Hay labores “invisibles”, oficios cuya eficiencia se mide por su imperceptibilidad. La edición es una de esas tareas que, al igual que la corrección, mientras mejor se realiza, menos se va a notar en el resultado. Como en el cine, donde casi nadie se pregunta por quién produce, ante un libro bien hecho pocos piensan en la edición, salvo que se encuentren inmersos en ese mundo, entonces se valora con ojos de admiración y respeto el resultado. Porque sin editores y editoras no hay libros, en Mentekupa hemos decidido publicar este día esta entrevista con uno de los editores más respetados y queridos en Venezuela. Con una trayectoria que cubre treinta años de ejercicio profesional, Carlos Ortiz Bruzual inició formalmente su experiencia como editor en el Fondo Editorial Fundarte, tras lo cual desempeñó funciones en la Biblioteca Nacional, el Museo de Bellas Artes, los Libros de El Nacional, El Correo del Orinoco y el Centro Nacional de Estudios Históricos. Además de todo esto, es profesor de la Escuela de Letras de la UCV, fundador del Diplomado en Edición, filósofo y dibujante. Hoy queremos invitarles a profundizar en la personalidad de un editor, para hacer visible las ideas tras esa labor que pone para nosotros el mundo de los libros al alcance de la mano.
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El encuentro con los libros, el primer libro que leemos, es una experiencia que nos marca, al punto de convertirse en uno de los recuerdos que más atesoramos. ¿Cómo fue tu primer acercamiento al libro y a la lectura?
Fue un acercamiento natural. Digamos, yo nací y todo estaba lleno de libros. Tanto mi mamá como mi papá tenían el hábito, pero además yo crecí en la casa de mi abuela materna y estaba llena de libros de todo tipo, porque a la mayoría le gustaba leer, pero también porque eran universitarios. Era una casa muy grande, de dos pisos, ahí vivían parte de mis tíos y mis tías, que eran profesores universitarios, además tenían amigos y amigas con ese perfil. Lo menos que podría ocurrir es que estuvieran obligados a estar estudiando. Yo no tengo recuerdos sin libros. También tengo el recuerdo de estar absorto en los libros, desde siempre, recuerdos concretos de estar viendo libros que me llamaban mucho la atención, buena parte de esos nos los compraban a mí y a mi hermana mayor, que me lleva un año. Los libros para niños nos llamaban muchísimo la atención, pero también las enciclopedias, que tenían muchas láminas a color insertadas en un papel distinto y pegadas ahí; era una época donde todavía no se imprimían a color las páginas. Recuerdo que había unos atlas maravillosos, que estaban forrados en tela, eran increíbles, porque ahí estaba el mundo.
Me ocurría que a veces me trasnochaba, se me irritaban los ojos mirando y mirando los libros, y, sobre todo, a partir de un momento, tratando de imaginar qué decía en las leyendas de las fotos. Mi hermana sabía leer, entonces me ayudaba muchísimo, me leía lo que decía, me leía libros y trataba de hacerme entender lo que decían o no. Yo por supuesto, al no saber leer, me inventaba lo que decían las leyendas y le ponía nombres a la gente que salía en las imágenes, entonces mi hermana me aclaraba eso. Resultado de eso es que veía a mi hermana mayor con una fascinación especial, porque ella sabía leer. Luego aprendí a leer también y se consolidó un lazo con el libro que, en parte, es afectivo, porque nos enseñaron a valorar el libro como un objeto que hay que cuidar y eso incidió en una relación afectuosa con el libro, pero era un afecto muy asociado a esa valoración. Sin embargo, también era un afecto más espontáneo, propio de una relación íntima con los libros, porque en realidad yo fui tomando un especial interés por ellos como objetos. Me gustaban los libros, disfrutaba abrirlos, tocarlos, los revisaba, veía cómo estaban hechos, me llamaba mucho la atención la tapa dura que tenía esa telita, y ya cuando estaba saliendo de la escuela primaria era muy importante para mí tener libros. Además, tenía la aspiración de tener y leer libros de adultos.
