Un ruido de guitarra filosa y estridente, alquimia de distorsión, ganancia y mano pesada, me acompañó en la lectura de Los pájaros prisioneros solo comen alpiste (LP5 Editora). Reminiscencia, melancolía, identificación. Un ruido, un acople tonal como esos armónicos prodigiosos que persisten más allá de la materia del sonido. Entre el abrir y cerrar de un PDF, los apuntes, los minutos de digestión posteriores a cada capítulo, a cada parte, el ruido iba cobrando la forma de una melodía. No fue sino hasta cerrar la novela y comenzar a escribir estas líneas que me descubrí, mientras montaba la cafetera que anunciaría el amanecer, cantando una melodía muchas veces entonada. Así, la reciente novela de Miguel Antonio Guevara comenzó a ser, para mí, un cubo de Rubik de cuatro dimensiones, un teseracto que, cual diagrama de Schlegel, tiene propiedades combinatorias. Vértices, aristas, caras, celdas disponibles para ensamblar un polícoro terrorista.
1.
Como el Meursault de Camus, al final de El extranjero, las primeras páginas de la novela de Miguel se abren hacia la tregua melancólica de la noche. Cuerpo preso y preso de sí, el lenguaje vendría a conjurar la realidad inmediata del pensar (Marx dixit). Un diario, una colección de notas, citas, situaciones. Aunque no se diga explícitamente se construye, en secreto, una venganza. Contra el desarraigo, contra un campo cultural y literario ajeno, contra la fantasía neurótica del fracaso amoroso, contra la imagen de un país fabulado, portátil, desestructurado. Cuerpo migrante y maleta, ¿quién traslada a quién?, ¿quién sujeta el peso de las experiencias y los recuerdos? La frontera no es solo física ni geográfica. En cada trocha y en cada pasaporte sellado hay, también, un traspasar sobre sí que cuestiona la existencia.
2.
El escritor siempre construye una imagen de sí. Fuera de toda la fantasía romántica, la del escritor y sus musas, la de las madrugadas entregadas a un proyecto, deviene una figura-límite: la de la neurosis obsesiva de quien colecciona situaciones y anécdotas, la de la compulsión de la lectura, la de la angustia que bordea a la muerte, la de la imaginación anticipada que fabula, para sí, los cientos de desenlaces posibles para aquello que nos afecta y se constituye en materia prima de la ficción. Un cuerpo que sufre y deja una parte de sí mientras ensambla, con cartas ajenas, un juego particular, con sus normas y territorios. Un cuerpo que insulta y putea su propia obsesión pero que, a fin de cuentas, termina por obedecer a sus pulsiones e instintos.
3.
Las aristas se encuentran en los vértices, las caras en las aristas, las celdas en las caras. Cada espacio muta y describe un recorrido aleatorio. Las cartas ajenas funcionan como huellas. Baraja, tarot, metro, pitonisa son las estaciones de un viaje que se realiza desde distintos ángulos y enfoques. La mirada cenital, como en el Birdman de González Iñárritu, deviene en un plano secuencia gonzo que atraviesa el paisaje urbano. Quien viaja, también investiga, especie de etnografía escrita en lenguaje binario: una arqueología del futuro, condición de posibilidad de vidas en vía de extinción. Aquí, allá, mujer, hombre, vigilia, ensoñación, presente, pasado y futuro, funcionan como paradojas irresolubles. Las diferencias no separan ni discriminan, proliferan topológicamente. El artefacto se instala e inicia la cuenta regresiva. A punto de estallar, hay testimonio, sujeto y juicio a las generaciones, sus historias, sus prácticas políticas y su cultura.
4.
Regresa la figura-límite. Sin embargo, la colección de imágenes, frases y acontecimientos transita la superficie de la ausencia, de la falta. Duelo epistolar, siempre difícil y siempre complejo. Hablar con el cuerpo ausente, tramitar una palabra que no siempre regresa. Construcción simbólica de aquello que creíamos ser para ese otro y de aquello que este construyó simbólicamente sobre nuestro sí mismo. Un diálogo que, como en el billar, se produce a tres bandas: ausencia, fantasma y simulacro. Si la imagen del duelo llega a nosotros como una inundación, como un desborde, remontar no es solo salir a flote. Remontar es asir, de todas las maneras posibles, las riendas de nuestra experiencia.
5.
A diferencia de la Rayuela cortazariana, Los pájaros prisioneros solo comen alpiste no tiene un código estable para recorrer su superficie. Las analogías tridimensionales, los poliedros que ensamblan el teseracto, carecen de semáforos y señalizaciones. Bien se puede sintonizar el capítulo 16 de la segunda parte y saltar, luego de varios golpes sobre el control remoto, al capítulo 1 de la primera. El palimpsesto no funciona como una acumulación de capas. Por el contrario, cada lector tiene la oportunidad de jugar con ellas para armar sus propios vértices de lectura. Cada proceso de lectura es, en sí, un ejercicio de reescritura.
6.
El teseracto de Los pájaros prisioneros solo comen alpiste funciona a partir de la apuesta transgenérica. Diario, archivo, epístola y distopía conforman un bricolage, una caja de herramientas para cuestionar la realidad, la ficción y nuestras experiencias en ellas. Lo conceptual que atraviesa la novela bien puede recordarnos a un Borges, un Balza, un Piglia, un Bolaño. Sin embargo, intuyo que hay una apuesta por rebasar la superficie de la relación realidad/ficción, para colocar al lector en un más allá alejado de todo binarismo. Un archivo que desembarca en el presente, una epístola que se eleva hacia el futuro, un diario que tramita las condiciones de posibilidad de la distopía. Géneros todos que siempre están en relación con otros y su disposición a traducir una experiencia.
¿No se hace acaso un archivo para que alguien lo encuentre? ¿No se escribe un diario para que alguien lo lea? ¿No se escribe una carta para enunciar lo no dicho, para completar algunas sentencias, sentimientos e ideas? ¿No se cruza lo distópico, entre nosotros, en el “menos mal” de nuestros aciertos y el subjuntivo de nuestras fatalidades?
7.
Me es difícil encontrarle un lugar a esta novela en la literatura venezolana. Pero mientras lo busco, regresa a mí una melodía que tiene que ver con pájaros: “Los pájaros, los pájaros/ fornican en la catedral/ lanzan sus plumas contra el viento/ Los pájaros, los pájaros/ fornican en la catedral”.
Una vieja melodía que forma parte del mito fundacional de El techo de la ballena y le escuché entonar hace algunos años a Edmundo Aray. Una melodía que hoy, en conjunción con esta novela, viene a recordarme la necesidad de relocalizar la cultura en la vanguardia del frente de batalla.
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