Queridísima María:
No aguanto más este tormento. No importa lo que el mundo diga: otro día-
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―Niña.
―¿Uh?
El librero, oloroso a colonia de cocuy con una leve pizca de tabaco, vestía al estilo griego: las prendas holgadas decorando su cuerpo de espantapájaros.
―No es biblioteca: puedes ojear los libros, pero si quieres leer, paga.
La chama cerró el libro, frustrada. La franela blanca y las licras negras resaltaban sus botas de motero con parches de cráneos, y la chaqueta de cuero con clavos en las hombreras. Era del tipo cuyos intentos de aparentar rudeza delataban más ternura que otra cosa; todo su porte gritaba “mi hobby es despellejar bebés, no te me acerques”, pero había llorado como niña chiquita con la película Coco.
―¿Cuánto?
―Un dólar.
―Dele, pues.
Normalmente no aflojaría plata por otro poemario de Rilke. Ya tenía la eterna soledad del ser tatuada en el cerebro. Rilke, Camus, Cioran y los demás emos se aseguraron de esa paja. La carta a mitad del tomo era más interesante, o al menos prometía un melodrama menos patético. Volvió a la línea de “tú, yo, me sabe a culo si hay chisme, chamita”.
No me importa lo que el mundo diga: otro día sin su presencia destruiría mi deseo de vivir. Ahora que no está, los arboles gritan tristeza, y el murmuro del viento imita una y otra vez aquella dulce voz con la que me dijo “lo quiero”, como burlándose de mi agonía. No puedo ser feliz, porque mi felicidad es usted, adorada María, y pongo el acento en “adorada”, ¡yo la adoro como los incas adoraron al Sol!
Envío esta carta entre los versos de Rilke, su favorito, para que ningunos ojos que no sean suyos la inspeccionen. Si mi adoración no es correspondida, entonces olvídela, tírela en algún rincón y deje que se marchite lentamente junto a su amor por mí, pero sé que no es así, adoración mía: yo sé que cuando toma el café por las mañanas, parada en el balcón donde por primera vez la vi, no piensa en Gerardo sino en mí.
Su Pedro.
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Un giro de acontecimientos: hay tres actores en la película en vez de dos.
Ojeó los demás libros de la mesa, pasando las páginas rápidamente a ver si por obra y gracia de la providencia encontraba la respuesta de la adorada diosa inca. Reliquias de otro tiempo, antes de los e-books y los kindles, eran el acetato de la literatura; una experiencia sensorial más allá de la palabra. Recordó esas noches rompiendo páginas momificadas por cambiar a la siguiente a lo gorila, los lomos torcidos, el olor neumónico y los números de las páginas yendo de treinta y dos a cuarenta y tres en un segundo, con restos de papel arrancado en medio. El librero colonia-cocuy-tabaco la miraba con ganas de meterle un coñazo.
―¡Los vas a escoñetar!
―¡Usted dijo que se valía ojear!
Siguió hasta el último tomo, un libro de Kierkegaard. Su mano resistió la orden de agarrarlo por miedo a contagiarse de existencialismo, virus común entre quinceañeros y adultos con problemas de frustración sexual. Encontró la respuesta de la adorada María adherida a la contraportada.
Queridísimo Pedro:
Saber de usted nuevamente es una alegría inmensa, pero eso no significa que pueda venir a tratarme de bruta. Sus indiscreciones en Valencia llega-
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―¡Que no es biblioteca, coño!
―¡¿Cuánto quiere?!
―Dos dólares.
―¿Y por qué dos?
―Los de filosofía valen más.
―Tome, pues, ¡ya déjame leer tranquila!
Sus indiscreciones en Valencia llegaron a mis oídos, ¿cómo puede ser tan cínico, afirmando adorarme cuando a escondidas venera a otras? Estos rumores clavaron una espina tal en mi corazón que no quise creerlo capaz de semejante falta de respeto, pero su reiteración constante lo confirma. Por eso acepté la propuesta de matrimonio: no por amor a Gerardo, sino por rencor a usted y a su traición tan pronto volví a mis Andes.
Anexo esta carta a un libro que considero de su agrado, como usted tuvo la amabilidad de hacer con la suya. Recomiendo que le recite los pasajes de mayor belleza a sus otras diosas.
María Estrada, futura esposa de Gerardo Bertolucci.
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Qué lindo el equivalente de “vete con tus putas” del siglo XX.
De vuelta al inicio: mucha curiosidad y cero forma de satisfacerla. Ya no había más libros que ojear, a no ser…
―¿No tiene más libros por acá?
―Están guardados. Si los saco, tendrás que comprarme aunque sea uno.
―Parásito de mierda.
―¿Qué dijiste?
―Nada, que sí va.
―¡Busca más libros!
Detrás de la mesa se incorporó un chamito, esquelético como el librero, se perdió por la avenida y volvió al rato con dos cajas llenas de libros, moho y arañas. Luego se perdió otra vez y volvió con dos cajas más, y así iba en un círculo, hasta que la chama tuvo delante nueve cajas gordas llenas de posibilidades. Los escritores estarían incómodos en un espacio tan pequeño: Stein abrazada de Pizarnik, Shakespeare de cachetito con Dante, Bretón y Zola en posiciones homoeróticas.
Fue de libro en libro, a medida que los escritores respiraban su primera bocanada de aire en quién sabe cuánto tiempo, pero no tenía el más mínimo interés en ellos. Solo un librito de cuentos del Gabo le enterneció el espíritu, pero no lo suficiente para comprarlo; volvería a la caja con los demás.
En otro poemario, esta vez uno de Bécquer, encontró la respuesta del cogeputas.
Queridísim-
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―Niña.