¿Cuándo tomaste consciencia de que, además de ser lector, podías hacer libros, y cómo cambió eso tu relación con el libro como objeto?
Tendría que pensar en dos momentos. Yo he tenido siempre mucha curiosidad por entender cómo estaban hechos los libros, me imagino que por la forma en que empecé a relacionarme con ellos, en algún momento me reprendieron porque los usé como juguetes, al menos uno de esos atlas los rayé. Ahora, en esa relación tan orgánica con el libro yo también tenía curiosidad por cómo estaban hechos, entonces me di cuenta de que algunos libros estaban cosidos, y cómo algunos se rompían o estaban muy viejos y se les partía el lomo; a mí me llamaba mucho la atención que tenían gasa por dentro, y que era una estructura compuesta, pero esa curiosidad no pasaba de allí. Aunque siempre me imaginaba cosas que quería ver afuera y esas cosas eran textos, entonces me ponía a escribir y trataba de armar publicaciones con eso. Las hacía con hojas rayadas de examen o con cuadernos de dibujo. Como me gustaba mucho dibujar mi papá vivía llevándome a la casa cuadernos de dibujo, lápices, etc. Entonces me di cuenta de que tenía un montón de cosas y de que podía hacer mis libros, y en algunos de esos cuadernos hacía historias que tenían texto y tenían imágenes, pero siempre tenía una frustración, porque por más que me esforzaba, lo que lograba no era como los libros que estaban impresos.
Eso me fue despertando un sentido del libro como objeto fabricable, como una cosa que yo podía hacer, y al mismo tiempo una conciencia de limitación, entendía que eso era un juego. Hasta que en el liceo eso cambió, cuando descubrí la militancia política y vi que todos los grupos hacían publicaciones; y yo, naturalmente, empecé a ligarme a los que tenían el multígrafo, a los que diagramaban los panfletos, los que hacían periódicos de cualquier tipo. Así, sin yo saberlo, me metí en el mundo de lo que conocemos como fanzine. Ahora, no era solo por la actividad política, junto con un amigo que se llamaba Jorge Rojas, que también tenía ese tipo de inquietudes, hacía unos fanzines satíricos, a veces con un personaje imaginario que era una especie de superhéroe al que le inventábamos toda una saga, y otras veces refiriéndonos específicamente a gente del contexto en el que nos movíamos. De esa manera fui relacionándome con personas que estaban en el mundo de las artes gráficas, pero no llegué a concretar en ese momento una relación que me pusiera en contacto con la producción de libros.
Profundizando en esa relación entre el primer acercamiento y la política, ¿cómo se relacionaron en ti ambas cosas y cómo entiendes el impacto político de la actividad editorial?
No había forma de hacer actividad política en el liceo sin hacer publicaciones, porque había que comunicar un mensaje y no bastaban los discursos a viva voz. Junto con eso también estaba el hecho de que, en el contexto del Partido Comunista, al que yo me acerqué a los doce años, había mucha inquietud por la lectura y la discusión de las ideas políticas en general. Mi recuerdo es que no era simplemente una cuestión de leer, estudiar o discutir el marxismo-leninismo, sino que había también una visión de que era necesario comprender lo que estaba pasando en el mundo, y eso obligaba a leer no solo la prensa sino a tratar de conseguir otro tipo de publicaciones. Junto con la exigencia de estudiar para formarte “ideológicamente”, había también una expectativa de que fueras capaz de manejar referencias, de que pudieras ubicarte en ciertos momentos, que pudieras ser capaz de hablar de algunos procesos que podían ser la Segunda Guerra Mundial o la Independencia de la India, por ejemplo, con cierta propiedad, y la única manera que uno tenía para eso era escuchar en la radio de onda corta emisoras extranjeras, de cualquier país u orientación; tenías la prensa, El Nacional y El Universal fundamentalmente, además de revistas que podías conseguir por ahí y, sin duda, libros. Al mismo tiempo, tenías que producir una información que explicara las cosas que querías hacer entender a los demás, y aquí rescato lo que decía un amigo de esa época, que era entre otras cosas un gran lector, él me decía que nosotros éramos evangélicos rojos, porque estábamos convencidísimos de una idea y queríamos propagarla por todas partes, entonces vivíamos inventando cualquier cosa para convencer a los demás de la verdad. En ese momento en el que estábamos en el liceo teníamos esa necesidad de convertir el discurso en publicaciones, en contenidos escritos que pensábamos que si los hacíamos circular las personas los iban a leer, aunque fuera una sola, podríamos estar acercando a esa persona a nuestras ideas.
