Es octubre de 1971, en la avenida Bucareli número 85 y el viejo impresor de los talleres, A. Mijares Hermanos entrega a un joven rubio, de gafas y pinta española, cien ejemplares de un cuadernillo titulado El turno del aullante. La edición es austera, papel revolución, con un cartoncillo como tapa y encuadernación grapada. Ese mismo joven, acompañado de Sergio Pitol, había utilizado meses antes un formato similar para imprimir el cuadernillo 2 poemas de Carlos Pellicer, primer título de Ediciones 5º Regimiento, el cual surgió de la célula Quinto Regimiento del Partido Comunista Mexicano, integrada en su mayoría por descendientes de refugiados españoles. La portada anuncia al autor: Jorge Max Rojas, y en la parte inferior derecha una especie de sello editorial: CENSOL. Son los días de la lucha obrera para democratizar los sindicatos, en ese momento Jorge Max desde el ala comunista busca la descentralización sindical mientras forma parte del Sindicato de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana (STERM) que dirige Rafael Galván; CENSOL (Centro de Solidaridad) es un intento de tener un brazo cultural y humanitario en este movimiento.
El turno del aullante, elaborado a lo largo de trece años (1958-1971), es un libro maduro, reposado y sedicioso, de un poeta absolutamente desconocido. Incluso si se considera que sus padres, Jorge Luis Rojas Mendoza y Caridad Proenza y Proenza, son célebres militantes comunistas, que desde hace años reciben en su hogar a escritores de la talla de Juan de la Cabada, el cubano Juan Marinello, Sergio Pitol, Efraín Huerta y José Revueltas, este último amigo muy cercano de la familia. Huerta incluso lo bautiza con el mote de “filósofo”. No lo conocería como poeta. Jorge Max no dio a leer a esos rojos escritores sus poemas, es el discreto, pero deslumbrante bardo español, Emilio Prados (1899-1962), exiliado en México tras el triunfo del franquismo, quien leyó e hizo señalamientos puntuales a “Las estaciones del olvido”, a la postre el poema que abre El turno del aullante. Rojas tiene 31 años y ningún colega o grupo de escritores contemporáneos a su alrededor. Tampoco tiene maestros, no, al menos, en talleres literarios; eso sí, los tiene en las calles con los conductores de tranvías, con obreros, y con los viejos paladines de la labia en las pulquerías y cantinas. Jorge Max Rojas paga al impresor 250 pesos por el trabajo realizado, la mitad de ese dinero se lo prestó su primo Carlos Proenza. Nunca le reembolsará esa cantidad, pero le da un ejemplar de sus cuadernillos de 32 páginas sin foliar, con decenas de erratas, atiborrado de epígrafes y dedicatorias. Años después, sobre esta edición, Rojas comentará: “De repente dije: lo voy a publicar, porque a lo mejor me muero y se queda inédito […] El libro tenía muchas erratas y muchas dedicatorias, como que era una especie de testamento así que a todos los que quería en ese momento les dediqué algún poema”. [1]
Esta primera edición de El turno del aullante, “la clandestina” como solía llamarla Max, se da en momentos de crisis para el autor, quien busca publicar su obra, no en un afán de mostrar su obra al mundo literario, sino para sanar ciertas heridas emocionales y concluir un ciclo de escritura que se había extendido durante trece años. El destino de estos libros es previsible, el autor los regala, intercambia, y los pocos que son vendidos sirven para apoyar el resto de las actividades culturales del CENSOL. De esta edición saldrán las primeras fotocopias que durante los años setenta llegan a manos de diversos miembros del Infrarrealismo, quienes se convierten en los primeros y más salvajes difusores de la obra de Max.
