El narrador argentino Matías Segreti (Buenos Aires, 1982) publicará su cuarta obra por entregas semanales en MenteKupa, todos los jueves desde este 16 de abril, con ilustraciones del venezolano Aarón mundo. Se trata de la novela El dialecto de los ladrones.
En el sur del continente un hombre se transforma en santo. Dirán que es un ladrón y un retobado, un desertor. Lo asesinan en soledad y sus últimas palabras convertirán la muerte en milagro. Más de cien años después, un joven tiene la misma desgracia, convertirse en leyenda de los pobres.
A menos de una semana de la publicación del primer capítulo, MenteKupa conversa con Matías.
¿Qué estimuló tus ganas de publicar tu tercera novela en este formato?, por entregas de regularidad semanal y en una revista digital.
Para ser claros, creo que todavía hay muchos intermediarios entre el autor de una obra y el público. La publicación en papel, la distribución, la presentación tradicional corresponden a una dinámica propia del siglo anterior. Si bien hay nostálgicos del papel y de prácticas institucionalizadas de la industria del libro (de la que también participo en parte), creo que es necesario revisar las formas de llegada, el vínculo con les lectores y el aprovechamiento de las nuevas tecnologías. Todo esto sin escatimar la posibilidad de la experiencia, hay que pensar nuevas formas de transitar la relación entre el autor y les lectores.
¿Cómo son tus hábitos de escritura? ¿A qué hora del día y en qué lugares escribes? ¿Tienes un ritual específico? ¿Te sale todo de un tirón, como un chorro, o más bien a cuentagotas?
Me considero un trabajador. En todo caso soy una persona que escribe, que está interesada en contar historias. A veces tengo la sensación de que la inspiración como bendición de una idea me ha llegado. Luego desestimo esa fuente y me doy cuenta de que a la escritura la tomo como un trabajo que desarrollo, prácticamente, todo el tiempo. Hay una tensión de búsqueda, hay una mirada de extrañeza sobre lo que quiero contar, hay imágenes, suelo comer lo que comerían mis personajes, viajo a los pueblos que narro, transito la vida como si fuera parte de los relatos y eso implica una dedicación. Y mientras escribo, a veces de un tirón, a veces chorrea, y muchas veces son gotas, pero siempre en el mismo proceso de trabajo.
¿Qué autores latinoamericanes reconoces como influencias de tu escritura? ¿Conoces escritores venezolanes?
Preferentemente son argentines a los que leo y vuelvo en búsqueda de algunas referencias. Del siglo XIX, Lucio Mansilla, Sarmiento y Hernández. Del XX, Borges, por supuesto, es la columna de mis lecturas; Macedonio Fernández, que fue de alguna manera su maestro. También Osvaldo Lamborghini, Carlos Gamerro, Sara Gallardo. Más contemporáneos me gustan autoras como Gabriela Cabezón Cámara, a la que admiro profundamente, también Camila Sosa, Gonzalo Unamuno y Cristian Alarcón. Todos con registros muy distintos entre ellos. La poesía de Tomas Rosner, de los Fatales, me parece sumamente interesante desde la corriente de la tradición oral. Latinoamericanos, Bolaño, el paraguayo Augusto Roa Bastos, el brasileño Jorge Amado. Venezolanes he leído a la poeta Yanuva León, a Nathan Ramírez y José Negrón Valera, con el que tuve la suerte de participar en un conversatorio en la FILVEN 2018.
¿Cómo han sido recibidas hasta ahora tus obras por la crítica? ¿Qué piensas sobre el canon literario y la función de la crítica en Latinoamérica?
