Los nimios detalles que habitan el punto ciego de los historiadores pueden revelar metafóricos paralelismos. En 1895, una de las primeras películas de los hermanos Lumière, L’Arrivée d’un train à La Ciotat, cincelaba en nuestras mentes una de las más poderosas imágenes del arribo del progreso a lomos de hierro y nubes de vapor. Tres años antes, Amábilis Cordero, cineasta, fotógrafo, pintor, compositor, publicista, pionero, llegaba al mundo, al igual que el cine, con un tren que entraba a la estación.
Nació en Duaca, estado Lara, el 31 de marzo de 1892, escasos meses después que el presidente Raimundo Andueza Palacios inaugurara la extensión del ferrocarril Bolívar que uniría el puerto de Tucacas con Barquisimeto. Esta vía férrea, una de las primeras del continente, fue otorgada en concesión hacia el año 1835 para transportar el cobre que salía de las minas de Aroa, propiedad de los Bolívar y arrendadas por el Libertador para hacer frente a los costos de la guerra de independencia. Tras su muerte, fueron definitivamente vendidas a la compañía inglesa The Bolívar Mining Company. Los conflictos políticos y la Guerra Federal retrasaron la puesta en marcha del tren hasta que, finalmente, fue inaugurado en 1877 por Guzmán Blanco. Tan sólo en las dos últimas décadas de ese siglo, las minas de Aroa exportaron hacia Inglaterra más de 200 mil toneladas del mineral.
A partir de los años 70 del siglo XIX, el auge del café como principal producto de exportación condujo a la necesidad de construir mejores vías para su transporte. En 1886 se otorga concesión a la South Western of Venezuela-Barquisimeto Railway Company Limited para extender el alcance del ferrocarril Bolívar mediante el ramal El Hacha-Duaca-Barquisimeto. La capital larense conseguía así su puerto al mar y Duaca, con cerca de 2 mil quinientos habitantes, se convertía en la “Perla del Norte”, que llegaría a producir para los mercados internacionales más de 80 mil quintales anuales de café.
Fue tanta la bonanza agrícola que las principales casas comerciales inglesas y alemanas, que ya para ese entonces monopolizaban la exportación e importación de mercancías en Venezuela, abrieron pronto sucursales en las inmediaciones de la estación ferrocarrilera: Casa Bortone & Cia, Römer Sucs, Basch, Blohm & Cia, H.L. Boulton & Cia, R. & O. Kolster, H. Ash & Cia., entre otras, se asentaron en Duaca ávidas por hacerse con una parte de la riqueza cafetalera. La locomotora partía cargada con el codiciado grano y de vuelta traía consigo las últimas innovaciones tecnológicas: alumbrado eléctrico, telégrafo, electrodomésticos, automóviles y, como no, cámaras fotográficas, cinematógrafos y fonógrafos.
Nacido del general Juan Onofre Cordero y de su esposa Mercedes, pero sobre todo hijo del progreso y la modernidad, el pequeño Amábilis creció en una Duaca que derrochaba prosperidad. Tal vez esos años infantiles con su tren descargando manufacturas y poniendo a su alcance los últimos avances del mundo industrializado hayan influido en su pasión por la imagen plasmada mediante procesos químicos. Lo cierto es que, en 1917 con 25 años, viudo y con dos hijos, Amábilis hizo el trayecto de dos horas en tren que separaba Duaca de Barquisimeto y se bajó en la escuela de fotografía de los Hermanos González. En esos años conocería a la que sería su musa: Carmen Montesinos, actriz, montadora, vestuarista, escenógrafa, compañera, esposa.
Para comienzos de los años 20, Cordero era ya reputado en su oficio, estableció un estudio fotográfico en el que también vendía cámaras, rollos y emulsionantes y comenzó a fotografiar a los guaros y su cultura. Sus fotografías, al igual que sus posteriores películas, dan cuenta de esa fecunda intersección de nuestra historia en la que Venezuela abandonaba definitivamente el siglo XIX, agrícola y rural, y se abría lentamente a la ciudad, la modernidad y sus avances tecnológicos. Tradición y progreso conviven armoniosamente en sus obras y por eso no es extraño ver interactuar, en sus fotos y sus filmes, el más devoto culto a la Divina Pastora junto a una fe, también devota, en los trenes, automóviles y demás aparatos eléctricos propios de la vida urbana.
Durante esos años realiza un curso por correspondencia en el Instituto Cinematográfico de Hollywood, que le otorga el título de Director de Cine. Adquiere un cinematógrafo alemán portátil al que llamará “el caballo de madera” y comienza la realización de su primera película Los milagros de la Divina Pastora, adaptación fílmica de una obra literaria homónima publicada por su amigo el Hermano Nectario María en 1925. Con escenas dramatizadas e imágenes reales del culto mariano grabadas durante la procesión de enero de 1928, esta película es estrenada en el Teatro Cine Bolívar de Barquisimeto en julio de ese año. Apenas dos años antes Robert Flaherty presentaba el que es catalogado como primer documental ficcionado de la historia del cine: Moana (1926).
