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Matar a un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962)

  • Alejandro Fierro Alejandro Fierro

  • 10 febrero, 2022

    Matar a un ruiseñor ha pasado a la historia como un drama judicial, pero es mucho más que eso. Sucede que el alegato de Atticus Finch ante la Corte es tan definitivo que amenaza con eclipsar al resto de la crónica de un pueblecito del sur profundo de Estados Unidos durante la Gran Depresión. Porque ante todo, este filme es el retrato de una comunidad atravesada por sus contradicciones, con sus luces y sus sombras, desde una solidaridad instintiva que garantiza la supervivencia hasta un racismo tan enquistado que las leyes terminan por adaptarse a él; de la creencia en un sistema democrático que rija las relaciones entre las personas a los devastadores efectos de la pobreza, el subdesarrollo y el analfabetismo…

    Aunque la cinta está ambientada en los años treinta, es evidente que Robert Mulligan está hablando del Estados Unidos de los sesenta, un país en plena convulsión en el que conviven la segregación racial, Vietnam, un conservadurismo aún anclado en la derrota nunca asumida de los confederados en la Guerra Civil, la lucha por los Derechos Civiles, la eclosión de los movimientos de liberación y los vientos de cambio que prometía la administración Kennedy.

    El guion de Horton Foote –merecido Oscar por sintetizar la densa novela de Harper Lee-– se mueve entre el mundo de los adultos y el de los niños, ambos presentes en una misma familia, la formada por el abogado Atticus Finch, viudo, y sus dos hijos, Jem y Scout. El padre representa el intento de lograr una vida mejor a través de la justicia, el diálogo y el entendimiento, a la vez que enfrenta la tarea de educar en soledad a los pequeños. Su aparente bonhomía es puesta en entredicho por acciones que revelan que, bajo la capa civilizatoria, bullen los instintos más primarios: es capaz de descerrajarle un tiro a un perro o de aceptar atajos que poco o nada tienen que ver con la ley. En el fondo, tal vez no sea tan distinto a esa comunidad a la que trata de conducir por el camino de la rectitud. 

    Para Gregory Peck fue el papel de su vida. Apostó por él sin reservas y terminó firmando una interpretación para todos los tiempos. Llenó de matices y sutilidad a un personaje de esos que caminan sobre el alambre. Cualquier paso en falso habría arruinado la función. Fue su único Oscar tras cuatro intentos fallidos. Matar a un ruiseñor significó tanto para él, que en su funeral el panegírico fue leído por su compañero de reparto, Brock Peters, quien encarnó en la película al acusado defendido por Atticus Finch. Terminó la lectura del elogio fúnebre con un sentido “a mi amigo Gregory Peck; a mi amigo Atticus Finch”.

    Cuando la cámara desciende a la altura de los niños, la película cobra nuevos vuelos. Los asombrados ojos infantiles tratan de desentrañar lo que sucede a su alrededor. Digieren como pueden la miseria lacerante, la crueldad a la que pueden llegar sus convecinos o la marginación de los diferentes. Mary Badham, con solo 10 años, difumina cualquier controversia sobre si las actuaciones de los niños merecen el reconocimiento de los grandes galardones. Fue nominada, con toda justicia, a mejor actriz secundaria. Curiosamente, perdió ante otra menor, Patty Duke, que apenas tenía 15 años cuando participó en The Miracle Worker. 

    Matar a un ruiseñor es un caleidoscopio que incluye melodrama, cine familiar, aventuras, terror gótico, comedia costumbrista, slapstick, crítica social… Sorprende su coherencia narrativa a pesar de un material tan disperso. Casi sesenta años después, ese microcosmos ficticio que es Maycomb permanece como un símbolo de las dificultades de las relaciones humanas, de la complejidad de vivir en sociedad, de las buenas intenciones que se estrellan contra la dura realidad, de la existencia de los excluidos y de esa necesidad universal que es amar y ser amado…

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    Alejandro Fierro

    Alejandro Fierro

    Islas Canarias, 1968. Cinéfago impenitente desde la infancia y periodista cinematográfico a partir de la década de los 90, cree a ciegas en el mandamiento de Truffaut de que el cine para leer es tan importante como el cine para ver. Creció con solo un canal de televisión y paradójicamente eso le permitió ampliar su mirada: se veía lo que se emitía, ya fuera un clásico de Hollywood o un filme neorrealista italiano.

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