Los libros son parte tan integrante de mi vida
como los árboles, las estrellas o el estiércol.
Henry Miller
Los libros en mi vida
Cometí un error el día que compré el Kindle. Lo cometí incluso antes, cuando lo vi anunciado y me dije: Eso es lo que yo necesito. Porque, ¿qué lector compulsivo no quiere tener dos mil libros apurruñados en un artefacto del tamaño de una nouvelle de cien páginas?
Se explica así mi fascinación por los libros en cuanto pequeños artefactos cuyo interior esconde mundos infinitos. Como en aquellas películas de ciencia ficción en las que las naves espaciales eran más grandes por dentro que por fuera o, para ceñirnos a una referencia más cercana y popular, como la Tardis del Doctor Who: Caseta telefónica por fuera, territorio infinito por dentro, capacidad de viajar en el tiempo y en el espacio. Desde luego, no hay mejor metáfora de un libro que la Tardis. En el caso del Kindle esa condición espacio-temporal es monstruosa. Y por lo tanto, peligrosa. El monstruo no se deja domesticar y termina devorando a quien lo intente.
Al principio tener mi biblioteca comprimida en este pequeño artefacto fue como tener el mundo a mis pies y a mi disposición, pero con el paso de tiempo se convirtió en un foco de ansiedad. Es como leer parado frente a una biblioteca física, con la salvedad de que la biblioteca del Kindle crece de manera exponencial a la cantidad de referencias que se deslavan de este mundo digital en el que vivimos.
Ahora tengo tanto que leer que no leo nada. Salto de un libro a otro como un canario salta de un lado al otro en su reducida jaula. No termino de leer nada, y en mi cabeza se confunden las historias y los estilos, y puedo llegar incluso a sentir asfixia ante la magnitud de la tarea y la certeza de que ni con cinco vidas sería capaz de leerlo todo.
Así que he dejado aparcado el Kindle y he vuelto a las bibliotecas de verdad, cuyos libros, tengo que admitirlo, también se acumulan sobre la mesa del comedor, pero limitados por las normas de la Red de Bibliotecas de Cataluña. He logrado, de esta manera, devolverle a la lectura su dimensión humana.
Ahora se preguntarán cómo demonios logré tener una biblioteca virtual de más de tres mil títulos. Y si no se lo preguntan da igual, porque yo igual se los voy a contar. Va de confesión: robando, de contrabando, por los caminos verdes, usando las trochas ilegales que aún se consiguen en la red. Y fue así como levanté mi biblioteca de papel y tinta, robando pequeñas cantidades de dinero. Algún día contaré esta despreciable acción de la cual, debo confesarlo, no me arrepiento
Y robada fue la Piedra de mar que comencé a leer fascinado hace treinta y pico de años durante una pausa del trabajo en los depósitos de la Librería Mundial, un galpón enorme de techos altísimos, seccionado por estanterías de metal que llegaban hasta el cielo. Había libros a montones en aquel galpón. Yo recorría todo el día los pasillos con un carrito, recogiendo los pedidos de libros que otras librerías hacían. Era un trabajo sencillo que me dejaba mucho tiempo libre. Cuando no tenía pedidos que organizar, me paseaba por los pasillos, pasando mis manos por las tapas de los libros que dormían sobre las estanterías. De vez en cuando tomaba uno y me sentaba entre las cajas a leer. Olía a cartón húmedo. Un día especialmente tranquilo, me tope con un librito delgado y rectangular, blanco, con un motivo marino en la portada. Llevaba por título Piedra de mar, escrito por un tal Francisco Massiani. Me senté a leer, como siempre, entre cajas de cartón, escondido de la mirada de mi jefe. Lo leí en dos días, a ratos, entre pedidos, fascinado y emocionado. Y cuando lo terminé, me lo llevé. Fue el primer libro que robé.
Así que levanté mi primera biblioteca, esa que he tenido que dejar en Caracas, lo que fácil llega fácil se va, dirán, con dinero robado. Mea culpa. Ese dinero y mis ansias desaforadas por leer me llevaron a conocer casi todas las librerías de Caracas. Son apenas unas cuantas pecas en una espalda llana y lisa. Pero qué pecas. Para mí, desde luego, fueron tablas de salvación, refugios en los que me pasaba horas y de los cuales salía a regañadientes, pero con un libro en la mano.
La realidad siempre me ha golpeado salvajemente. Para algunos la realidad puede ser un suéter de lana picante, tres tallas menos, a treinta grados a la sombra. Pero cuando llevaba un libro entre las manos, este creaba un campo de fuerza que me protegía de la aridez que me rodeaba. Tal vez fue entonces cuando comenzó a gestarse la costumbre de no salir a la calle sin un libro encima. Y así, con el tiempo, el libro se convirtió en lo que una amiga llamó mi acompañante fóbico.