Sobre mi visión de la relación entre las publicaciones y la política tendría que pensar un poco para completar lo que te voy a decir. Yo no tengo ninguna duda de que en general, tradicionalmente, la actividad editorial ha sido una actividad de impacto político, pero es una cosa que cuando uno la afirma y la ve ya dicha se da cuenta de que necesita muchos matices, o al menos algunas matizaciones. Porque como industria no es lo mismo que como actividad independiente; cuando pensamos por ejemplo en las corporaciones que hoy manejan la gran industria editorial y pensamos en los grandes editores que, entre mediados de los años setenta y ochenta del siglo XX, emprendieron proyectos editoriales de envergadura, que ganaron prestigio y espacio significativo, evidentemente hay grandes diferencias si pensamos en el impacto político de eso. En la medida en que la conciencia editorial de las publicaciones fue determinante, o si no al menos influyó mucho en el auge de los libros y de la prensa tal y como la conocemos, no tengo ninguna duda de esa influencia. Pienso en individuos como los enciclopedistas y sabemos que ellos cuando pensaron, concibieron y llevaron adelante el proyecto de la enciclopedia lo hacían también con una orientación política muy consciente, y aunque es necesario tener mucho cuidado a la hora de hablar del impacto de la Encyclopédie en la realidad política, no se puede negar que fue un proyecto de gran envergadura con mucho impacto, y que ese proyecto editorial tenía unas motivaciones políticas. Pero habría que pensarlo más.
Tras esa actividad en el liceo te vas a oriente, ¿cómo maduró tu experiencia como curioso de la edición en esa época?
Yo empecé a tener una visión del libro propiamente editorial cuando entré en contacto con la Casa Ramos Sucre, en Cumaná, porque tenía publicaciones formales que se trabajaban muy rigurosamente: libros y una revista. Muy libremente me acerqué a ese proceso, especialmente al de la revista, y aunque no me incorporé de forma directa a las actividades y a la gestión de los libros, nadie me negó el acceso. No había ningún problema en que yo estuviera ahí cuando se discutían cuestiones conceptuales sobre los libros. Se hablaba de la forma más apropiada o no de plantear la diagramación de algo, o cuando era un número de la revista se veía y evaluaba cuál era la mejor manera de presentar los contenidos, se hablaba de un posible prólogo para un libro, de la corrección. Todo eso lo empecé a ver de otra manera, comencé a entender que respondía a unos procesos muy rigurosos, muy bien pensados, pero también me di cuenta de que estaba asociado a una tradición, y sin duda eso empezó a cambiar mi relación con el libro. Entonces, cuando yo pienso en el momento en el que cambió mi relación con el libro por la conciencia de que los podía hacer, te diría que ese momento se da hacia finales de los ochenta y comienzo de los años noventa, porque es cuando me veo en situaciones formales de trabajo en las que se discute y se analizan problemas asociados a la publicación concreta de unos libros o de una revista, e incluso de un periódico. Esa fue una época en la que yo trabajé en el diario Provincia de Cumaná como corrector, al poco tiempo me dijeron que iba a ser corrector/editor, porque consideraban que las observaciones que yo hacía sobre los textos, que a veces eran incluso sugerencias sobre la titulación, era más un trabajo de editor, para mí fue algo muy satisfactorio. Ahí me ayudó mucho Marina Yánez, que era la esposa de Ramón Yánez, propietario del periódico, una señora exiliada chilena con una formación de primer nivel, cultísima, gran lectora, que me orientó mucho acerca de cómo observar, comprender y corregir los textos.
