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Lo que el viento se llevó y Casablanca compiten por el título oficioso de máximo representante de la Edad de Oro de Hollywood. Ambas películas comparten no pocas similitudes. Son retratos de mundos devastados por la guerra en los que sobreviven almas atormentadas por amores imposibles. Las dos películas llevaron la emocionalidad al extremo y, con ella, a un público que sufría como propias las desventuras de sus protagonistas: la magia del viejo Hollywood difuminaba la barrera entre fantasía y realidad.
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Casablanca fue un éxito inesperado. Con un presupuesto mediano, un guion construido sobre la marcha y unos actores conocidos pero en ningún modo estrellas, el resultado final demostró lo inasible del arte, no necesariamente maleable por estrategias de mercadotecnia. Lo que el viento se llevó, por el contrario, fue un proyecto deliberadamente mastodóntico desde sus comienzos. La adaptación de la novela homónima de Margaret Mitchell tenía que llevar a lugares nunca explorados. Debía ser un citius, altius, fortius, una demostración de músculo cinematográfico como jamás antes se había visto.
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Todo el crédito para David O. Selznick. Productor de raza, Lo que el viento se llevó fue la misión de su vida. Aunque Victor Fleming figure nominalmente como director –de hecho, ni siquiera fue el único que estuvo a los mandos–, la mano de Selznick está en todos los aspectos de la producción. No solo se dedicó a lo puramente empresarial, con técnicas publicitarias hoy asumidas pero absolutamente pioneras en su día (convirtió el casting para el papel de Escarlata O’Hara en una suerte de concurso a nivel nacional y las celebraciones que acompañaron al estreno congregaron a más de 300.000 personas). También se empleó a fondo en la parte artística, desde el guion y la fotografía hasta la dirección de actores.
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El esfuerzo fue mayúsculo. La recompensa, también. Sigue siendo la película más taquillera de la historia, con los precios de las entradas ajustados a la inflación. Se llevó una cosecha de Oscars inédita en ese momento, hasta ocho estatuillas, incluidas las de mejor filme, director, actriz (Vivian Leigh) y guion. Tal fue el logro cinematográfico que la Academia se sintió obligada a reconocer el avance que representó para la industria con dos premios especiales. Aunque en el arte nada surge de la nada y todo forma parte de un trayecto evolutivo, si hay alguna película que marcó un antes y un después fue Lo que el viento se llevó.
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La primera parte retrata la catástrofe que supuso la Guerra de Secesión para el Sur de los Estados Unidos. Sobre la oligarquía terrateniente, anclada en modos de vida casi medievales, esclavitud incluida, se abaten la venganza, la miseria y el horror que toda derrota bélica conlleva. Todo un mundo desaparece. Un mundo que vivía suspendido en el tiempo, ignorante de lo que sucedía a su alrededor, de baile en baile organizados para casar a sus vástagos entre las mismas familias, al más puro estilo feudal, garantizando así la perpetuación de la casta. Un mundo tan preso de viejas tradiciones que cree que puede derrotar al todopoderoso Norte sin más armas que el honor y la caballerosidad. La onda expansiva de aquel apocalipsis llega hasta la actualidad.
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Se ha polemizado mucho sobre la supuesta romantización de un orden social radicalmente injusto, además de los estereotipos negativos con los que se representa a las personas negras. Es probable que haya algo de esto y bienvenidos sean los análisis basados en los nuevos consensos, pero una descontextualización extrema tampoco parece muy razonable. En cualquier caso, la misma idealización se ha hecho y se hace sobre un Norte que se envolvió en los ropajes de la libertad y la democracia para encubrir un capitalismo industrial que en su proceso de acumulación necesitaba destruir las viejas estructuras económicas basadas en la tenencia de la tierra.
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Más allá de polémicas, estas dos primeras horas de metraje son un espectáculo visual apabullante. Las escenas del cerco a Atlanta y el incendio de la ciudad forman parte, ya desde su estreno, de la galería de secuencias míticas de todo cinéfago. Por este escenario de devastación, pero a la vez también de grandeza, deambula Escarlata O’Hara, auténtico centro nodal del relato. Fue una southern belle, una rica heredera cuyo destino era la perpetuación del orden establecido mediante un ventajoso matrimonio. El futuro parecía asegurado a las adolescentes de su estirpe, por lo que podía permitirse ser caprichosa, voluble, mimosa y un punto insoportable.
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La guerra le arrebató todo: lo que tenía y lo que podía haber tenido. Pero en lugar de hundirse, saca fuerzas de algún lugar telúrico de su alma muy apegado a la tierra de sus ancestros, omnipresente protagonista, y resurge contra todo pronóstico. Su juramento de supervivencia –“A Dios pongo por testigo que ni yo ni nadie de mi familia volveremos a pasar hambre otra vez”– es un ejemplo de resiliencia no necesariamente positivo: la solidaridad se limita al núcleo más cercano, algo muy anclado al inconsciente colectivo de la colonización anglosajona.El empoderamiento de Escarlata O’Hara también apunta a una modernidad en el tratamiento de los personajes femeninos, como sugiere Marissandra Malaver Pinto, en estas mismas páginas de Mentekupa, en un clarividente artículo bajo el provocador título de: Scarlett O’Hara: ¿referente feminista?
Escarlata reconstruye su vida desafiando los límites de una sociedad, la sureña, autoconscientemente patriarcal. Unas veces dinamita las convenciones establecidas y otras las aprovecha cínicamente. De su catástrofe vital saldrá una mujer más libre, independiente y segura de sí misma que aquella mocosa indolente que vivía ignorante en una arcadia imposible.
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Excelente publicación, siempre hay detalles muy interesantes. Gracias 🫶🏻