¿Cuánto es capaz de aguantar el cuerpo? ¿Cuánta carga física es capaz de soportar antes de caer desplomado? ¿Y si ese cuerpo es el de un tipo de cincuenta y seis años con sobre peso y una vida sedentaria que se ha alargado ya demasiados años? ¿Y si ese tipo, por azar del destino, por necesidad, porque es estúpido o por lo que sea, termina trabajando como mozo de almacén en un centro logístico de Amazon? Así llaman a esos armatostes impolutos y horrorosos en los que la única lógica que asoma la nariz es la del consumo. ¿Entonces, qué? ¿Qué ocurre con ese cuerpo desgastado y oxidado? ¿Cuánto tiempo durará antes de que se desmorone como un castillo de naipes?
Estas preguntas burbujean en mi cabeza mientras avanzo por pasillos brillantes sembrados de señalizaciones que me indican todo aquello que no puedo hacer. Detrás de mí, como si se tratase de un perro fiel, arrastro la transpaleta sobre la que se desplaza muy ufana y relajada una enorme caja de cartón a la que aquí, vaya uno a saber por qué, llaman gaylord, repleta hasta arriba de paquetes y que debe pesar alrededor de trescientos kilos. A mi alrededor un enjambre de hombres y mujeres, la mayoría muy jóvenes, van y vienen con su cargamento, raudos pasan a mi lado, me dejan atrás como eficientes flechas que surcan el aire y dan, siempre, en el blanco. Es tal la energía que emana de ellos que me avergüenzo de mi paso lento, trastabillante, obstaculizado por el dolor en las plantas de los pies, el ardor hirviente de las llagas en los talones y en los dedos, el bufido sordo y profundo de las rodillas.
Ayer caminé durante cinco horas. Hoy, cuando termine mi turno, habré caminado siete horas. La última vez que caminé tanto tiempo tenía dieciocho años y bajaba de la Laguna Verde, a los pies del pico Humboldt, hacia la ciudad de Mérida. Treinta y ocho años ya de aquel descenso interminable con un morral de veinte kilos a la espalda, rodeado de una naturaleza agreste, quebrada, violentamente hermosa. Durante aquel descenso llegué a sentir verdadera desesperación, puesto que aquella trocha no se acababa nunca. Pero entonces el paisaje fungía de bálsamo que aliviaba el desespero. Además, era joven, rebosante de energía, enamorado de la montaña, tenía toda la vida por delante y los sueños aún palpitaban con vitalidad y alegría. Ahora, en cambio… Bueno, ahora se trata de sobrevivir en el interior de este armatoste tecnológico, de dar un paso y luego otro, intentar llegar entero al final de la jornada.
A falta de juventud, huida hace ya tiempo, uso un mantra a modo de muleta que me permite olvidar el tiempo, su bellaca insistencia en no transcurrir. Es un mantra que denota un ego que mi vida, lo que he hecho con ella hasta el momento, se empeña en desmentir. Un mantra ridículo y engañoso, pero que sirve para mis propósitos. El mantra es: Yo soy escritor. Pongo toda mi atención en esta frase. Me refugio en estas tres palabras, haciendo hincapié en la última. No importa que no sea verdad. Da igual que sea una ilusión. Metido allí, en esa frase mentirosa, me protejo del tiempo, del agotamiento, del dolor.
También, a manera de protección emocional, imagino que me someto a un estricto y duro régimen de ejercicios con el fin de bajar de peso, fortalecer y tonificar músculos, mejorar mi condición cardiovascular, en fin, hacerle un cariñito a mi salud. Este último truco tiene una base apuntalada en la realidad, y es que aquí el esfuerzo físico es considerable. Todo suma, aunque el resultado final no alcance las expectativas y me vaya hundiendo irremisiblemente en un agotamiento doloroso y el cuerpo tienda a apagarse y en alguna oportunidad me haya quedado dormido mientras arrastraba a mis espaldas la pesada carga.
Y luego, llega un momento que podríamos llamar la calma antes de la tempestad, ese momento después de que el primer frente del huracán arrasa la ciudad y se instala una calma como de muerte en la que los supervivientes miran aturdidos las ruinas de lo que alguna vez fue su hogar. Una paz tensa en la que el dolor y el agotamiento parecen ceder espacios y se aviva la esperanza de llegar al final del turno. Todo falso. Es lo que les ocurre a los moribundos, que al filo de la muerte, de pronto, la vida pereciera volver con renovadas energías, los ojos vuelven a brillar y a enfocar con lucidez la realidad circundante y el cuerpo, en general, se revitaliza, pero que en realidad no es más que una toma de impulso para lanzarse al abismo definitivo. Así que cuando el ojo circunspecto del huracán da paso de nuevo a la tempestad y el mar vuelve a meterse tierra adentro, lo poco que queda en pie es derribado y los supervivientes desaparecen, arrastrados por las rabiosas aguas.
En ese momento, no sé yo si debido a mi desesperación, me parece ver de refilón a Dante Alighieri cruzar un pasillo arrastrando una transpaleta con su abarrotado gaylord encima. Y aunque sin lugar a dudas se trata de una alucinación producida por el cansancio, me parece absolutamente lógico que Dante se pasee por los predios de lo que muy bien podría ser el décimo círculo del infierno, aquel en el que se consumen las almas de los desaforados y compulsivos compradores, cargando, descargando y trasladando por toda la eternidad una infinita cantidad de paquetes y cajas en el interior de un recinto tecnológico del que no saldrán jamás.