Una de esas pecas fue la librería Lectura. La Lectura fue mi primera librería. La primera que exploré con conciencia de lector y por cuenta propia. La conocí cuando aún no la habían relegado a ese hueco miserable en los estacionamientos del Centro Comercial Chacaíto. Pero si una virtud tienen las librerías, es que son como esos artefactos de los que hablé antes. No importa el tamaño físico que tengan, porque su tamaño inmaterial es infinito.
Y allí, además, estaba Walter, su custodio, su guía, su guardabosques. El apacible Walter, siempre con una sonrisa en los labios, su hablar pausado, sus recomendaciones precisas, hechas como de pasada. La Lectura jamás habría sido lo que fue sin él, sin su presencia sosegada y atenta. Bendito sea Walter y bendita sea la Lectura que me abrieron las puertas hacia esas otras pocas maravillas que salpicaban la ciudad como oasis en el desierto.
La Suma, por ejemplo, en el bulevar de Sabana Grande, mítica librería, centro neurálgico de la República del Este, república aniquilada hacía quién sabe cuánto, porque jamás, en el tiempo en que la frecuenté, vi yo a alguno de sus integrantes merodeando por allí. En aquella Suma de mis amores trabajaba un tipo, de cuyo nombre no logro acordarme, que era la erudición personificada, un artista sin obra, un Kasimbalis tímido y sereno vestido enteramente de pana y colores, digamos, inusuales, que resultó conocer a un gran amigo mío y con el que en alguna ocasión, en una reunión que no soy capaz de ubicar en el tiempo y en el espacio, mantuve una larga conversación (habría que ser más preciso y decir que él hablaba y yo escuchaba) de la que entendí bien poco. Ese tipo de cuyo nombre no logro acordarme participó con mucho éxito en un famoso programa de concursos de RCTV.
Como volveré a contar más adelante en esta crónica, lo maravilloso de la Suma era su depósito, más que un lugar físico una promesa, una suerte de big bang continuo del que surgían libros sin cesar que llegaban a sustituir a otros en los anaqueles de la librería; libros de autores raros y difíciles de encontrar, joyas que fulguraban y que yo iba encontrando casi por azar. Por ejemplo Galápagos de Kurt Vonnegut, autor del que, a partir de ese momento, leí todo, hasta lo que no ha escrito.
En aquella época yo ignoraba la existencia de aquel depósito maravilloso. Siempre consideré mis hallazgos en las estanterías de la Suma como actos fortuitos o relacionados con la magia. De ese depósito inconmensurable me habló mucho tiempo después, durante mis últimos años en Venezuela, la dueña o socia de la Suma, en una sucursal que habían abierto en el Centro Comercial Concresa, a dos pasos de mi casa y que fue el último templo de lectura que pisé antes de irme del país.
Otra librería a la que se entraba como si se entrase a una cueva, era la librería del Ateneo de Caracas, cueva espléndida en la que deambulaba durante horas, muchas veces sin objetivo alguno, tal vez matar un tiempo que me aburría o hacer tiempo antes de reunirme con los panas en el café del Rajatabla y proceder a embriagarnos de palabras, lecturas, cervezas e incansables consultas al oráculo.
La Pulpería del Libro, otra cueva, otro descenso a los infiernos voluptuosos de la lectura. Ramón Castellanos, y su sonrisa bonachona, sentado ante su escritorio de madera enterrado bajo torres de libros, papeles y periódicos en un rincón en penumbras, hacía de demiurgo de aquellos espacios sagrados. Yo siempre dudé de que La Pulpería del Libro tuviera límites. Me la imaginaba infinita, extendiéndose en la oscuridad hacia mundos lejanos e inexplorados y más allá, hacia los confines ilimitados del universo. Alguna vez, incluso, temí perderme en aquellos pasillos estrechos y polvorientos que parecían a punto de derrumbarse y que yo recorría postrado. Allí, entre muchas otras joyas, conseguí un Ludovico Silva y un Argenis Rodríguez dedicados y firmados de puño y letra por sus autores. De allí me llevé El Capital de Marx en una bella y vieja edición. Les cuento poca cosa, apenas rasco la superficie y arranco unos poco queratinocitos de la piel profunda, inabarcable de esta librería.
