Son bastas, culonas y feas. La mayoría proviene de África, específicamente de Nigeria. Todas, sin excepción, usan unas pelucas sintéticas de cabellos lisos y colores imposibles. Son gritonas y agresivas, alegres e irrespetuosas. Llenas de vida, ocupan el espacio con orgullo. Lo han conquistado a pulso, con una agresividad y una ira contenida que tienen su origen en la miseria y la desesperación.
Suelen recorrer las calles del Raval, El Gótico y Las Ramblas después de las once de la noche. Van a la caza de los turistas que recorren las calles envueltos en esa euforia etílica que les produce la libertad condicional de la que disfrutan. Cuanto más viejos y borrachos, mejor. De este modo sus beneficios son dobles. Por un lado cobran por la mamada o la paja, realizadas siempre en rincones oscuros y solitarios, y por el otro se apropian de la billetera del incauto y borracho guiri de turno que se aleja no solo con un montón de espermatozoides menos, sino con un montón de euros menos. Son guerrilleras nocturnas. No digo nada. Hay que ganarse la vida.
Una noche, subiendo las escaleras mecánicas de Plaza Cataluña, iban tres prostitutas delante de mí. Yo estaba justamente detrás de la última. Podía oler el agrio olor de sudor y perfume barato que emanaba de su cuerpo. A mi lado iban dos marroquíes. El primero estaba justo al lado de la prostituta que yo tenía por delante. Jugaba con un mechero. Lo encendía y lo apagaba. Una y otra vez. De pronto, acercó el mechero encendido a la peluca de la chica. La peluca cogió fuego de inmediato. Lo veía allí, justo delante de mis ojos, una llamarada rotunda, decidida, que calentaba mi cara y que iba ganando terreno en aquella peluca sintética. Y yo justo detrás, el sospechoso habitual, el que nunca hace nada, pero al que siempre señalan. La historia de mi vida. Ya lo venía venir. Por suerte el segundo marroquí, luego de que su compañero huyera mechero en mano, le avisó a la chica del pequeño infierno en que se estaba convirtiendo su cabeza. Ella, hasta el momento, y a pesar que su cabeza estaba cubierta por las llamas, no se había enterado de nada. La chica se arrancó rápidamente la peluca de la cabeza y corrió escaleras arriba detrás del moro gritando: ¡Tú, loco, tú, loco! Blandía la peluca como una bandera ardiente seguida por sus amigas, mientras yo caminaba en dirección contraria.
Solía coincidir con una en Plaza Cataluña, en la entrada del metro. Era bajita y gorda. Su culo era una imposibilidad física. Habría hecho las delicias de Botero. Cuando metía el ticket en la ranura del torniquete, ella se colocaba detrás de mí para pasar sin pagar. Luego de una semana comencé a esperarla. Llegaba hasta mí dando pequeños saltitos y con risa descarada se me pegaba detrás. Luego cada uno caminábamos por nuestro lado hasta el andén. Al segundo o tercer día, cuando pasábamos el torniquete, me agarró el culo. No fue un simple toque. Me metió mano a fondo. Como si quisiera saber de qué material estaba hecho yo, qué había allí que se tradujera en beneficios, como un minero pesando el oro. O tal vez solo fue un gesto amistoso, su forma de darme las gracias. Yo apreté las nalgas y di un salto. Luego me di la vuelta y la miré. Hice un gesto tan inútil como ridículo. Ella volvió a soltar esa risa descarada que la salvaba. Nunca entablamos una conversación. No creo que hablara castellano. Nos comunicábamos por gestos y sonrisas. Después de un tiempo dejé de verla. No sé qué fue de ella. Cambió de zona, volvió a su país, murió. Quién sabe. A pesar de sus máscaras de chicas duras sus vidas son erráticas y frágiles.
Pude sentir hasta su olor… Maravilloso texto… Crudo… Rudo… Realidad…