Morocco es un antepasado cercano de Casablanca. Ambas películas son la crónica de un puñado de expatriados que se dan cita en un olvidado café de una no menos olvidada ciudad marroquí. Pero hay una sustantiva diferencia entre los personajes de una y otra cinta. En el clásico de Michael Curtiz, Casablanca es una esperanzadora lanzadera de quienes huyen de la Segunda Guerra Mundial rumbo a la seguridad de América Latina. En Morocco, los protagonistas son almas perdidas con un pasado del que huir pero sin un futuro al que llegar. La vida se quedó atascada a las puertas del desierto.


Todo ese desasosiego existencial se concentra en los lánguidos ojos de Marlene Dietrich. Morocco fue su carta de presentación en Estados Unidos. Venía de conquistar Europa con El ángel azul, primera de sus siete colaboraciones con Josef von Sternberg. Desde un primer momento, introdujo grandes dosis de sensualidad berlinesa en el edulcorado Hollywood. Morocco fue una declaración de intenciones de hasta dónde quería llegar esta dupla centroeuropea: desde el beso lésbico en una de las escenas iniciales hasta la inclusión de unos despreocupados pechos femeninos desnudos (curiosamente, siempre ha habido bula para los pechos masculinos). Cierto es que el atrevimiento no duró mucho. A la vuelta de la esquina esperaban las ligas de la decencia y la moral para imponerle al cine una gazmoñería de la que tardaría casi treinta años en liberarse.


Pero donde el sinuosamente perverso talento de Sternberg se pone de manifiesto es en el tratamiento del triángulo amoroso que sustenta la función. Marlene Dietrich debe elegir entre lo que le conviene o lo que la conmueve, entre lo apolíneo o lo dionisiaco, entre un acaudalado bon vivant, delicado y generoso, o un desesperado soldado de la legión extranjera que le garantiza problemas y un más que seguro corazón roto.
A diferencia de lo que era habitual en este tipo de historias, aquí no hay escenas de celos y gritos, peleas entre los pretendientes, llantos por los rincones a causa de las malas decisiones… El conflicto se desarrolla desde la sutilidad. Se acepta la presencia del rival, en una aquiescencia rayana en el morbo o incluso en una abierta parafilia. Nada extraño dados los orígenes del realizador: Viena y Freud siempre terminan por aflorar. La complejidad de las relaciones humanas se desenvuelve como una tela de araña a través de un guion basado más en las situaciones que en las palabras. De hecho, se trata de un filme construido a través de largos silencios, hasta llegar a unos últimos cinco minutos en los que la trama alcanza su desenlace sin un solo diálogo: pura cinemática.




Es tal el carisma que desprende la Dietrich –realzado por los hipnóticos primeros planos que un devoto Sternberg le construía– que amenaza con opacar a sus socios en la pantalla. Pero este peligro se conjura con un trabajo actoral de primera línea, tanto de Adolphe Menjou como de Gary Cooper. Menjou despliega toda la elegancia y sensibilidad de sus ancestros franceses para ganarse la simpatía de un público siempre renuente a ponerse del lado de los millonarios. Gary Cooper todavía no era una estrella, pero ya era un gran actor. Pocos años después se convertiría en uno de los más rutilantes astros del Hollywood clásico y seguiría siendo un gran actor. Sencillez, contención y naturalidad fueron siempre sus mejores armas.Buena parte del hechizo de Morocco reside en la calculada vaguedad con la que Sternberg nos presenta al trío protagonista. En ningún momento se revela por qué han naufragado en ese mar de arena… Tan solo se apuntan pequeños indicios que en lugar de desvelar el misterio lo acrecientan. El legionario se maldice por no haberla conocido diez años antes, un antes en el que se supone que conservaba aún las riendas de su vida. Ella constata que también hay una legión extranjera para mujeres: no llevan uniforme ni ganan medallas y sus heridas no son visibles, pero no por ello son menos dolorosas. Y el rico diletante, que podría vivir en cualquier lugar, se siente fatalmente atraído una y otra vez por esa esquina árida, pedregosa y tórrida del mundo. Al final, también en un ejercicio de extrema ambigüedad, al espectador no le queda claro quién gana y quién pierde, mientras se sumerge en un maravilloso último plano que de inmediato se convirtió en historia del cine.



