Siempre hay una primera vez para todo. Eso dicen. Desde luego yo tuve mi primera vez en La Macarena. Vaya manera de perder la virginidad. Un bautismo de fuego. Era noviembre, un mes triste de cojones. El frío se había instalado a sus anchas en Barcelona. Sin embargo, el interior de la discoteca era un horno. Debían ser cerca de las tres y media de la mañana. Ya no cabía ni un alfiler. La cola de los baños llegaba hasta la sala y era tal como debe ser la cola de los baños de una discoteca: cachonda, impaciente, vibrante de desesperación y alcohol. Yo comencé esa noche trabajando en el guardarropa (una jungla de abrigos que crecía como la mala hierba) y de paso debía cuidar la fila de los baños, cuando Vinobien Valdenegro bajase a recoger las botellas de la sala o saliese a fumar. En ese momento lidiaba con los abrigos de cuatro inglesas con las que apenas me entendía. Y efectivamente se asomó Vinobien Valdenegro y me dijo que me encargara de la cola, que él bajaba a limpiar la sala y, de paso, a fumarse un cigarrito en la calle. El primero de muchos como muy pronto me daría cuenta.
Cuando terminé con las inglesas, la cola a los baños se había desmadrado. El pequeño espacio que hace de sala de espera estaba lleno de clientes excitados, con las vejigas desbordadas, un poco cabreados por la espera, peleando por un puesto en la fila que ellos mismos habían desordenado. Entonces, de uno de los dos baños (que son individuales) salieron cuatro chicas. ¿Cómo coño lo hacen?, ¿cómo hacen para meterse cuatro en un baño en el que a duras penas entra una persona? Es un misterio.
Las chicas salieron muy contentas del baño. Cantaban YMCA de los Village People. La melodía se mezclaba torpemente con el tun tun de los bajos de la discoteca. Las chicas agitaban los tragos por encima de sus cabezas (a alguna le quedaba un restillo de polvo blanco a las puertas de las fosas nasales) y se meneaban y culebreaban empujando y zarandeando a los que esperaban su turno para entrar a los baños. En menos de un segundo tenía a todo el mundo cantando y bailando. Me empezaron a palpitar las sienes. El infierno debe ser un lugar muy pequeño.
Y el infierno se hizo aún más pequeño cuando apareció Guillem. Bajo y macizo, calva brillante y cara de pocos amigos. Se hizo dueño de la situación de inmediato. Después de todo, allí a mí nadie me hacía caso. Simplemente me ignoraban y yo ya había decidido retroceder hasta un rincón y esperar a ver qué pasaba. Guillem vio mi desamparo y me dijo: Tranqui, yo me encargo. Y a partir de ese momento, efectivamente, se encargó y el rincón en el que había buscado resguardo se hizo, también, mucho más reducido. Es decir, que no sabía en dónde meterme teniendo en cuenta que el que debía encargarse era yo y que, por si fuera poco, Guillem usaba métodos muy poco ortodoxos para poner orden. Sus métodos consistían básicamente en putear a todo el mundo y ofrecer coñazos a quien osara contestarle o llevarle la contraria. Las primeras en huir despavoridas fueron las cuatro chicas fans de los Village. Con esta primera deserción las cosas se calmaron un poco. Digamos que las aguas, aunque aún agitadas, volvieron a su cauce. Sin embargo, Guillem no se daba por satisfecho y, aún cuando la fila de los baños había comenzado a reacomodarse, parecía decidido, casi desesperado, a buscar a alguien con quien pelear. Y si no estaba buscando a alguien en la fila que lo mirara demasiado tiempo o que lo mirara con malos ojos y justificara un enfrentamiento, entonces golpeaba violentamente las puertas de los baños y gritaba: ¿Os dais prisa?, ¡me cago en Dios! Entre una y otra cosa, incluso luego de algún flirteo fallido con alguna dama que casi siempre lo ignoraba, no sé yo si por miedo o desprecio, tal vez ambas cosas, entonces conversaba conmigo y me contaba su vida.
En su juventud se dedicó a atracar bancos. Comenzó pronto, a los quince años. Y se le daba bien. Llegó a atracar cinco bancos al día. Era una especie de compulsión. Estaba enganchado, dijo. Y añadió: Puedes planear un atraco hasta el último detalle, salvo la salida del banco. Eso no lo puedes planear. Cuando sales no sabes qué puede pasar. Cuando por fin sales a la calle con toda esa pasta encima no tienes ni idea de con qué te vas a encontrar. Es un punto ciego que no puedes controlar y el momento en el que el chute de adrenalina es casi insoportable. Así que cuando, al fin estás dentro del coche y te pones en marcha, alejándote del banco, la sensación de éxito, de triunfo aplastante, se parece mucho a un orgasmo. Y eso, créeme, es adictivo. Entonces se quedó callado, con la mirada perdida en algún lugar a la izquierda de mi cabeza. Luego se dio la media vuelta y desapareció por las escaleras. Me pareció que en algún momento me había dicho que pertenecía a los Boixos Nois de Barcelona, pero no estoy seguro.
Y como si se tratase de una carrera de relevos, no bien hubo desaparecido Guillem, hizo su aparición una mujer de ojos desquiciados, mediana edad, muy alta, con el pelo corto y en abierta rebeldía contra los peines y los postulados de la teoría de la gravedad, que se sentó frente a los baños con un trago en la mano y sin mediar presentaciones ni un mísero hola, me dijo que había pertenecido a los Mossos d’Esquadra y que debido a un insignificante desequilibrio de su personalidad la habían echado.
Muy pronto conocí yo dicho desequilibrio.
