
He decidido ir a la presentación de Montevideo, el nuevo libro de Enrique Vila-Matas, para ver si consigo que se me contagie algo del genio del escritor barcelonés. Yo, que no me contagié ni de covid, realizo este peregrinaje con pocas esperanzas.
En el tren de cercanías voy pensando en la ciudad de París, ciudad mítica en la que me habría gustado vivir siguiendo la estela de mis héroes literarios que se hicieron escritores allí: Hemingway, Henry Miller, Céline, Cendrars y el propio Vila-Matas. Pero claro, no tengo dos amigos como Fitzgerald y Gertrude Stein de los que aprender y a los que patear el culo después como hizo Hemingway, no tengo la vitalidad lúbrica e inspirada de Miller, no soy médico como Céline, no me constriñe el odio, acaso dos o tres rencores, no me vasto a mí mismo como Cendrars, no contaré con una casera como Marguerite Durás que me alquile una buhardilla por tres lochas como le ocurrió a Vila-Matas. En fin, que París queda muy lejos.
En todo caso, voy muy tranquilo en dirección a Barcelona, con la mente enredada en estos inútiles pensamientos, ajeno al mundo como suele decirse, ajeno a los embates del destino diría yo, cuando se sienta a mi lado un hombre. Este hombre me pregunta si puedo indicarle cómo llegar a una dirección. Es extraño que en plena era del GPS alguien pregunte por una dirección. Pero todo se vuelve mucho más extraño cuando el hombre me indica a dónde se dirige: Calle Mallorca, 237. La Central, la librería en la que Vila-Matas presentará su última novela y a la que yo mismo me dirijo. Observo al hombre. Dos aspectos llaman mi atención: sus ojos alucinados, dos ventanas abiertas que fuerzan sus goznes hasta la ruptura y que parecen mirar lo que no se ve y su cabeza calva en forma de huevo. Yo a este tipo lo conozco, me digo. Y como si me hubiese escuchado, se presenta: Me llamo Crowley, Alister Corwley, el mago. Dicho esto se levanta de su asiento y comienza a bailar en medio del pasillo. Se me cae la cara de vergüenza viendo al viejo Crowley ejecutar complicados movimientos de tango con una pareja imaginaria ante los estupefactos pasajeros del tren. Es tal mi bochorno ajeno que solo se me ocurre decirle que yo mismo voy a la calle Mallorca, 237 y que con mucho gusto lo guiaré hasta allí. Mi estrategia surte efecto y Crowley deja de bailar en el acto, me mira alelado y luego grita ¡Eureka!, hace unos extraños signos con las manos, se abalanza sobre mí, me abraza, se incorpora de nuevo, se planta en medio del pasillo, mira hacia el fondo del vagón y grita: Muchachos, tenemos quien nos lleve. Tenemos nuestro guía portátil. Y desde el fondo difuso del vagón aparece la historia abreviada de la literatura portátil liderada por Duchamp, viene hacia nosotros la troupe al completo. Allí vienen en alegre procesión los exaltados miembros de la sociedad secreta, los shandys, avanzan con el desparpajo de un circo que entra por primera vez en un pueblo y perturba la santa paz de los sepulcros. Acompañados por las notas del Ballet Mecánico de George Antheil, quien dirige la orquesta invisible con una diminuta batuta, vienen Walter Benjamin, tomado del brazo de Duchamp, Picabia y su inmejorable sonrisa, Federico con los fusiles clavados en la espalda y sin embargo radiante y verde, Geogia O’Keeffe destilando el dulce veneno de femme fatale que tanto bien le hace a los portátiles, Jacques Rigaut enmarcado por la ventana de un quinto piso, William Carlos Williams besando los pies de la O’Keeffe, Pola Negri desencajada en una sonrisa trastornada, Valery Larbaud cargando con el maletín de color rojo en cuyo interior se agita su obra portátil, Savinio, Littbarski, Gómez de la Serna, Stephan Zenith, Borges caminando de espaldas, Fitzgerald y el licuado alcohol de los palacios en decadencia, Cesar Vallejo muriendo bajo un aguacero, Céline odiando a diestra y siniestra con un lenguaje nuevo, arrebatado, Dalí trasnochado y esfinge del sueño, y atrás del todo, dirigiendo como buen pastor a las bestias del arte, Robert Walser se sacude la nieve de la ropa.