En el ejemplar original de Max, de esta primera edición, se aprecia una revisión acuciosa, el autor quita dedicatorias, epígrafes, sustituye palabras, reacomoda poemas; cabe señalar en esto último los cambios en el orden de los apartados que componen el poema “El tuno del aullante”: el apartado III, “Hoy tengo que saber algunas cosas”, pasó a ser el V, el apartado IV, “Hoy de golpe me vino todo aquello”, se convirtió en el VI. En consecuencia, el apartado V, “A punto de gritar”, ocupó el lugar del III, y el apartado VI, “Luego de enmontonar tamaños agujeros”, se convirtió en el IV. El cambio más dramático es la supresión de la parte 2 del poema “Canciones para esperar a la muerte”, que originalmente tenía cuatro partes y que Rojas dejó con tres. Vale la pena dejar constancia de este poema:
2
Al borde del agua —digo—,
llamando a mi oscura sombra,
al borde —digo— del agua,
llagando llega mi muerte.
(Debajo del agua —digo—
me vela, huraña, mi muerte).
De esta revisión surgirá la segunda edición de El turno del aullante, con la inclusión del poema “Trenos”, escrito en 1975, y que Max pensaba que se inscribía perfectamente en la estética de este libro. La segunda edición fue editada por Claves Latinoamericanas en 1983, el sello editorial creado por el teólogo y escritor Raúl Macín (1930-2005) y quien fue un gran difusor de la obra de Rojas, esta edición serviría de base para la tercera (Trilce ediciones, 1997) y cuarta edición (Verdehalago/CONACULTA, 2003). En la quinta edición, realizada por Malpaís Ediciones en 2011, Rojas se dio a la tarea de hacer una revisión a El turno del aullante, lo que derivó en correcciones menores, se agregaron u omitieron comas y puntos, se prescindió de la dedicatoria en el poema X de “El turno del aullante”. Con esto, Max consideró haber obtenido la versión más limpia y la definitiva de este libro.
II
Jorge Juan Máximo Rojas Proenza nació en la ciudad de México, el 4 de junio de 1940, y creció en los márgenes del Bosque de Chapultepec, en la casa de la Calle Pánuco número 150, colonia Cuauhtémoc. Hogar que fue objeto de acoso y pintas por la postura comunista de sus habitantes. Max se acercó muy pronto a la literatura, su madre Cachita (como le decían de cariño) le leía, desde la infancia, La edad de oro de José Martí, lo que fue su primer acercamiento a este escritor y revolucionario cubano que lo marcó profundamente. De hecho, la literatura cubana, al nivel de la mexicana, es de vital importancia en la obra de Rojas; él mismo lo reconocía, y consideraba como autores imprescindibles aquellos que conformaron el Grupo Orígenes y la llamada Generación de los años 50, la cual se consolida tras el triunfo de la Revolución cubana. Otra influencia a resaltar es la poesía española, específicamente es gran lector de Francisco de Quevedo y de la Generación del 27, sobre todo de Federico García Lorca, Miguel Hernández, Luis Cernuda, Pedro Garfias y Emilio Prados. Desde siempre, la casa de Max fue visitada por célebres y anónimos militantes comunistas, el arte y el compromiso político son indisolubles en su formación, a los dieciocho años entra al Partido Comunista Mexicano y al mismo tiempo comienza el poema “Las estaciones del olvido” (1958-1961), poema que es revisado por Emilio Prados, quien, según el propio Max, se veía sorprendido por la oscura madurez de un adolescente. De hecho, es un poema puntualmente influenciado por el mismo Prados, en su poesía más sintética y oscura, la cual podemos apreciar en el libro Memoria del olvido (Editorial Séneca, 1940), para muestra, veamos la siguiente comparación, primero el poema de Max:
Color ceniza todo,
es la última lumbre de la tarde
la que alumbro;
de la noche me llega,
de la última hoguera que se apaga,
color ceniza todo, su persona.
De cuerpo suyo,
ni en lámpara de alcoba la conozco;
de sangre suya,
ni brasa entre las brasas la he sentido.
Y ahora un poema de Memoria del olvido de Prados:
Vengo de la sombra.
Mira
la blancura de mis huesos
levantándome sin carne
frente a la luz de tu pecho.
