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La muerte planea sobre toda la película, ya desde su arranque en pleno Día de Muertos. Pero Macario no habla tanto de los que abandonan este mundo como de los difuntos en vida, aquellos cuya existencia es tan pobre y miserable que a duras penas pueden considerarse como tal: campesinos famélicos, desheredados de la Tierra, los eternamente excluidos desde los tiempos de la colonia –el filme transcurre en el México del Virreinato– y cuyas condiciones no mejoraron ni con la independencia, ni con la revolución ni con el desarrollismo.
El protagonista jura no volver a comer hasta poder hartarse con un pavo para él solo, sin tener que compartir con su desesperada prole, a la que en cada comida, movido por la compasión paterna, cede su ya de por sí exigua ración. La promesa, egoísta pero comprensible, enciende una fábula de tintes surrealistas, preñada de humor negro, con ecos de Bergman y con un punto de crítica social suficiente para un director que desarrolló su carrera bajo el manto protector del PRI (aunque es justo recordar que posteriormente le prohibirían su valiente La Rosa Blanca, en la que denunciaba la corrupción en torno a la industria petrolera).
No hay buenos y malos en este relato. Lo que prevalece es un profundo pesimismo sobre la condición humana, y no tanto por los terribles actos a los que puede llegar como por las pequeñas miserias que jalonan el día a día. Por los paisajes coloniales desfilan arribistas, mentirosos, aprovechados, chismosos, murmuradores, arrogantes, abusadores, envidiosos, el convencimiento de que a los pobres les acompañará siempre su mala fortuna y la certeza de que la única igualdad posible llega con la muerte. O ni siquiera eso: basta con echar un vistazo a las pantagruélicas ofrendas de alimentos para los fallecidos ricos, como comprueba desconsolado un niño hambriento.
Imposible no conmoverse con las desventuras de Macario, a quien Ignacio López Tarso –uno de los actores mexicanos más solventes, prolíficos y longevos: a sus 98 años continúa actuando– confiere la dosis justa de ternura y, a la vez, de dureza. E imposible tampoco no proyectar la historia hasta tiempos más actuales: los descendientes de Macario serán los delincuentes quinceañeros hacinados en los arrabales de las grandes ciudades a los que ya había retratado Luis Buñuel, una década antes, en la igual de imprescindible pero mucho más contundente en términos de denuncia Los olvidados.Macario cierra con honores, nominación al Oscar incluida, la llamada Edad de Oro del cine mexicano, aunque estas clasificaciones temporales son gelatinosas y enormemente discutibles. Lo cierto es que la industria cinematográfica azteca siempre ha tenido un nivel superlativo y no es aventurado calificarla como la más importante de habla española. Los Iñárritu, Del Toro, Cuarón, Estrada y demás luminarias actuales no surgieron de la nada.