Crowley, junto a mí, aplaude rabiosamente y llora como una magdalena emocionado por la conjura shandy y, por tanto, portátil, que se nos viene encima. En ese instante pienso en otra sociedad secreta, otra conjura disuelta ya hace muchos años, al otro lado del Atlántico, en las tierras tropicales que me parieron: El Esperpento. Y en su recuerdo y en el recuerdo de sus miembros alzo una imaginaria lata de cerveza y hago un silencioso y emotivo brindis.
En resumen, la furiosa y disparatada banda shandy llega hasta nosotros justo cuando el tren se interna en el túnel que nos dejará en Plaza Cataluña, debajo del centro mismo de la ciudad de Barcelona. Y cuando el tren se interna en el túnel ocurre la acostumbrada falla eléctrica que sume los vagones en la oscuridad más impenetrable. Y con la oscuridad llega un extraño silencio acompañado de un baile de leves sombras chinescas que se dispersan. Cuando el flujo eléctrico se restituye y retorna la luz con parpadeo torpe y apurado, la sociedad portátil ha desaparecido. Miro a mi alrededor y solo veo los mismos rostros cerrados y abatidos que cada día van o vienen del trabajo. Mis ojos se detienen en un pequeño objeto que parece abandonado en el suelo del pasillo, frente a mí. Lo recojo. Es la mínima batuta con la que Antheil dirigía la orquesta invisible que tocaba las notas del Ballet Mecánico.
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Amenaza lluvia en Barcelona. Raudos nubarrones negros avanzan sobre la ciudad y yo camino despacio hacia la librería, pensando en que Paula de Parma es un bello misterio y que ojalá no aparezca en la presentación del libro de su amado escritor porque aspiro a que siga siendo eso, un bello misterio. Camino despacio, muy despacio, como si temiera llegar a mi destino, como si quisiera retrasar el momento en el que el mítico autor se rebaje a la condición de pedestre ciudadano. Entonces pienso en las enormes expectativas que ha generado esta última novela de Vila-Matas. No recuerdo que esto haya ocurrido con otros libros del autor. La idea me acojona. Siento auténtico pavor, puesto que es bien sabido que las expectativas nunca se cumplen. Esa es su naturaleza. Son puntos suspensivos, un signo de exclamación que no se cierra. Empiezo a temblar. El cuerpo se me hace tan chico que necesito arrancármelo. Me asfixia y me escuece. Por suerte paso frente a un bar. Entro. Me dirijo a la barra y pido una cerveza. Me la bebo de un tirón. Cuando pido la segunda ya me siento un poco mejor. Realizo tres inspiraciones y expiraciones profundas entre trago y trago. El cuerpo se me va aflojando. Empiezo a encontrar espacio dentro de mí. Un mundo mínimo aún, pero en el que puedo respirar. Para cuando termino la segunda cerveza el miedo ha desaparecido y me estoy meando. Pregunto por el baño. Una pregunta retórica porque siempre está al fondo a la derecha. Pero en este bar en particular está al fondo a la izquierda. Miro al camarero por primera vez. Quiero decir que me percato de su rostro, que lo escudriño, que le presto atención. ¿Por casualidad usted conoce a Alister Crowley?, digo. Por casualidad no, responde imperturbable y luminiscente el camarero, el muy mamón. Lo miro con mayor atención. Esas orejas, esa mirada triste. No sé yo. El tipo no me da tiempo a pensar. Recuerde que el baño está al fondo a la izquierda, repite guiñando un ojo y poniendo un papelito plegado en mi mano. Me voy con la impresión de haber dado la contraseña correcta que me ha permitido introducirme en el mundo secreto de las conspiraciones. Avanzo, despliego el papelito y leo: “Tire de la cadena con la mano izquierda. Sea listo y no nos abandone. Queme toda evidencia”. Más claro no canta un gallo. Es evidente que estoy en medio de una conjura. Caminando en dirección al baño