El cine es un lenguaje universal. Las imágenes en movimiento son una forma de comunicación que trasciende fronteras e idiomas. Desde un primer momento, el cinematógrafo se extendió a toda velocidad. Japón fue uno de los países que abrazó con más entusiasmo el novedoso invento. Quizás porque las primitivas filmaciones, aún sin demasiada noción de la profundidad de campo, evocaban su iconografía carente de perspectiva. Aún hoy, su industria sigue siendo una de las más poderosas del mundo.
Akira Kurosawa creció viendo películas. Le gustaba sobre todo el cine estadounidense. Amaba los westerns. Siempre tuvo en mente hacer su propio filme del Oeste. En los años cincuenta, consolidado como el director japonés más importante y con un gran prestigio internacional, pudo contar con la financiación suficiente para llevar a cabo su proyecto.
Kurosawa regurgitó las miles de horas pasadas viendo películas de vaqueros en la historia de unos mercenarios contratados por unos pobres campesinos para librarse de los forajidos que les arrebatan la cosecha. Es un relato con aroma a Howard Hawks: un grupo de personas que forman un equipo para llevar a cabo una misión. Era Río Rojo, era The Big Sky, era Solo los ángeles tienen alas, fue, ya después de Los siete samuráis, Río Bravo…
Sin renegar de ninguna influencia, el realizador nipón entregó una obra colosal, épica, una de esas cumbres cinematográficas en las que todo es perfecto, donde no sobra ni un fotograma a pesar de sus tres horas y media de metraje. Solo en la filmación se tardó un año. Mereció la pena: Los siete samuráis es un festín para los sentidos. La puesta en escena es milimétrica e impulsa al espectador a congelar cada imagen para recrearse en ella. Kurosawa coloca a los actores en cuadro con una meticulosidad obsesiva. Poco importa que se trate de un personaje, dos o veinte o cuarenta… La precisión es la misma, ya sea en primeros planos, planos medios, planos generales, panorámicas, zooms o travellings. La impresión es de maestría absoluta, con la sensación de que la cámara está justo en el lugar adecuado, que no podía haber estado en otro emplazamiento. Llevó a otra dimensión el trabajo de William A. Wellman en The Ox-Bow Incident y de Dreyer en La pasión de Juana de Arco. Era el trabajo de un artista en el punto más álgido de su talento.
Las escenas de acción dinamitaron todo lo conocido hasta el momento. A Kurosawa no le importaba la claridad narrativa. En el cine clásico se entendía que el público debía comprender lo que estaba sucediendo: quiénes eran los rivales, dónde estaban situados, quién disparaba y, en consecuencia, quién caía abatido…. Para Kurosawa, una batalla era sinónimo de caos, una vorágine que embotaba los sentidos y en la que era imposible discernir de dónde venían los disparos. Su objetivo era colocar a la audiencia en el centro de ese torbellino, que el espectador estuviera igual de desorientado que los combatientes. Para ello, rodó las secuencias con múltiples cámaras, varias de ellas de formato ligero y utilizadas a modo de guerrilla fílmica: sus operadores no se ajustaban a un esquema preconcebido y tenían libertad absoluta de movimientos. Algunos no dudaron en meterse entre las patas de los caballos. Posteriormente, troceó todo ese material en la sala de montaje, atendiendo más a criterios expresivos que a la lógica argumental. El resultado fue demoledor. Sam Peckinpah le copió, casi con papel y bolígrafo, para sus célebres escabechinas, cámara lenta incluida.
Pero la brillantez técnica no opaca la melancolía de la historia. Los orgullosos samuráis son, básicamente, juguetes rotos. Las guerras feudales han concluido y estos mercenarios ya no tienen señores a los que servir. Viven en una tierra de nadie, anhelando un pasado que no volverá y sin encajar en un presente que no los necesita. Como apunta uno de ellos con amarga clarividencia: en realidad perdieron todas las batallas, con independencia de cuál fuera el resultado, porque ninguna de ellas era una batalla para sí mismos, sino para otros.
Es por eso que aceptan la nada honorable misión que les proponen unos míseros campesinos, sin más pago que la comida. Impensable en otros tiempos. Imposible no ver aquí a los desesperados pistoleros que proponía Peckinpah –de nuevo Peckinpah– en Grupo Salvaje o a Gary Cooper y Burt Lancaster rumbo a México en la correosa VeraCruz.
Contra todo pronóstico, estos maltratados guerreros encontrarán algo parecido a la redención en la tan supuestamente innoble tarea de combatir junto a unos pobres labriegos, cura de humildad incluida: como les afean en un momento dado, si los campesinos son cobardes y mezquinos es porque durante siglos los samuráis, enfrascados en sus interminables guerras, les saqueaban sus cosechas, violaban a las mujeres y mataban a quienes osaran protestar. El honor y la gloria tienen una cara oculta de crueldad e injusticia.
Sin embargo, finalizada la misión regresarán a esa tierra de nadie, como fantasmas sin hogar, condenados a vagar eternamente. Terminada la batalla, termina también el sentido de sus vidas. Ni siquiera el amor les salva. Es sorprendente que Los siete samuráis y el grandísimo western que es The Searchers, despachado ese mismo año por John Ford, finalizaran de forma casi idéntica, con sus protagonistas ajenos a las comunidades que han ayudado a salvar –el poblado campesino en el caso de Kurosawa, la familia Edwards en el del estadounidense–. No hay noticia de que uno estuviera al tanto del proyecto del otro. Son las misteriosas y fascinantes coincidencias que se dan entre los genios.
La onda expansiva de Los siete samuráis fue gigantesca. Cambió la forma de rodar, tanto de los westerns como de las películas de acción en general. El tono crepuscular se adueñó de la pantalla, desde Cheyenne Autumn hasta Ride the High Country –sí, otra vez Peckinpah–; de Vera Cruz a El hombre que mató a Liberty Valance. Los italianos adoptaron la fisicidad y la gesticulación extrema –Eli Wallach, en El bueno, el feo y el malo es Toshiro Mifune– para sus spaghettis westerns. Corbucci copió los escenarios para su Trilogía del Barro: los resecos y polvorientos desiertos serían sustituidos por pesados terrenos enfangados. No fue el más ladrón. Sergio Leone le saqueó a placer toda su filmografía. El propio Kurosawa le escribió felicitándole por el mayúsculo éxito de Por un puñado de dólares pero recordándole, básicamente, que se trataba de su película Yojimbo. El japonés pecó un tanto de soberbia. Bajo esa misma lógica, él también tenía una deuda inmensa con los maestros que le precedieron y que hicieron posible Los siete samuráis…