En aquellos tiempos, en aquella vida analógica el motor de mis referencias fue Henry Miller. Por él llegué, por ejemplo, a un autor rarísimo y bastante olvidado llamado Blaise Cendrars. Desde que Miller lo mencionó (y de qué manera lo mencionó) en Los libros en mi vida, para mí fue una cuestión de vida o muerte leerlo. Pero en la Caracas de los noventa, Cendrars no llegaba ni al grado de fantasma, era una imposibilidad absoluta. Habría sido más probable tropezar con un alienígena larguirucho, verde y ojos como platos comiendo un perro caliente en Plaza Venezuela. Aunque exagero, porque en la librería Suma, cuyo depósito de libros parecía inagotable, conseguí un ejemplar de Antología negra, libro que no me interesó en absoluto, pero que de igual manera compré. Así soy yo: agarrando aunque sea fallo.
Así que hice lo que todo lector hambriento, desesperado y ansioso haría para leer a un autor que solo conoce por referencias y que aún así le quita el sueño y el apetito: leerlo en su idioma. Bueno, al menos es lo que pretendía. Como cuando insistes ciegamente en estrellarte contra el muro de un amor no correspondido.
Con esta idea quijotesca entre ceja y ceja, me fui a la librería francesa que quedaba en el estacionamiento del Centro Comercial Chacaíto, una especie de cueva deslumbrante que iluminaba de blanco la oscuridad grasienta del estacionamiento. Allí estaban en todo su esplendor los títulos de Cendrars. Elegí la bella y moderna edición de la colección Folio de Gallimard del L´hommme foudroyé porque era el libro del que escribía con tanto entusiasmo Miller en Los libros en mi vida. Allí mismo compré, con la ingenuidad de un enamorado, un diccionario francés-español.
Fracasé estrepitosamente. Nunca pasé de la primera página. ¡Qué digo la primera página! Ni un párrafo completo llegué a leer. Lo que no impidió que reincidiera y con arrebatada pasión comprara, en esa misma librería y en la misma colección de Gallimard, D’un chateau l’autre de Celine, el amor de mi vida (ya había leído en castellano Viaje al fin de la noche y el libro de cabecera que me acompaña desde hace treinta años en mi mesa de noche, Muerte a crédito), con el cual avancé aún menos que con L´hommme foudroyé. ¡Ah!, pero cuánto manoseé aquellos libros, cuánto los olí, con cuánto goce leí aquellas palabras indescifrables que escondían el tesoro codiciado, con cuánto entusiasmo me hundí, me impregné de aquellas letras bellamente tipeadas sobre el papel. Y qué infortunio, qué frustración no entender nada de lo que allí estaba escrito.
Al final de esta crónica he descubierto (a veces la escritura ilumina) que todo esto, el camino que me llevó hasta aquí, lo que soy ahora, si es que soy alguien, y si no lo soy la culpa es enteramente mía, el lector en el que me he convertido, el escritor que soy, en fin, ese sendero a veces llano y apacible, otras tortuoso y desagradable, tuvo su origen en aquel depósito de la Librería Mundial, en aquel humilde libro de portada marina, en cuyo interior un Henry Miller en overol le decía algo a Corcho en una playa desierta, palabras que en realidad iban dirigidas a mí.
No tengo kindle pero si una tanlet barata que me permite ir acumulando, como tu, montones de libros. Desde que llegué, he usado el sistema de bibliotecas de la comunidad de Madrid y colo un lector compulsivo que soy, no lo he abandonado. Desde la cuarentena por la pandemia pase a los libros electrónicos, pues con las bibliotecas cerradas, no tenía otra elección. Ahí comenzó la acumulación, que no llegó a tanto porque aún no tenía la tablet barata y leía en el móvil. Desde mi pasó por Letras de la UCV, leía 4 o 5 libros simultáneamente, cosa que aún hago, pero menos, si uno de ellos me seduce y atrapa. Y como tú, a lo largo de mi vida de varias as mudanzas de ciudades y países he dejado atrás bibliotecas, la última en Caracas. Y un detalle más que me recordó tu artículo Joaco, yo trabaje un par de años en Lectura, con Walter, a mis 17. Le debo muchas buenas recomendaciones, y como yo era el reponedor de lo que la librería vendía, tenía mucho tiempo, sentado en el depósito del piso de arriba, para leer a mis anchas.
Querido al que no veo nunca,
Recuerdo cuando a través de tu hermano, estando yo ya en Barcelona o en Paris (entre 1990 o 1995) me pediste “algo de Cendrars“. Creo que alguno de los ejemplares que tienes te lo tengo que haber comprado yo. Si no es así, si nunca te los di, entonces podemos decir que te los robé -un robo extrañísimo- porque los compré, los leí, los adoré, desde sus vínculos con Delaunay hasta sus vínculos con el trópico. Fue también importante en mi vida, gracias a ti.
De hecho, cada vez que veo los tomos en mi biblioteca pienso en ti. ¿Será por eso, porque no te los dí nunca?