¿Cómo determinó esa experiencia tu visión de la relación entre la edición de periódicos y la edición de libros, y cómo la entiendes ahora?
Esa primera experiencia como editor/corrector en el diario en Cumaná no fue una relación del todo con la prensa, porque a pesar de que era un periódico pequeño, en el que era muy fácil permearse de lo que pasaba, realmente en el momento en el que a mí me tocaba trabajar ya la actividad de los periodistas había pasado, entonces no era lo normal que tuviera una relación en ese sentido. Lo que sí me dio fue una conciencia del abordaje de los textos cuando uno los quiere corregir, que descubrí después que tenía mucha importancia también para la gestión editorial, porque lo que yo hacía, según me lo habían dicho, tenía mucho que ver con lo que hace un editor. Yo intuyo que pude haber aprendido más, pero estuve poco menos de un año, porque andaba en otra cosa. Sobre la diferencia entre editar libros y prensa, aunque esto puede sonar obvio, creo que editar prensa es un trabajo especializado que debería hacerlo quien sabe de eso. Yo entiendo que hay gente que se forma para hacer, producir, gestionar y pensar la prensa, y uno siempre esperaría que esas personas sean periodistas, o, mejor dicho, sean periodistas quienes comprendan eso. Con esto no quiero decir que considere que se deba excluir a otra gente, no quiero fijar una posición en esa discusión de si solo los periodistas pueden hacer prensa. A lo que me refiero es a que, en principio, uno espera que sean periodistas quienes sepan cómo hacer prensa. Trato de mantenerme en un aspecto técnico, formal, de la gestión editorial, y te digo que cuando estás trabajando con prensa son muy complejas las decisiones y son complejos los problemas que se presentan a la hora de considerar la pertinencia, el tono, la posibilidad real de empatía, de comunión con el sentido que tú estás planteando, si estás en la responsabilidad de curar los contenidos que van a salir en un medio impreso o digital propiamente periodístico. Aunque también es algo que tendría que pensar más, porque es un asunto que necesita mucha responsabilidad a la hora de decirlo.
Luego de esta experiencia, ¿cómo inicia tu relación formal con la edición a nivel profesional?
Ya en Caracas, a comienzo de los noventa, entré a trabajar en el Consejo Nacional de la Cultura, y en ese ambiente, en la Dirección de Literatura específicamente, todo el tiempo estaba en contacto con gente que hacía revistas literarias y publicaba libros, porque por esa vía se daban subsidios a muchos grupos independientes que hacían libros, con buena parte de ellos hice relación e incluso amistad, y pude ver a veces más lejos, a veces más de cerca, el proceso de gestación de algunas de esas iniciativas editoriales. Alguna cercanía con alguno de sus integrantes también me ayudó a entender la relación con el libro como proyecto, el contexto de un proyecto editorial que quería abrirse paso, y eso implicaba otra serie de problemas de logística, gestión, recursos ya con una claridad mayor, porque estaban asociados a la necesidad de llevar a término unos determinados proyectos y alcanzar unos resultados. Eso estaba todo asociado no solo a las inquietudes personales de quienes formaban estos grupos, sino también a ciertas posturas estéticas y políticas, era un proceso que le daba otra dimensión a la visión editorial del libro.
Además de tu formación como editor, estudiaste Filosofía en la Universidad Central de Venezuela. Recuerdo que tus seminarios sobre Rousseau eran muy queridos por los estudiantes en la Escuela de Filosofía. ¿Qué aportó tu experiencia como editor a tu formación en filosofía y qué aportó la filosofía a tu labor como editor?