por ese pasillo cada vez más angosto, cada vez más oscuro, que se alarga en demasía y que le da un contexto muy distinto a un bar que en principio parecía mínimo, pienso en lo rápido que puede desmoronarse la realidad o transformarse en algo extraño e inquietante. Y excitante, también. Yo, que mis únicos sobresaltos son los de las facturas, metido en una aventura. Una peripecia de la mente, es cierto, en la que lo único que arriesgo es la cordura. Avanzo siempre en línea recta. Las paredes rezuman humedad y el pasillo se estrecha tanto que me veo obligado a caminar de medio lado. Mi enorme barriga, inflada y tensa por efecto de los gases de la coca cola, roza la pared cubierta por el polvillo blanco de hongos muertos. Pasado cierto punto la oscuridad es absoluta. Solo a mis espaldas, muy lejos, un mísero punto de luz titilante en el que imagino la barra del bar en la que hace unos minutos me tomaba unas cervezas. ¿O es, tal vez, el último vestigio de una estrella muerta hace siglos? En lugar de responderme una pregunta tan absurda, enciendo la linterna de mi móvil y sigo avanzando. Y mientras avanzo iluminado por las luz fría y tecnológica del móvil, esa extensión de nuestras necesidades, recuerdo, de pronto, este fragmento de El túnel de Sábato: “No sé cuánto tiempo pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte”. Y luego este otro: “En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida”. Yo, es evidente, estoy transitando mi propio túnel. Que en eso se ha convertido el pasillo que debe llevarme a los baños del bar, en un largo, angosto, oscuro, húmedo y solitario túnel en el que mi vida podría desvanecerse. Pienso esto y sorpresivamente topo con la puerta de los baños. Mis trágicas ideas tropiezan y caen de manera aparatosa y ridícula. Vuelvo a prestar atención a mi vejiga que se queja con un desagradable cosquilleo allí abajo. Abro la puerta y entro al minúsculo baño. Apenas tengo tiempo para incomodarme. Echo una larga meada. El cuerpo se va aflojando en un delicioso alivio, casi orgásmico. Luego tres sacudidas y pa dentro. Y cuando voy a tirar de la cadena, recuerdo las instrucciones del camarero y uso la mano izquierda. Luego de tirar de la cadena no ocurre nada más que el agua girando en el váter. Mi desilusión es grande al comprobar que no se abre una puerta secreta, que el baño no gira sobre sí mismo hasta calzar con un pasadizo iluminado por antorchas, que no es una suerte de ascensor que descenderá doscientos o trescientos metros y me dejará en una sala subterránea en la que se me revelará un gran secreto. Nada. Solo el agua del váter succionada por las cañerías. Resignado a volver sobre mis pasos, volver al bar, tomarme la tercera cerveza y luego continuar camino hacia La Central, abro la puerta y descubro que el oscuro y húmedo pasillo y la lejana luz titilante han desaparecido. En su lugar me encuentro con una lúgubre nave en cuyo centro veo un ring de boxeo iluminado desde arriba por una mísera lámpara que proyecta más sombras que luz. Sobre el ring, una extraña comparsa realiza un concilio rodeando el cuerpo tendido de un hombre con las manos enfundadas en sendos guantes de boxeo y el rostro tumefacto. Se trata de Vargas Llosa. Quienes confabulan sobre su cuerpo malherido son Rodrigo Fresán, Enrique Vila-Matas y Roberto Bolaño. Este último tiene entre sus manos un grueso fajo de hojas que no para de blandir frente a sus interlocutores, mientras habla con su habitual tono contenido, pausado, casi un susurro, pero también seguro de sí mismo y siempre irónico. Aquí tienen mi última novela, dice. Si estuviese vivo la llamaría Tormenta de mierda. Pero como no es el caso y lo convenido es que la firmemos como Carmen Mola, llamémosla Susurros en la niebla o algo así. No conviene asustar a los