11 de enero de 2022
Los platos de la noche prefiero lavarlos a la mañana. Me limito a rociarlos con agua y unas gotas de detergente, para que el trabajo al día siguiente no se haga engorroso. Paula, en cambio, los lava inmediatamente después de la sobremesa; deja la cocina inmaculada como si la hubiera retrocedido en el tiempo. Cada uno tiene sus propias supersticiones y manías, y en cierto modo las respetamos, aunque de vez en cuando nos perturben. Quizás elijo lavar los platos al día siguiente porque me gusta hacerlo solo, sin la presencia de Paula (de nadie, en realidad) en la cocina, o incluso en el mismo departamento; necesito lavar los platos como escribo: solo, sin inminente interrupción.
O, quizás, sin la prisa del deber previsible. Como fuere, los acabaré lavando, unas horas después de cuando “debía”. Y más de una vez he tenido que detenerla, cerrarle la canilla en sus narices, recordarle que yo me encargaré de ellos mañana. Cada uno tiene su propia relación con el deber, y en cierto modo Paula es más responsable, y su no postergación de algunas tareas acaba resultando mejor, porque a la mañana siguiente amanece con tiempo, amanece un poco más libre.
Hay algo en el lavar de platos de noche que me interpela con fuerza. Es un sentimiento extraño, un poco taxativo, quizás concluyente, aunque cenar se repetirá. Es un sentimiento parecido al que tuve cuando debía “hacer” la cama, o cuando de niño me empezaron a exigir que la hiciera. ¿Para qué –me dije entonces–, si en la noche voy a tener que deshacerla? Hay gente que recomienda hacer estas tareas sin pensarlas, sin cuestionarlas, y está bien, porque da lugar a los quince minutos Lydia Davis. ¿Qué piensan los que lavan en la noche? podría ser el título de un libro más allá de la sobremesa. Pero es un título largo. Pienso en Lavar de noche, pero me remite a Nadar de noche, el gran libro de cuentos de Juan Forn. Me imagino el repertorio de personajes: ahí está el que finge ser hacendoso, que usa la tarea como excusa para apartarse; ahí está la visita que se ofrece insistente, para acelerar el trámite y evitar la conversación tediosa (o para oírla con distancia y perspectiva, sin la presión de intervenir); ahí está la que demora más de la cuenta, dilatando el momento de anunciar una ruptura; ahí está el que lava solo sin nadie con quien ir a la cama después; ahí está la que se queda paralizada con un cuchillo bajo el agua, absorta en un pensamiento fulminante, memento mori en la vida absurda… Hacer la cama para luego deshacerla o lavar los platos para luego ensuciarlos se parece mucho a escribir. Y creo que era Fabián Casas quien decía que algunas cosas hay que hacerlas como si estas tuvieran sentido, porque, de lo contrario, no haríamos nada de nada, seríamos un peso muerto en el próximo segundo.
Los pensamientos aleatorios de la noche son poco (o extremadamente) literarios, y quizás por eso prefiero lavar a la mañana, con la cabeza fresca, antes de sentarme a escribir. Por la mañana es una especie de rodeo previo, de precalentamiento libre como quien barre o hace la cama para sentir que ha hecho algo útil antes de empezar con lo otro. Incluso encontré semejanzas entre lavar de noche y ese momento difícil (no sé si Davis), en la cama y a oscuras en que abro los ojos al rumor de la finitud.
Ponerse a lavar los platos en la noche, ahora lo sé, es someterse a una prueba de resistencia anímica. Todas las desdichas y temores se escurren por nuestro cuerpo como si fuéramos platos, apenas sostenidos por una mano resbalosa.