Yo entré a la universidad a estudiar cuando tenía treinta y un años de edad, y por lo tanto no solo era adulto, sino que ya llevaba un tiempo trabajando formalmente como editor. Si yo tengo que decir en qué me ayudó a mí ser editor en el encuentro formal con la filosofía, te diría que en la disposición, la voluntad y la costumbre de prestarle atención hasta el final a los interlocutores. En el trabajo de edición, que en esa época ya venía haciendo desde que entré al Fondo Editorial Fundarte en el año 93, realmente hay que prestarle atención a lo que estás leyendo, no solamente a lo que estás leyendo sino al autor que está ahí, tienes que agudizar los sentidos para tratar de comprender a quien estás leyendo. Eso, sin duda, para el acercamiento formal a la filosofía fue importantísimo para mí, porque yo empecé a encontrarme con la necesidad de estudiar para obtener una licenciatura, para cumplir un plan de estudios, y algo que me ayudó mucho es que a mí no me fastidiaba ninguno de los autores que leía, yo simplemente me dejaba llevar y trataba de comprenderlos, trataba sobre todo de llegar al final de su argumento. Me interesaba mucho saber qué me tenían que decir, y, como esa relación era de lectura, yo tenía el entrenamiento de la lectura editorial, guiado por gente que afortunadamente encontró la forma de hacerme ver que si yo iba a leer un determinado texto para hacer algún tipo de sugerencia, eso pasaba, entre otras cosas, por leer con verdadera atención, por leer con respeto lo que tenía en mis manos, para no hacer juicios alegremente, y sobre todo no me ocurriera que con las primeras quince páginas llegase a una conclusión equivocada, porque lo que seguía podía contradecir la primera impresión. Entonces, para la filosofía yo creo que eso es importantísimo, que si tú estudias a Aristóteles, Hume, Marx o Heidegger, tendrías que plantearte seriamente prestarles atención, dejarlos que hablen libremente y no meterte hasta el final.
Por otro lado, la formación en filosofía para la gestión editorial tiene en primer lugar el valor de que te da la conciencia de la diversidad de visiones y de aproximaciones a las cosas que hay. Una de las cosas que creo que ayuda mucho a trabajar en la gestión editorial es poder no solo reconocer sino comprender la diversidad como una condición constitutiva de todo ese universo que forma lo que nosotros llamamos discursos, libros. En la filosofía tú te encuentras con que visiones que podrían llegar a ser antagonistas son perfectamente coherentes, congruentes internamente, en buena medida lógicamente sólidas, pero te encuentras con que pueden llegar a asumirse excluyentes unas con respecto de las otras, y la forma de optar por una o por la otra no es descalificando a una y exaltando a la otra. En todo caso, si hubiere una manera de rechazar la que consideras nefasta, la vía sería la refutación que, filosóficamente, partiría de que la has comprendido. Entonces, esa condición, que creo propia de la filosofía, en el mundo editorial es fundamental.
Una de las experiencias educativas más relevantes en el país a nivel editorial ha sido el diplomado en edición nacido de la mano de Cavelibro y la UCV, ¿cómo fue ese parto y cuál es para ti el balance de esa labor?
