El vínculo entre memoria y sensibilidad es tan inaprensible como para que falten palabras que nos permitan describirlo de modo acertado. Entre los sentidos comunes abunda la idea de que los momentos de gran emoción son los que nos marcan de tal manera que resultan inolvidables, y aunque solemos identificar esa huella con situaciones que son importantes en sí mismas, hay experiencias que impactan profundamente en nuestra sensibilidad sin ser grandiosas. Ese es, quizás, uno de los servicios que presta el arte a la humanidad, conmover nuestra sensibilidad hasta dejar una huella imborrable en nuestra memoria. Sin embargo, esa marca muchas veces no está registrada de forma accesible en nuestro disco duro, se dispara gracias a ciertas estimulaciones.
Pienso en todo esto gracias a una experiencia cinematográfica reciente. El televisor está encendido, un canal al azar, es esa hora tarde en la que una película termina e inicia otra y uno no presta demasiada atención. Mel Gibson y Julia Roberts se pasean por la pantalla, compartiendo escena cada tanto. De pronto, un plano medio se abre mientras Gibson sube las escaleras de un juzgado y arrancan a sonar instrumentos de viento metal; una crispación me atraviesa de la coronilla hasta la punta de los dedos y me deja absolutamente conmovido durante unos largos minutos. Pude verme a mí mismo convertido en un niño, sentado frente a la televisión, mirando esa misma escena, sintiendo la conmoción original que produjo en mí el fragmento de ese tema, mucho más que lo que veía en pantalla. Recordé, o reinterpreté más bien, la sorpresa ante la posibilidad de que el cine pudiera ocasionar eso en mí. Asombro al que se sumó la posibilidad tangible de que a través de la sensibilidad pudiera volver de manera tan clara a mi pasado y revivir una emoción.
Mi relación con el cine no es como la de Toto, viendo clásicos en un teatro local, es la de un niño de los noventa frente a la televisión consumiendo “cultura de masas” en horario estelar. Eso nos ha marcado a muchos y muchas, la última generación antes de que la televisión satelital y por cable se masificaran. Sin embargo, no me quejo, esa es la experiencia originaria que marca todo y ese golpe de pasado lo deja claro. La experiencia de la emoción absoluta del cine fue con películas así, como Conspiracy Theory, que pasaban en los televisores pequeños y culones un día cualquiera en la noche o en el día, los domingos.
Una exploración rápida por internet me permitió dar con el tema en cuestión, “Riding”, compuesto por Carter Burwell para la película que mencioné antes, protagonizada por Mel Gibson y Julia Roberts en los papeles de Jerry Fletcher y Alice Sutton, respectivamente. Gibson venía de triunfar por todo lo alto con Bravehart y Roberts tenía la década ganada tras el éxito de Pretty Woman, con lo que cualquiera habrá pensado que juntarlos bastaría para obtener un buen producto. Sin duda fue así a nivel comercial, pero la película en su momento recibió críticas negativas, especialmente por su guion. Aunque en esa navegación virtual encontré entre los comentarios a los videos con el tema de Burtwell, cientos de personas diciendo que tal vez era el mejor tema que habían escuchado en su vida, así que de pronto, una película intrascendente puede pasar a la posteridad gracias a los pocos segundos que dura el fragmento de uno de sus temas. Así es el cine también, por supuesto.
Pero, ¿de qué va Conspiracy Theory? De un taxista trastornado que exaspera a sus clientes comentándoles una larga lista de conspiraciones detrás de los hechos históricos determinantes en la constitución de Estados Unidos. Este taxista, Fletcher, a su vez está obsesionado con una abogada que trabaja para el Departamento de Justicia y cuyo padre, un juez, fue asesinado debido a un caso que llevaba. A medida que avanza la trama vamos descubriendo, a la par de los protagonistas, que Fletcher es víctima de una programación cerebral que lo convirtió en un asesino al servicio de unos personajes misteriosos, quienes realmente controlan el país. Todas sus teorías conspirativas son ciertas. A lo largo de las dos horas irá desarrollándose la persecución contra ambos, y se revelarán informaciones clave para la trama. La dirección recayó en Richard Donner, el responsable de las cuatro entregas de Arma Mortal y Maverick, todas protagonizadas por Gibson.
La crítica tuvo razón en cuanto a lo flojo de la trama, que no se sostiene a pesar de la fama de sus protagonistas –lo cual, por supuesto, no tiene ninguna relación–, cuyo romance resulta totalmente forzado, igual que el desenvolvimiento general de cada uno de sus pasos. Lo mismo que el desenlace. En fin, una película dominguera en su momento y que sigue siéndolo ahora. Lo que también es cierto es que la actuación de Gibson como este hombre trastornado y convencido de sus teorías, no es nada desdeñable. A pesar de eso, tras el triunfo de Donald Trump y el reimpulso de las teorías conspirativas en EE.UU., la película se ha convertido en un producto de culto por los seguidores de estos asuntos, que no son pocos.
Lo sublime encuentra caminos inesperados para expresarse, y tanto el tema de Burtwell como la escena final de esta película me siguen conmoviendo. Por eso se las dejo, y díganme ¿con cuáles películas que vieron de niños/as a ustedes les pasa lo mismo?