Tú nada comprendes […]
Un mundo
rueda por mi sangre muerto…
Míralo al fondo de mí
como un guijarro que el tiempo
fuera arrastrando en su cauce
al hondo mar de lo eterno. [2]
En ambos poemas se percibe un aire de parentesco en que la lobreguez, la orfandad, la pérdida y economía del lenguaje se imponen. Al mismo tiempo, Max esboza ciertos elementos que caracterizarán a su obra, como la conjugación de verbos destinados a objetos inanimados en primera persona: “es la última lumbre de la tarde/ la que alumbro”, o verbalizar sustantivos como: “de simple sueño perseguido/ me estaturo”.
Max comentaba que no escribía ni corregía demasiado, quizá un poema o dos por año, en realidad la ambición del escritor joven de concebir un libro a la brevedad no acompañaba a Rojas. El siguiente poema de El turno del aullante es “Elegía como grito para una tarde de diciembre”, que está fechado con el año 1965. En este poema ya se encuentran varios elementos característicos de la poesía de Max, como el uso de palabras coloquiales como “desbaratado”, “mascar”; asimismo vocablos que atañen al estruendo como “grito”, “alarido”, “crujido”; el uso de repeticiones, anáforas, aliteraciones; la creación de patrones rítmicos que se concatenan con el versículo (elemento principal del ritmo en Cuerpos) de una manera hipnótica y delirante.
puedes echarte a caminar buscando tu tristeza,
puedes perderte para siempre en tu tristeza, no vendrá Elena nunca,
di su nombre, graba en la noche su perfil de sombra,
su rostro de neblina, su cuerpo sepultado en caracoles,
di su nombre, repítelo hasta que los dientes se te crujan,
clávalo en tu memoria como una enredadera de moluscos,
di su nombre, guarda lo casi nada que te queda, el último sollozo,
el recuerdo como una abandonada calavera, el llanto en pedacitos,
pregunta por Elena, desbaratado el grito,
desbaratados tú y tu sombra que se hunden bajo el grito crujiendo en la escalera.
En el siguiente poema, “Canciones para esperar la muerte”, Rojas vuelve a la brevedad, explora la angustia existencial, la muerte no es una condena, sino un proceso en la transmigración del ser, aquí, sin embargo, el amor aparece como un elemento breve de satisfacción en la vida: “¡De prisa, que ya la muerte/ por estos huecos se acerca,/ y he de nacer de tu cuerpo/ antes de perder el mío!”.
En las diez partes que componen el poema “El turno del aullante” aparece, quizá el tema principal en la obra de Max Rojas, sobre todo en Cuerpos: la ontología. En filosofía, la ontología es parte de la metafísica que trata del Ser. Max realizó estudios de Filosofía en la UNAM en los años sesenta, y según sus propias palabras, siempre le interesó el conocimiento del Ser, en qué consiste el Ser: vida, muerte, tiempo. Las respuestas que encontró en la filosofía solo lo alentaron a plantearse en el vehículo de la poesía una multiplicidad de oposiciones y dudas. Esto será patente en “El turno del aullante”, con mayor fuerza en el libro Ser en la sombra, y sobre todo en Cuerpos, el cual es su planteamiento total sobre su búsqueda del Ser. “El turno del aullante” es un poema en primera persona, confesional, que inicia tejiendo una violencia verbal sobre el dolor de la existencia, lo lóbrego y salvaje de la muerte a diario que se resiente en la fragilidad del cuerpo:
Lo furioso, lo verdaderamente animal
que me sostiene, lo que me guarda en pie
con el rencor crecido, esto como de hueso,
como de dientes que se muerden
después de haber mascado el polvo,
esto de sangre, esto de grito ahorcado
como un aullido en la garganta,
esto como un muro, como un sollozo
largo de noche sin hogueras, lo animal,
lo verdaderamente huraño que me duele en los ojos.
