloró desconsoladamente y trató de levantarse de la cama.
Cuando terminó de recitar, el imam abrió sus manos en súplica. Yo lo seguí.
—No hay nada malo con pedir —dijo el imam viéndome directamente—. Hijo, eres un extranjero.
—Soy de los Estados Unidos —dije presentándome—, pero soy uzbeco. Mis padres nacieron ahí. Vivieron en Marghilan por un tiempo y después emigraron durante “los ańos de reconstrucción”.*
—Se mudaron antes de ganar la independencia, ¿verdad? —preguntó.
Afuera estaba más oscuro, las nubes flotaban azules. Las hojas amarillas caían de un árbol cercano sobre la puerta. Me recordaron a mi infancia en Chicago, cuando jugaba con ellas y las pisaba.
Mi padre me había dicho que yo aún no había nacido cuando llegaron a Estados Unidos. Mi padre tenía un cariño profundo por mí, él había crecido en un orfanato. Todos los fines de semana íbamos a los partidos de basketball para ver a los “Chicago Bulls”, al museo de historia natural o al cine. Por las noches hacíamos pijamadas y escuchábamos historias. Siempre que estaba libre del trabajo me llamaba a su cuarto y me contaba acerca de Uzbekistán y me enseñaba a jugar ajedrez. En ese entonces me impresionaba su aire despreocupado. Porque, sobre todo, era muy juguetón.
Aún después de haber crecido, nunca pude notar en él algunos sentimientos comúnmente humanos como tristeza, nostalgia o dolor. Aunque muchas veces cuando caminábamos de regreso de los partidos de los Bulls o tomábamos té en el patio en el verano, su corazón se hundía mientras miraba a las aves pasar. Pasaba tan rápido que él caía en un silencio tal que parecía que hubiera perdido la lengua. Podía estar contando un chiste o una historia y paraba de repente, su alma cambiaba y permanecía así por varios días. Algunas veces vi a mi papá abriendo la ventana y sus ojos perseguían el horizonte distante. Aún en ese momento, las aves volaban, y mi padre las veía moverse y lloraba.
Cuando mi padre murió encontré este álbum y lo ojeaba todos los días. Dándose cuenta que aún no había apagado la luz, mi madre entraba a mi cuarto y lo mirábamos juntos, sus ojos se llenaban de lágrimas. Las notas o fechas debajo de cada foto eran aún más tristes que las fotos en sí. Entre más las leía, más sentía como las memorias fluían por mis venas.
—Creo que tu padre quería regresar a su tierra natal —me dijo mi madre—, quería volver a ver a las palomas.
Comenzó a caer una ligera llovizna. Octubre es aquí como en Chicago, nublado y lluvioso. Cuando comenzó a llover las personas comenzaron a dispersarse. Las personas desaparecieron poco a poco y las palomas se entristecieron. Las palomas miraban a su alrededor como si no supieran qué hacer, como si no entendieran y observaban a las personas irse. Justo en ese momento, el cielo se despejó y yo caminé hacia el coche estacionado en la parte este del santuario, no quería resfriarme. El conductor estaba dormido en el coche, esperándome. En cuanto llegué, se despertó y abrió la puerta.
—¿Dónde estabas? —me dijo, frotándose los ojos.
De camino, la lluvia empeoró. El parabrisas del coche era incapaz de limpiar todo el agua. La lluvia me recordó a las palomas y me preocupé por ellas. Pensé que se habían quedado en la plaza, mojándose. Después de un rato, me dije que seguramente había un lugar donde se pudieran resguardar, pero no podía dejar de pensar en ellas. Otro pensamiento cruzó mi mente, ¿habría un refugio especial para ellas?
—¿Olvidaste algo ahí? —me preguntó el conductor cuando le pedí que regresáramos.
Cuando llegamos de nuevo al santuario salí corriendo del coche. Me apuré para llegar al patio. Pero no había ninguna paloma ahí, ni en la tierra ni en el cielo, como si hubieran desaparecido sin dejar rastro. Me quedé parado bajo la lluvia sin saber muy bien qué hacer.
—¿Olvidaste algo? —El imam estaba cerrando la puerta del salón para rezar.
—¿A dónde se fueron las palomas?
El imam miró a su alrededor como si no entendiera.
—No se fueron —me dijo con voz suave —, mira hacia el techo. Ahí tienen sus nidos.
Mire hacia arriba, hacia el techo. Al principio no vi el refugio, pero después de un rato, vi un largo pasaje. El pasaje estaba cerrado excepto por algunas salidas de luz. Las palomas estaban dentro de esas salidas observando la lluvia afuera, con la cabeza mojada por las gotas.
—¿Caben todas las palomas ahí? —le dije mientras volteaba a verlo, buscando cierta claridad, aunque mi preocupación ya había desaparecido.
—Claro que sí —dijo y se limpió las gotas de lluvia de la cara con un pañuelo—
Han vivido aquí, en familia, por años.
Cuando regresé al hotel, mi ropa estaba completamente empapada. Cuando me vio entrar, uno de los botones me dio una toalla. Mientras me secaba le pedí al gerente que llamara a Estados Unidos. Inmediatamente marcó el número de teléfono que le indiqué y me conectó con mi madre.
—Mamá —le dije cuando la voz familiar contestó— fui a ver las palomas de papá. Se ven exactamente igual a las fotos del álbum.
Mi madre quería saber algo, pero no lograba articularlo. Sólo se escuchaba su llanto desde el otro lado de la línea.
***
* Los años de reconstrucción: la época en la ex Unión Soviética entre 1988 y 1990
Traducido del inglés al español por Daniela Sánchez