Le informé que si quería ir al baño tenía que hacer la cola. Me respondió que no quería ir al baño y que allí sentada estaba muy bien. Lo dijo con una sonrisa tan cálida y un tono de voz tan dulce que me tranquilicé de inmediato. Pero un segundo después se había convertido en una persona muy diferente. Y cuando digo un segundo después no me apoyo en metáforas o truquitos literarios. Es literal: en un segundo su rostro se había oscurecido, sus ojos se habían abierto tanto que parecían querer tragarse todo aquello que miraban, sus labios ya no eran cálidos sino fríos y despiadados. Y un segundo después balaba como una oveja desvalida, gordas y brillantes lágrimas rodando mejillas abajo. Y un segundo más tarde (y esto es, evidentemente, un eufemismo, porque un segundo no es ni más ni menos tarde, un segundo es un grano de arena entre todos los granos de arena que conforman las orillas de los mares de este inmenso y, sin embargo, él mismo un grano en el universo, planeta en el que vivimos), un segundo más tarde, repito eufemísticamente, su cuerpo se contraía por la ira, temblaba de odio y la boca se abría en un rugido pletórico de insultos y quejas. Y luego, en un segundo, volvía a ser la mujer dulce y cálida del principio. Y así continuamente, con pocas variaciones. Una y otra vez como en una montaña rusa emocional con suaves y apacibles ascensos y bajadas vertiginosas al borde del abismo que amenazaban con sacarte el corazón por la boca, moviéndose continuamente, sin detenerse nunca.
Se llamaba Celia, parecía una espiga barrida por el viento y estaba loca.
A mí los locos me ponen nervioso. No sé qué hacer con las manos cuando estoy en presencia de un loco. Y allí estaba aquella loca de Celia contándome la razón por la que la habían echado de la policía, mientras yo metía y sacaba las manos de los bolsillos de los pantalones, cruzaba los brazos sobre el pecho, me mordía las uñas, hacía pasar clientes a los baños y atendía el guardarropa. Me dijo, entre sollozos y risas, a veces en susurros, otras con rabiosos gritos, que fue la primera en llegar a la agencia bancaria. Fue por pura casualidad, porque estaba haciendo la ronda por la zona. Iba sola porque cuando informaron del robo por la radio, su compañero estaba en el baño de un bar. Ella decidió ir sola. Cuando llegó, el asaltante salía del banco y casi se tropiezan. Fue en ese momento cuando las cosas comenzaron a torcerse. Le tomó por sorpresa el encontronazo y a ella las sorpresas la descolocan, la desequilibran. Y esa mañana en particular había olvidado tomar la medicación antes de salir de casa, y en la comisaría no se atrevía a tomarla no fuera a ser que la pillaran.
Y se sorprendió doblemente porque el asaltante era joven y bello. Muy joven y muy bello, recalcó Celia. Así que su confusión y angustia crecieron en concordancia. En fin, para hacer el cuento corto, que mientras ella se debatía entre ponerle las esposas, meterle una bala en la barriga o abrazarlo y llevárselo para su casa, el tío aprovechó para escaparse y a Celia la echaron de los Mossos.
Entonces Celia se puso en pie, hizo una reverencia y se bajó del escenario para darle paso al siguiente participante de “Una noche loca en La Macarena”. Con ustedes el travesti nórdico. Un vikingo de dos metros de altura, de mediana edad, bronceado como solo se broncean las gentes que bajan del gélido norte del norte a broncearse en el Mediterráneo. Cabello abundante, ondulado y rubio con reflejos plateados. Llevaba consigo una enorme mochila de color negro que dejó sobre el banco frente a la puerta del guardarropa. De su voz no puedo hablar porque no abrió la boca. Allí mismo comenzó a desnudarse hasta quedar en pelotas. Durante el lento y concienzudo proceso de quitarse la ropa para luego, en otro proceso no menos lento ni concienzudo en el que se vistió cubriendo sus piernas con medias de sedas, echándose encima un vestido azul eléctrico, calzándose unos zapatos de tacón alto que dejaban ver sus dedos gruesos y recios, colgándose unos pendientes de las orejas, maquillándose frente al pequeño espejo del lavabo y, finalmente, entregándome la mochila y pagando, yo pasé por todos los estados de ánimo posibles para una situación como esa en el contexto en que ocurrió: asombro, negación, vergüenza ajena, vergüenza a secas, enfado, desprecio, miedo, curiosidad y finalmente aceptación y, sobre todo, adaptación. Para cuando el noruego, con una gracia y un garbo que uno no imagina que pueda exhibir un vikingo de dos metros de altura y cien kilos de peso, bajó las escaleras y se integró a la masa de bailarines que llenaban la sala, yo quedé curado de todo espanto. Y allí mismo, en ese preciso momento, mi estructura mental burguesa, apuntalada en toda una vida de experiencias burguesas en un barrio burgués, comenzó a desmoronarse. Toda esa mierda pequeño burguesa comenzó a hacer aguas.
Esa madrugada, al salir de la discoteca, caminando por las solitarias y silenciosas callejuelas del Gótico en las que, sin embargo, aún resonaban los ecos trasnochados de la fiesta, tuve la certeza de que la aventura no hacía más que comenzar.
¡Excelente narración Joaquin! Te cuento que creí por un momento que ibas a hacer el vículo entre Guillem y la bipolar (vistos los antecedentes de ambos). Me parecen tan buenas como el cuento las imágenes que acompañan el texto ¡son fenomenales! Se siente la embriaguez del sitio en cada claroscuro ¡Fenomenal Joaquin! ¡Fenomenal!