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Bienvenidos al exceso y a la desmesura; al Technicolor más chirriante y al kitsch más sonrojante; al gigantismo travestido de grandiosidad… En los años cincuenta, Hollywood se arrojó en brazos del citius, altius, fortius para combatir la amenaza de la televisión. A falta de mejor definición, se le etiquetó como cine épico. La mayor parte de las veces había muy poco de épica y mucho de elefantiasis.
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Los Diez Mandamientos condensa lo mejor y lo peor de esa forma de entender el cine. Con 75 años de edad, Cecil B. DeMille se puso a los mandos de un proyecto mastodóntico, con un presupuesto astronómico para la época de trece millones de dólares. Fue la película más cara filmada hasta ese momento. El director repetía al frente de la arriesgada apuesta. En 1923 dirigió la versión muda, también titulada Los Diez Mandamientos y también con una financiación escandalosa. Fue un éxito sin precedentes: no es de extrañar que los productores de la nueva entrega confiaran en el veterano realizador.
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Para que el público tuviera claro que estaba asistiendo a una experiencia única, el propio DeMille presentaba la película al inicio del metraje tras una operística obertura a telón caído de más de dos minutos de duración. El inusual gesto resulta más extravagante en la actualidad al escuchar la interpretación del director de la historia de Moisés: en realidad se trataría de un alegato contra el control que ejercen los estados sobre el individuo: Guerra Fría en su máximo apogeo.
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De Mille entregó una coctelera de géneros. En sus casi cuatro horas de duración caben el cine negro, la intriga, el melodrama, las aventuras, incluso el terror… La primera parte del filme tiene mayor solidez narrativa. Muy poco se cuenta en la Biblia de los años de Moisés como parte de la familia real egipcia. Sin esas ataduras sacras, el equipo de guionistas pudo imaginar un juego de tronos palaciego entre Ramsés, heredero del reino, la princesa Nefertari y el propio Moisés. Las siempre amenas luchas por el poder fueron aderezadas con generosas dosis de amor despechado y la consecuente venganza. Yul Brynner, Anne Baxter y Edward G. Robinson brillan con luz propia en este segmento inicial. Charlton Heston, en comparación, parece acartonado e inane. Suele ocurrir en muchas películas: los malos son más atractivos que los buenos.
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El fragmento de las plagas sobre Egipto es un gore sin concesiones que hace dudar de la supuesta bondad de ese Dios omnipotente, en especial el asesinato de todos los primogénitos a manos del Ángel Exterminador. A partir de ese momento la película despega a toda velocidad acompañada de unos efectos especiales inéditos hasta la fecha y que aún hoy siguen sorprendiendo. Con el descaro que siempre ha tenido Hollywood para demoler arquetipos en nombre de la aventura, Moisés deja de ser un profeta y se convierte en superhéroe: en la actualidad, llevaría capa y formaría parte de algún multiverso Marvel.
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De forma sorprendente, todo este delirio funciona. Para el público de la época y para el de hoy en día: ajustados los precios a inflación, sigue estando entre las diez cintas más taquilleras de la historia. Tras el visionado, la sensación que queda es la de haber sido aplastado por una apisonadora cinematográfica. Los Diez Mandamientos deja a la audiencia exhausta, sí, pero también satisfecha. Quizás sea porque en el fondo de la película late algo que es la misma esencia del cine: poder exagerar y retorcer lo representado hasta un punto al que ninguna otra disciplina podrá llegar jamás. Así lo entendieron Méliès y otros pioneros del cinematógrafo y así continúa siendo: la recién oscarizada Everything Everywhere All at Once o ese delicioso ejercicio de exuberancia que es el filme indio RRR abonan a esta tradición.
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