El diplomado nació fundamentalmente como un espacio de actualización profesional para la gente del medio editorial. La idea original era que toda la gente que estuviera trabajando en el ámbito editorial tuviera la oportunidad de validar su experiencia en el oficio de la edición. Se pensó inicialmente en una maestría o una especialización, pero eso obligaba a que, además de superar todos los procesos formales para que lo validara el CNU, todos los docentes necesariamente iban a tener que ser titulados con maestría o más. Entonces, eso creaba un problema objetivo, porque las personas que se pensaba podían dar las clases, en su mayoría no tenían un título de postgrado. Al mismo tiempo, se vio que construir un plan de estudios para un postgrado, con los elementos formales de evaluación, planificación, prosecución, el trabajo de grado, entre otras cosas, no tenía el perfil que más le facilitara llevarlo a término a la gente que estaba trabajando en el área. Se optó por la figura del diplomado que, como lo planteó la profesora María del Pilar Puig, tenía la ventaja de que se podía aplicar tan pronto como la propuesta la validara la instancia correspondiente. Un diplomado no tenía las exigencias de un programa de postgrado conducente a título y podía ser más flexible, ya que los módulos se podían ajustar con mucha facilidad según la experiencia fuera mostrando lo que más podría ayudar a los participantes. Se cubrió esa primera fase, en la que se aclaró el concepto del diplomado y el perfil, luego arrancaron a trabajar allí en todo el proceso formal Blanca Strepponi, María del Pilar, Agustín Silva Díaz, Leroy Gutiérrez, además de otras personas. Luego yo diseñé el contenido de un módulo que se llama “Qué lee y cómo lee un editor”, y después diseñé el módulo de corrección de estilo, que luego se amplió y modificó, pero que durante un tiempo estuve dictando con base en una estructura que concebí pensando que era la que más ayudaba a formar una visión profesional de la corrección de estilo.
Sobre la marcha, por la necesidad real que detectábamos de abrir el espacio de encuentro y discusión, y de pensar el oficio de la edición, entendimos que tenía más sentido un diplomado, en el que se podía compartir la experiencia con personas que estaban trabajando en lo mismo pero que no tenían a dónde acudir para ponerse al día o simplemente plantear preguntas que pudieran dar pie a un intercambio de experiencia. En ese sentido, se trató de dar un perfil más práctico, que aterrizara en lo que realmente le pasa a un editor, sin dejar de lado los elementos “teóricos” que son de rigor para cualquier experiencia formal. Es decir, el perfil propiamente académico no parecía ser el más adecuado para lo que se quería, y en los hechos se fue ajustando. Fue una innovación, tuvo buena acogida, buena convocatoria y buenas experiencias para todos. Por una parte, se veía a mucha gente interesada reunida en un mismo espacio esperando escuchar y participar en esas sesiones de trabajo. Efectivamente, te das cuenta de que era una especie de reunión formativa de colegas, de gente que compartía un mismo oficio, y eso realmente era muy interesante porque, entre otras cosas, se propiciaban experiencias de aprendizaje más allá de lo estrictamente editorial, incluso más rico de lo que en principio me imaginaba. Además, en ese ejercicio de dictar clases, tenías la oportunidad de pensar o dar cierta formalidad a las cosas que empíricamente y profesionalmente venías haciendo. El diplomado, para muchos de los que veníamos participando, fue la oportunidad de, por primera vez, sentarnos a pensar lo que hacíamos y cómo compartirlo, dándole a eso una estructura expositiva y a la vez dialógica que fuera de provecho.
Yo me incorporé también al Diplomado de Edición y Promoción de la Lectura de Unearte y el Perro y la Rana. En un primer momento, junto con Estela Aganchul, participé en unas reuniones preparatorias del plan de estudios, porque había la idea de desarrollar un PNF en edición. Finalmente se optó por ofrecer el diplomado, que ya va para la cuarta cohorte. La diferencia fundamental con el de la UCV y Cavelibro es que este pone el foco más en la gestión editorial desde el punto de vista de la ejecución de políticas públicas y da relevancia a la revisión y discusión de los conceptos de sector público y privado, editorial independiente, editorial privada, y tiene un componente importantísimo de promoción de la lectura. Creo que es muy interesante, porque, de hecho, buena parte de quienes cubren todo el contenido programático presentan proyectos de promoción de la lectura. He estado durante los últimos años trabajando en ambos diplomados como docente, y desde 2008 dicto el taller profesional de edición en la Escuela de Letras de la UCV, además del taller de corrección de estilo en la misma escuela.
Hay una faceta tuya que ha cobrado más presencia con los últimos años, tus dibujos. ¿Qué aporta este ejercicio a tu visión como editor?