Las recepciones fueron muy buenas y estoy muy agradecido con les lectores. Inesperadamente mi primera obra se agotó en muy poco tiempo. Y digo inesperadamente porque al ser una primera novela, la expectativa suele ser más moderada. Las otras obras también fueron bien recibidas. La última novela todavía no salió a librerías por el avance del COVID. Creo que la crítica, como institucionalización de premisas, juzgamiento y miradas sobre las obras, también debe revisarse. Al considerarme un trabajador, creo que todos aquellos que emprenden la escritura también de alguna manera lo son, aún siendo de clases privilegiadas. Por supuesto que mi afecto está más vinculado a los escritores nacidos del pueblo, pero eso es otra cosa. Cuando digo trabajador me refiero a la construcción de la obra. ¿Quién tiene derecho a decir que algo es bueno o malo, si se trata del esfuerzo de otra persona? Me parece injusto. La crítica, en la medida que es formativa, orienta, traduce registros, conecta corrientes, contribuye, si no es un elemento más de un sistema punitivista al servicio de un orden viejo, de la buena o mala cultura, y eso hay que desterrarlo.
Tus dos novelas anteriores (Aunque a nadie ya le importe y El día que conseguí trabajo) fueron publicadas por editoriales argentinas, y el libro de relatos (Los brutos) por una editorial peruana. En esta oportunidad incursionas en el circuito cultural venezolano, ¿qué expectativas tienes?
En principio volver a Venezuela, pero ahora de manera virtual. Mi expectativa es que haya alguien que se sienta conmovido por los relatos. Esa es mi intencionalidad siempre. Que les guste, que les entretenga. Con eso estoy conforme.
Se trata de tu cuarta obra en menos de cinco años, todas coinciden en ficcionar memorias de la pobreza argentina, ¿a qué se debe esa relación productividad-tiempo-consciencia de clase?
Creo que se trata de un compromiso con la historia, pero también con mi presente y futuro. Y no lo hago desde un lugar de filantropía cultural, en la que el escritor cuenta lo que otros no pueden porque son carentes de voz. No, yo vengo de ese lugar. Mis viejos vivieron quince años en un conventillo, nosotros otros quince, siendo seis en un departamento de dos ambientes. Mis viejos apenas terminaron sus estudios primarios e hicieron de todo para que podamos comer, estudiar y elegir nuestro camino. Un esfuerzo que me emociona y al mismo tiempo me sitúa en el lugar donde estoy. Y el otro elemento, en el que se teje todo eso, es la política, creo fervientemente en la política. Si un escritor/a no se considera un sujeto político, que se dedique a chupar clavos, tal vez ahí encuentre algo más comprometido.
¿Por qué tomaste como focos de esta historia la delincuencia y la religiosidad popular?
¿Hay algo más atractivo que escuchar o contar algo vinculado al delito?, ¿a lo ilegal, a lo que transcurre en los márgenes? El relato de la violencia, de la delincuencia es, por un lado, morboso, y por otro lado es familiar. Mi intención es saltar por encima de la morbosidad y encariñarnos con esas personas de piel y tripas que atraviesan esa lógica como proyecto de vida. Es muy interesante y es algo que sucede desde los primeros bandoleros sociales, que se negaban a matar hermanos de otros países o indios y se fugaban. Creo que hay una conexión entre esos gauchos matreros que vivían al margen de la autoridad y eran refugiados por las familias campesinas y los chorros que son protegidos en la villa. Y la religión teje todo eso desde una perspectiva mística, casi fantástica.
Supone un gran desafío mantener el interés de los lectores en una dinámica que los obliga a esperar una semana entre capítulo y capítulo, especialmente cuando lo inmediato y lo instantáneo están moldeando cada vez más nuestra subjetividad, ¿qué cualidades tiene El dialecto de los ladrones para superar este reto?
Está pensada como una serie. Es el relato de Antonio “el Gauchito Gil”, que fue un gaucho que participó de la guerra contra el Paraguay y luego desertó. Un gaucho es como un llanero, esa sería la homologación más confiable. Antonio fue perseguido y encontró en el robo a estancieros ricos, la posibilidad de refugio entre los pobres. Después de su muerte empezaron los milagros. Cada año doscientas mil personas peregrinan al lugar donde lo asesinaron. Pero también se cuenta la historia del Guacho, un pibe de una villa muy popular del conurbano bonaerense que se hizo delincuente, un poco por herencia, un poco por presión. Parte de los relatos son verídicos y, creo, que al ser reales también son hipnóticos.