Los aportes pioneros de Cordero no se quedan solamente en el hecho de haber realizado las primeras docuficciones latinoamericanas. Su prodigiosa formación fotográfica le permitió un uso maestro de la luz, la perspectiva y la composición de planos americanos, planos detalle, panorámicas, cenitales, picados, contrapicados, así como un hábil manejo de los movimientos de cámara. Su pasión por la pintura y el dibujo lo llevó a experimentar, al igual que hizo Georges Méliès a principios de siglo, con la utilización de tizas, creyones y los mas variados materiales plásticos para colorear y remarcar el vestuario, los paisajes y otros elementos de sus fotografías.
En 1928, funda los Estudios Cinematográficos Lara y comienza la construcción de sus laboratorios en la casa Nº 381 de la carrera 19 con calle 44 de Barquisimeto. Si en Caracas cineastas pioneros como Edgar J. Anzola o Jacobo Capriles realizaban reportajes gubernamentales para financiar sus propias películas, Cordero utilizaba las ganancias de su estudio fotográfico: realizaba cortos publicitarios de empresas locales y organizaba rifas para conseguir contribuciones particulares. Produce así su primera película argumental, La cruz de un ángel (1929) que, como nos cuenta nuestra querida amiga Lorena Almarza, se trataba de “un western, con caballos, bandidos e historia de amor incluida, pero al estilo guaro”.
A principios de los 30, nuestro cineasta se mantiene activo a través de otro género muy en boga para la época: la revista cinematográfica. Cordero documenta la modernización larense y graba reportajes, noticias y piezas publicitarias que luego exhibe bajo el nombre de Gran Revista Cinematográfica Barquisimeto Progresa. En una restauración, realizada por el laboratorio fílmico de Cine Móvil Huayra en 2016, podemos apreciar algunas de estas piezas que promocionan el vehículo Chevrolet, la fábrica de autobuses y camiones “Lino A. Piña” o registran la construcción del acueducto de Barquisimeto y la llegada de las Aerolíneas Nacionales a la ciudad. En algunos de sus reportajes como La tragedia del piloto Landaeta (1931) o La catástrofe de la Escuela Wohnsiedler (1933) Cordero vuelve a combinar imágenes reales con escenas dramatizadas para conseguir una potente narración de los sucesos.
En 1930 inicia la grabación de una nueva película llamada En plena juventud, aunque nunca pudo llevarla a término. Cordero escribió muchos guiones argumentales a lo largo de su vida sin poder llevarlos a la pantalla. La escasez de recursos y la bancarrota que le supuso otra de sus iniciativas cinematográficas, el largometraje documental Venezuela (1933), impidieron el feliz cumplimiento de sus proyectos de ficción. En la Colección de Libros Raros y Manuscritos de la Biblioteca Nacional de Venezuela reposan guiones, notas, carteles, escenas dibujadas, talonarios y cartas solicitando colaboración, fotografías de actores y actrices que formaban parte de esos planes inacabados. Amor de madre (1930), Alma Llanera (1932), El pescador de perlas (1932), El Legado de la tía Pilar (1935), Tamunangue (1940), Rosita la del valle (1941), Cruz de Mayo (1944), Así es la guerra, así es la paz (1945), Nuestra señora de Coromoto (1945), La niña de mis amores (1950), En pos de aventura (1950), El aprendiz de guitarra (1951), El sargento Miguel (1951), La vida del padre Yepes (1951), Me bañaré con guásimo (1951), Hasta cuando seré de malas (1952), La estrella de Belén (1962), son sólo algunas de estas propuestas.
Pese a no haber podido concluir sus proyectos de largometrajes, Cordero siguió grabando reportajes, noticias y piezas publicitarias hasta que un glaucoma lo alejó de los rodajes. Se dedicó entonces a componer música para sus películas mudas y a formar nuevas generaciones de cineastas. En 1951 funda la Cooperativa Cinematográfica Lara y una Escuela de Cine en sus mismos laboratorios. De hecho, parte de sus proyectos fílmicos en las décadas de los cincuenta y sesenta, fueron el resultado de los procesos de formación y estaban pensadas para ser realizadas con sus alumnos.
En 1974, a la edad de 82 años, Amábilis Cordero partía al encuentro de su Divina Pastora. Murió un año antes de que finalmente el Estado venezolano comenzase, por primera vez en casi un siglo, una política de fortalecimiento y promoción del cine nacional y asumiese, tal como rezaba la consigna de Cordero impresa en muchos de sus talonarios de colaboración, “… el patriótico fin de ayudar a levantar el cine nacional”.
Fuentes consultadas:
Páez V., Lisbelia (1992): El Ferrocarril Bolívar: infraestructura para la penetración extranjera. En: Harwich V. Nikita (1992): Inversiones extranjeras en Venezuela Siglo XIX. Academia Nacional de Ciencias Económicas. Caracas
http://gabrielsaldivia.blogspot.com/2013/11/el-archivo-de-amabilis-cordero-catalogo.html
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