Progresivamente este inicio deriva en una elegía, pero no a la manera de poema doliente por la pérdida de un amor, de una mujer, sino más bien, un poema en que el yo lírico lamenta la ausencia espectral de una mujer que lo ha precipitado a un descascaramiento de su propio ser. La lamentación es en esencia por el espacio vacuo en que se consume sin esperanza de muerte ni de redención del ser.
Debo decir que era una lluvia oscura la de anoche
(no sé si me entendáis, quiero decir que era una lluvia
venida de muy lejos, venida desde abajo de la tarde
como un montón de niebla sollozante, como un grito;
no sé si me entendáis, era como mujer que llega a despedirse);
debo decir que era una lluvia fría la de anoche,
un encontrarse de pronto en un espejo, llamando a no sé quién
con qué silencio, llamando a no sé quién con qué alarido.
Debo decir que era una lluvia hosca la de anoche.
No he podido morir, pero no importa.
Asimismo, Rojas concreta en este poema, sobre todo en los poemas VII y X, su uso característico del neologismo, de la grosería, del habla popular que se articula y corporiza como un falso barroco del barrio, falso porque es muy propio de su autor, pero tiene guiños inconfundibles con lo popular.
Caidal mi pinche extrañación se fue de golpe
luego de extremaunciar sepa qué tantas pendejadas;
no le entendí ni madres de todo lo que dijo,
pero sentí que era de cosas que desgracian.
A buena hora se te ocurre —dije—
venirme a jorobar con lo pasado,
cuando que a puro ferretear me atasco el alma;
si no fuera por tanto pinche clavo que me clavo,
ya ni memoria ni aulladar tendría.
A mí de sopetón una mujer me destazó en lo frío,
y desde entonces
a puro pinche ardor me estoy enfriando.
Max Rojas crea un tipo de barroco familiarizado con el doble sentido, con el humor negro (tan característico en él como persona) y con el relajo, el relajo entendido bajo la visión de Jorge Portilla en su libro Fenomenología del relajo: “La significación o sentido del relajo es suspender la seriedad. Es decir, suspender o aniquilar la adhesión del sujeto a un valor propuesto a su libertad” [3]. Con el poema X de El turno del aullante, Rojas implícitamente nos dice que disintamos de la seriedad del tema, por ello camina en el borde entre la tragedia y la risa en versos como el lapidario: “y este pinche camión de Tizapán que ya no pasa,/ como que nada más hasta un barranco hubo llegado”. Sobre la generación de poetas nacidos en los años cuarenta y sobre El turno del aullante, Vicente Quirarte apunta: “Como heredera de la tradición, esta poesía no rompe con el pasado de manera radical. Su riqueza y experimentación lingüísticas no son sus fines últimos, más que en casos como el de Max Rojas, cuyo poema aquí incluido [el poema X] es una fusión de la mejor poesía meditativa –las epístolas de Francisco de Aldana o las églogas de Garcilaso‒ con un ritmo y una riqueza léxica envidiables”. [4]
En el poema “Escrito al borde de los pozos”, Rojas ahonda en el aislamiento del ser y finalmente a su desaparición física y espiritual, se va en una caída sin fondo, una caída a un pozo como la caída al limbo, al olvido: “Sombra como retazo del olvido,/ un hombre al borde de su sombra cruje;/ sujétalo a su cuerpo un clavo ardiente/ y una feroz manera de aferrarse/ a los crujientes garfios del recuerdo./ No sabe que al caer caerá en un pozo/ donde de nada le valdrá su aullido”. En el último poema del libro, “Trenos”, el ser que vimos sucumbir y caer, al fin se desvanece, no queda memoria de él porque fue arrebatado pedazo a pedazo de la existencia, todo le fue arrebatado:
heláronme la voz, heláronme la brasa,
se llevaron, en fin, finada, a mi hosca huesa,
me llevaron a mí, me quedé solo,
di un traspiés, caí, caí hasta el fondo,
allí me derrumbé, me hice de herrumbre,
me puse a masticar mi triste hilacha,
pensé en llevar a hojalatear mis cuarteaduras,
mejor me desistí, me eché un requiéscat,
un trago de mezcal,
cavé mi hueco,
crepité,
—concluye todo.