potenciales lectores. Recuerden cuál es el objetivo: desenmascarar a esos tres papanatas que ganaron el Planeta como primer paso para dinamitar las bases de la industria editorial. Debemos convencer al mundillo literario de que Carmen Mola existe, que es de carne y hueso y escribe bellas obras de arte como esta y que los tres judas solo pretenden aprovecharse de su buen nombre para escribir esos apestosos bodrios policiales. Dicho esto, Bolaño le entrega el manuscrito a Vila-Matas que lo recibe y observa con temblorosa reverencia. ¿Y qué hacemos con este?, pregunta Fresán señalando a Vargas Llosa que ronca y babea sobre el suelo del cuadrilátero. Desháganse de él, dice Bolaño. ¿Y cómo se hace eso?, pregunta Vila-Matas dando un paso atrás y abrazando el manuscrito contra su pecho. Bolaño se encoje de hombros. Roberto, nosotros nunca hemos hecho algo así. No parece cosa sencilla, dice Fresán. Exacto. Y yo ahora tengo la presentación de mi libro, dice Vila-Matas. Bolaño vuelve a encogerse de hombros: Pues, déjenlo aquí mismo. En ese momento la lámpara sobre el cuadrilátero estalla con grandes chispazos y la nave queda a oscuras. Escucho un prolongado y delgado aullido al que se sobrepone el de golpes amordazados y jadeos, y luego la voz entumecida de Vargas Llosa que pregunta por García Márquez. Pónganmelo en frente a ese mameluco pa que sepa lo que es un hombre. Se va a enterar. Lo voy a dejar ciego a trompadas. Los gritos del peruano se van apagando. Luego risas y más gritos y las sirenas de una ambulancia o, tal vez, de la policía. Yo aprovecho el oscuro y ruidoso caos para escabullirme por donde he venido.
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La presentación del libro de Vila-Matas es un éxito de público (malditas expectativas). Debido a mi bizarra aventura en el cuadrilátero de la literatura he llegado tarde y me he visto obligado a sentarme en un lateral, junto a una muralla de hojas de laurel que apenas me permite entrever la mesa en donde se sentará Vila-Matas junto a Rodrigo Fresán, el presentador de la novela. Por la puerta ventana que conecta el interior de la librería con el patio se asoman unos mostachos blancos y seguidamente la cara de Alejandro Padrón, autor de París siempre valía la pena que junto a París era una fiesta de Hemingway y París no se acaba nunca del propio Vila-Matas conforman una trilogía involuntaria sobre la mítica ciudad en la que tantos hemos querido vivir, es decir, escribir. Junto a Padrón viene otro escritor venezolano, Pedro Plaza Salvati, al que había imaginado más alto y una suerte de gentleman muy comedido estilo Bioy Casares, o algo así. En cambio es más bien bajito y uno tiene la impresión de estar ante un niño constantemente asombrado frente al mundo. Se sientan un par de filas detrás de mí en una ubicación aún peor que la mía, ¡ja! A pesar de que estamos conectados a través de las redes sociales, mi patológica timidez me impide acercarme a saludar. Al rato llega el escritor y fotógrafo colombiano Tony Arévalo, con el que había quedado para disfrutar de la presentación y luego tomarnos unas cervecitas y continuar nuestra conversa allí en donde la hemos dejado. Tony se sienta a mi lado y comienza a contarme detalladamente su odisea tras los pasos de García Márquez por la ciudad de Barcelona. Un verdadero esfuerzo intelectual y un canto de amor al escritor colombiano. A nuestro alrededor pulula el mundillo literario de la ciudad. No conozco a nadie. No es gran cosa lo que veo. En ese momento caigo en la cuenta de que si Paula de Parma estuviese aquí, no sabría reconocerla. En ese momento, también, Tony me da un codazo y me señala el interior de la librería. Por ahí vienen Vila-Matas y Fresán. Por un segundo temo verles las manos manchadas de sangre, pero lo