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Habría sido muy fácil una película de buenos y malos, algo así como una Lista de Schindler del género de tribunales. Pero Stanley Kramer nunca fue complaciente, empezando consigo mismo. Como productor, ya había denunciado el silencio cómplice de la mayoría de Hollywood en la Caza de Brujas del senador McCarthy en la oscarizada High Noon (A la hora señalada/Solo ante el peligro). Se sentía más cómodo en la nebulosa de grises que permite la existencia del mal que en el maniqueísmo del blanco o negro.
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Para Los juicios… evitó el tópico de sentar en el banquillo a los jerarcas nazis. En su lugar situó a jueces y juristas, alguno de ellos de reconocido prestigio internacional. A partir de ahí podía plantear el dilema sobre el que se sustenta la película: ¿la función de los jueces se limita a aplicar las leyes con independencia de la naturaleza de las mismas o cabe la posibilidad de que se nieguen a acatarlas si consideran que esas leyes son inicuas?
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La respuesta no es sencilla. En el primer caso, se impondría el argumento de la obediencia debida. Si todo el mundo cumplía órdenes, el único responsable sería el que las emitiera, en este caso, llevando el razonamiento al extremo, Hitler. Los jueces no habrían hecho más que cumplir con su cometido. Como explica uno de los personajes, un juez debe basarse en la ley, no en su concepto de la justicia.
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La segunda opción plantea no pocos interrogantes. ¿Se puede arrogar un juez la potestad de ir contra la ley? ¿Hay una definición objetiva de ese concepto gelatinoso que es la justicia? En caso de incompatibilidad con la legislación, ¿no sería más adecuado dimitir? ¿Son los jueces –en puridad un elemento ejecutivo— depositarios de algún tipo de reservorio moral?
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Los juicios de Núremberg se toma tres horas para desenredar esta madeja, más ética que jurídica. No le sobra ni un minuto. En realidad, no hay películas largas o cortas, rápidas o lentas, sino películas con la duración adecuada a la historia que se quiere contar. Kramer presta una atención minuciosa, casi obsesiva, a los formalismos judiciales. No es gratuito. Se trata de un recurso imprescindible para sumergir al público en el complejo mundo procesal, donde los protocolos son uno de los pilares para garantizar un juicio justo. Una vez creado el marco escénico, el filme despega apoyado en un reparto estelar, con Spencer Tracy liderando un elenco en el que también figuran Burt Lancaster, Marlene Dietrich, Montgomery Clift, Richard Widmark y la recuperada para la ocasión Judy Garland. Hasta cuatro de los intérpretes fueron nominados al Oscar, Tracy, Clift, Garland y un desconocido en aquel momento actor alemán, Maximilian Schell, que a lo postre sería el único que lo ganaría. Algún crítico comparó la actuación coral con un concierto de jazz: una banda perfectamente ensamblada en la que por turnos cada instrumentista da un paso adelante para lucirse con su solo. Sin duda, los solos de Burt Lancaster y Spencer Tracy, dos largos soliloquios al final de la cinta, son una exhibición actoral de primer orden.
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El juicio en el interior del tribunal tiene su correlato en el exterior del mismo. En su tiempo libre, el juez pasea por las calles de Núremberg, va a los cafés y a los mercados, visita el recinto donde tenían lugar las concentraciones nazis, habla con todo tipo de personas, las escucha, al igual que hace con los testigos en la sala de vistas, indaga qué sabían, hasta qué punto eran conscientes, el porqué de su silencio y cuánto de él era miedo y cuánto abierta complicidad… Se topa con un muro de amnesia colectiva, una telaraña de medias verdades, medias mentiras y mentiras completas: nadie sabía nada y si sabían, solo eran indicios, en ningún caso podían imaginar la magnitud de la barbarie. No encuentra a ningún simpatizante de Hitler, pero todos coinciden en que mejoró el país y restituyó el orgullo alemán, pisoteado por las onerosas condiciones que impusieron los aliados tras la derrota de la Primera Guerra Mundial. Esto último, más que explicárselo se lo escupen directamente a la cara, a modo de recordatorio de que la presencia estadounidense, como potencia ocupante junto con británicos, franceses y soviéticos, no es bienvenida. No es la única advertencia. Desde su propio bando le llega fuego amigo. Un senador norteamericano es enviado especialmente para sugerirle que una sentencia severa no sería bien recibida por los alemanes, en un momento en el que occidente los necesita como dique de contención frente al comunismo: la Guerra Mundial ha dado paso a la Guerra Fría y la realpolitik de la geoestrategia se impone sobre cualquier otra consideración.
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Los juicios de Núremberg es una película amarga, desesperanzada… Su pesimismo es acerca de la condición humana en su totalidad, no solo de una parte de ella. Constata que el mal lo planifican funcionarios mediocres en reuniones tediosas. Un personaje se muestra incrédulo sobre la posibilidad de que se hubiera podido exterminar a seis millones de personas en unos pocos años. La respuesta que recibe es burocráticamente demoledora: lo complicado no es matarlas, sino deshacerse de los cuerpos. Igual de amargo y de fríamente premeditado fue su estreno. Kramer, judío, quiso que tuviera lugar en Berlín. Terminada la proyección, los espectadores dejaron los auriculares que se les habían facilitado para la traducción simultánea y abandonaron la sala en silencio. Nunca se sabrá si se fueron abrumados por la culpa o se trataba de la misma gélida indiferencia que muestran en la película.
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