El turno del aullante es un libro que busca trascender el poema confesional o la elegía amorosa, que aparentemente suele discutirse como su tema; más bien Max Rojas nos entrega una obra que indaga en el dolor intrínseco del ser por su finitud, por su cotidiano juego de pérdidas y la atmósfera que lo avasalla: las sombras, el silencio, el miedo, la soledad. No es tampoco una nostalgia de la muerte como elaboró en su obra Xavier Villaurrutia. Es el ser mismo, el metafísico, el alma, que en absoluta desazón aúlla su existencia limitada y miserable, un aullido del que nadie se dará por enterado, como el mismo yo lírico apunta. De tal forma, El turno del aullante es un libro imperecedero por su tema, pero también por sus recursos novedosos, como la creación de un barroco popular, antes mencionado, que le ha dado un sello muy personal a su obra, asimismo la tersa y contundente aliteración basada en la repetición y los juegos de palabras en el poema “Elegía como grito para una tarde de diciembre”, o el bronco, áspero versículo de consonantes del poema X. En esto, desde luego, podemos encontrar predecesores, César Vallejo, sobre todo en Trilce, Efraín Huerta, Renato Leduc, y las ya mencionadas de la tradición española y cubana, pero es indudable que la forma de conjuntarlas en una sola obra es inédita y deslumbrante.
La primera edición de El turno del aullante causó una honda reacción entre sus pocos lectores, lo suficiente para despertar en poetas de la talla del cubano Cintio Vitier las siguientes palabras: “Sí, ese poema VII ya es, en su poesía, la otra cosa, el otro plano al que tenía que salir para romper los límites de tanta noche: ha habido un salto: allí está la ira que logró su hijo presentado a los abismos. Lo anterior es buena poesía; esta es óptima por la miseria radical, y su tenaz orgullo, sacados a la luz. Qué agria luz, qué luz tan hermética de México sale por las grietas de violación de su palabra”.
III
El turno del aullante al cumplir 49 años de su primera publicación este año 2020, se cuenta entre un puñado de libros que fueron publicados en los años setenta: Los eróticos y otros poemas (1974), de Efraín Huerta; Elegía de los triángulos (1974), de Ramón Martínez Ocaranza; Memoria en la Alta Milpa (1975), de Abigael Bohórquez; Un (ejemplo) salto de gato pinto (1976), de José de Jesús Sampedro; Isla de raíz amarga, insomne raíz (1976), de Jaime Reyes; El pobrecito señor X (1976), de Ricardo Castillo; Cuerpo adentro (1978), de Joaquín Vásquez Aguilar; Versario pirata (1979), de Orlando Guillén, que en su propuesta experimental en el lenguaje y en la forma, sediciosa en sus temas, antisolemne en su vocabulario y atmósferas, problematizaron la poesía mexicana tan acostumbrada en esa época a propuestas en verso clásico o un verso libre que en sus pequeñas variantes apenas se distinguían de sus predecesores.
El turno del aullante es un libro vivo, que continúa influyendo en jóvenes autores, vital para entender diversas propuestas que han encarnado en bardos tan representativos de la poesía escrita desde la periferia como Mario Santiago Papasquiaro, Ramón Méndez u Orlando Guillén. Max Rojas (1940-2015) con este libro marcó un nuevo derrotero en la poesía mexicana contemporánea que está lejos de extinguirse.
Referencias bibliográficas:
[1] Iván Cruz Osorio, “Conversaciones con Max Rojas”. http://maxrojas.weebly.com/noticias–artiacuteculos-sobre-max/conversaciones-con-max-rojas-por-ivan-cruz-osorio. (5/abril/2015).
[2] Emilio Prados, “Vengo de la sombra” en Memoria del olvido, p.p. 114-115.
[3] Jorge Portilla, Fenomenología del relajo, p. 18.
[4] Vicente Quirarte, “Prólogo” en Poetas de una generación (1940-1949), p. 10.