cierto es que llegan muy distendidos, muy relajaditos, como si vinieran de una sesión de masajes y no de un extraño ring de boxeo en donde se conspiraba y en donde la literatura se había dado unos cuantos guantazos en la oscuridad. Ahora Tony me da la lata para que me pare y vaya a pedirle a Vila-Matas que firme mi ejemplar de Montevideo. Yo ni loco voy a hacer tal cosa. No voy a molestar al maestro mientras conversa con amigos antes de iniciar la presentación. Y mucho menos luego de haber visto lo que he visto, luego de haber sido testigo de lo que intuyo fue un momento crucial (aunque he de admitir que también bizarro y algo ridículo) de la literatura. Le digo a Tony que de ningún modo y que por favor no insista, que tal como vayan las cosas le explicaré mis razones. Por suerte Tony no insiste y por suerte la presentación va a dar inicio. Fresán y Vila-Matas pasan frente a nosotros y no me echan ni una triste mirada. Lo cual me alivia, aunque he de admitir que también me desilusiona un poco. Comienzan a caer leves gotas sobre el patio de La Central. Las nubes, cada vez más negras, continúan su huida bajo el cielo de Barcelona. Una mosca sobrevuela la mesa frente a la que están sentados Vila-Matas y Fresán. Como un pequeño y monstruoso colibrí, se detiene repetidamente junto a la oreja de Vila-Matas. Parece susurrarle algún secreto en el lenguaje de los zumbidos. Vila-Matas sonríe. Fresán hace lo suyo presentando a su amigo, como siempre muy apegado de sí mismo, pero divertido y ocurrente. Fresán se parece a sus novelas. La lluvia no termina de aflorar y yo trato de hacer una foto decente de Vila-Matas a través de la maraña de hojas de laurel. Reviso luego el móvil y en la foto que encabeza este texto descubro que Vila-Matas mira directamente a la cámara que es como mirar directamente en mis ojos, y en esa mirada descubro que sabe quién soy, que me ha descubierto. Lo curioso y, sobre todo, aterrador, es que no percibo miedo alguno en esa mirada, sino la poderosa determinación de seguir adelante con lo que tenga entre manos. Ya no hago más fotos. Lo que hago es intentar escudarme de esa mirada detrás de las hojas de laurel y esperar que termine la presentación y aprovechar la confusión de los saludos, los abrazos, las loas destempladas, el corrillo desenfrenado alrededor del autor, para escabullirme. Sin embargo, cuando todo eso ocurre y entro en la librería, me encuentro con Tony de primero en la fila para la firma de libros que me dice: Te he guardado el puesto. Me toma del brazo y me coloca frente a la pequeña mesa que han dispuesto para la firma justo cuando Vila-Matas se sienta. Entonces, no me queda más remedio que seguir con la pantomima y entregarle mi ejemplar de Montevideo. Vila-Matas lo recibe sin verme, realiza su acostumbrado dibujo, un perfil del propio Vila-Matas con gabardina y sombrero, al menos eso es lo que siempre me ha parecido a mí, y luego me pregunta: ¿Para quién? Para Jordi Jones, respondo. Entonces sí me mira y tengo la impresión de que lo hace como si fuese la primera vez. ¿Nada más?, pregunta. Me encojo de hombros. Lo cierto es que nunca antes me habían firmado un libro y no tengo idea de qué suele pedirse en estos casos, cuál es el protocolo. Pero entonces, cuando Vila-Matas escribe mi nombre, se me ocurre una brillante y seguramente arriesgada idea y le digo: Ponga para Jordi Jones que lo sabe todo. Vila-Matas ni se inmuta. Me firma el libro y me lo entrega. Yo me doy la vuelta (escucha Fresán: giro sobre mis talones) y me alejo a toda prisa. Y a toda prisa arrastro a Tony y salimos de La Central.
Mientras nos alejamos por la calle Mallorca empiezan a oírse las primeras notas del Ballet Mecánico de George Antheil y yo saco de mi bolsillo la pequeña batuta y me escarbo los dientes con ella.