―¿Cuánto?
―Tres dólares.
―No jodas, ¿por qué?
―Es empastado.
―Tome, cobre este y el siguiente.
Cinco dólares más para el librero. Algunas veces chismear es gratis, otras veces se paga caro.
Queridísima María:
Perdone mi debilidad, amada mía. Entienda que fue la desesperación de su ausencia lo que me empujó a otros brazos, pero esos otros brazos no ofrecen el consuelo de los suyos, no alcanzan la gracia de su persona. Renunciaré a ellos con gusto.
Los rumores son una calle de dos vías. Llegó a mis oídos que usted y Gerardo esperan un bebé. Se abre el prospecto de una familia feliz, pero Gerardo no debería compartir ese destino; yo sé que la criatura que espera es fruto de nuestras noches juntos.
Adorada María, se lo ruego: si alguna vez me amó no me prive de la dicha de una vida a su lado. La posibilidad me quita el sueño y merma mi apetito por todo.
Su Pedro.
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¡Y ahora un bebé! El drama antes como que era más intenso. Lo más dramático que le había pasado a ella en su vida fue que la botaron durante su cumpleaños; lloró, aumentó cuatro kilos, lloró un poco más, decidió que usaría su dolor como trampolín para ir al gimnasio y ponerse mami, se ladilló a la semana, aumentó otros dos kilos y lloró un ratico más.
Ahora seguiría un método para encontrar la siguiente carta. Justo como Holmes o Dupin: buscaría el patrón. Empezó con un ejercicio mental: “Si yo estuviese enamorada de un manipulador con cero control sobre sus impulsos y serios problemas de celos, y esto es puramente hipotético porque a mí no me gustan las basuras miserables así, lo de Luis fue un error de cálculo, pero si me gustase un tipo así, ¿qué libro le regalaría?”.
La respuesta era sencilla: Baudelaire.
Ahí estaba la carta, adherida a la contraportada del Spleen… Solo tomó un ratito de revolver cajas. De haber nacido en el siglo XIX, habría estado en el top de investigadores privados, atrapando sociópatas peligrosos u orangutanes descarriados.
Anteriormente queridísimo Pedro:
¡No insista, Pedro! ¿Está tan ciego que no puede ver el daño que me hace? ¡Si realmente me amase aceptaría mi deseo de no verlo!
Esta será la última carta que leerá de mí. Mi bebé será de Gerardo, y por favor olvídese de lo nuestro. Acabemos con este vodevil insoportable de una buena vez.
María Estrada, futura esposa de Gerardo Bertolucci.
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Para la siguiente carta aplicaría la misma lógica con otras variables: “Si yo estuviese enamorada de una gocha insoportablemente cursi, con problemas de indecisión, que usa la palabra ‘vodevil’, ¿quién carajo dice ‘vodevil’?, pero si yo estuviese enamorada de una tipa así, ¿dentro de qué libro de Neruda le mandaría la carta?”.
La respuesta era 20 poemas de amor y una canción desesperada. El anteriormente queridísimo Pedro le parecía cada vez más plano; el pan con queso y mantequilla de los hombres, y ni siquiera queso amarillo o mantequilla fina; era pan con queso duro y margarina plástica.
Queridísima María:
Esta también será la última carta mía que reciba; será la última porque-
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―¡Niña!
―¡Verga, viejo, usted es una ladilla! ¿Oyó?
―Ese te lo cobro en cinco.
―¡No joda! ¿Y por qué cinco?
―¡Por grosera!
―¡Tome y no me joda más!
Esta también será la última carta mía que reciba; será la última porque acabaré con mi vida.
No hallo ningún valor en una vida sin usted. Esta misma noche saltaré de un puente. Quizás el suave vaivén del agua alivie un poco mi dolor y los pececillos me hagan compañía.
Su Pedro, eternamente suyo.
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Revolvió los demás libros, pero no encontró nada. Pedro cumplió su promesa: la carta de “o vuelves conmigo o me mato” era el fin de la historia. Ahora sería un esqueleto en el fondo de un río, mientras que la gocha sería muy vieja ya o estaría muerta también.
La chama agarró camino, no sin antes decirle al librero que era un pésimo vendedor y un grosero de mierda. Un escupitajo amarillento y gomoso al piso fue la respuesta del librero. Otro escupitajo, esta vez blanco y espumoso, fue el contrapunteo de ella antes de desaparecer por la avenida con cinco libros bajo el brazo que o ya había leído o no le interesaban realmente.
El librero colonia-cocuy-tabaco-gargajo amarillento y el chamito devolvieron los libros uno por uno a sus sarcófagos de cartón y los cargaron hasta su sepulcro secreto: una lavandería a dos cuadras del stand.
―¿Cuánto le sacó a la chama?
―Unos doce más o menos.
―¿Cuánto me toca a mí?
―Cuatro.
El chamito cada vez tenía más control sobre sí mismo; echar para atrás la rabia de recibir una parte tan pequeña era menos difícil cada día. Algo de plata es mejor que nada de plata, como diría un sabio.
―Ya hay que inventarse una historia mejor, chamín; esta vende cada vez menos. La gente ve la primera carta y no siente ganas de buscar otras. Hay que salir de los libros viejos de una vez o se van a podrir.
―Trabajo en eso.
―Trabaja más rápido.
―¡No soy una máquina, soy un artista!
―Eres lo que tengas que ser para pagar la papa.
―Ya estoy quemao de escribir siempre las mismas telenovelas, quiero hacer algo nuevo.
―Eso es lo que le gusta a la gente. O das lo que le gusta o te mueres de hambre.
―Pero…
―Ya, chamín, ya. Busquemos algo de comer.