Yo siempre dibujé. Al igual que todas las personas, dibujé antes de escribir. Solo que no abandoné el dibujo como una forma de expresión, que es lo que suele ocurrir cuando aprendemos el alfabeto y la escritura, nos vamos alejando de eso y llega un momento en que parece que se nos olvida, o nos acostumbramos a que no dibujamos. En mi caso yo seguí dibujando, y en la medida en que seguí se convirtió en un asunto muy personal, que llegó a ser un tema muy serio. Yo seriamente me planteé, en mi coto privado, tratar de aprender a dibujar, estudiar el dibujo, tratar de comprenderlo y pasé por varias etapas en las que fui cultivando eso, y digamos que siempre me imaginé que cuando creciera iba a ser un artista plástico, me imaginaba como un pintor o en todo caso un dibujante. Eso no ocurrió, pero sí cultivé el dibujo como un asunto muy personal. Esa exploración del dibujo me hizo tomar mayor conciencia del valor de la dificultad para ubicarse en la realidad. El dibujo no solo es difícil, sino que plantea problemas que han sido visitados y resueltos una y otra vez por mucha gente, pero que a ti te toca como si fuera la primera vez que aparecieran. Aunque hay técnicas y una tradición, te toca a ti encarar unas dificultades que, a veces, se hacen muy cuesta arriba, porque hay asuntos de los que no te has dado cuenta; vas descubriendo que hay cosas implícitas en las dificultades formales del dibujo de orden conceptual, técnico y mental, que si no adviertes vas dando tumbos, y puede ser que llegues a manejar satisfactoriamente aspectos técnicos, pero sientes que lo que haces no tiene vida. Eso me ayudó mucho a darme cuenta de hasta qué punto la confrontación de ciertas dificultades exige una comprensión paciente y muy detallada de ciertos asuntos de los que no te estás dando cuenta.
Yo no soy ilustrador y trabajar como editor me ayudó a darme cuenta de eso. Yo hice trabajo de ilustración para mis pasquines, mis fanzines políticos, y creo haber hecho un par de dibujos para alguna revista. Hice dibujos para un poemario de un amigo publicado por allá en los años ochenta, él me pidió dibujos para su primer libro y de ahí salieron unos dibujos que hice en tinta china. Pero, en el momento en el que entregué esos dibujos me di cuenta de que yo no soy un ilustrador. Ser ilustrador es algo más especial, hay que tener una manera de entenderse con el contenido, con el texto, con tu propia imaginación y la de quien escribe, para poder darle esa elaboración gráfica, esa vida dibujada, al texto que ya tiene una vida escrita. Es un trabajo que admiro y respeto muchísimo. Soy un gran contemplador de ilustraciones, pero no soy un ilustrador, una cosa es que pueda darte unos dibujos que puedan servir para acompañar unos textos o simplemente que alguno de los que haya publicado alguien considere que le interesan.
Yo empecé a publicar esos dibujos que circulan por ahí en una página de Facebook; no tenía, y lo abrí para eso, porque quise averiguar si podía dibujar con el ratón de la computadora. Lo que hacía es que iba publicando en la página de Facebook las cosas que lograba hacer, porque también era una forma de volver a encontrarme con alguna gente que está regada por todas partes con algo que fuera grato. Realmente me imaginaba que poner esos dibujos ahí, permanentemente, podía ser algo grato para la gente que yo quiero. Ahora, al mismo tiempo, yo dibujo por una necesidad muy particular, siempre dibujé, nunca he podido no dibujar. Así como no escribo, no podría no dibujar, no podría contenerme. Me solté a mostrar esos dibujos públicamente porque Régulo Pérez, el maestro, no sé cómo intuyó que yo dibujaba y me pidió algunos dibujos, me dio unas orientaciones, y entre otras cosas me dijo que dibujara, que me olvidara si eso lo iba a hacer con un propósito de ser artista o no. Él me hizo hacer unos ejercicios que consistían, entre otras cosas, en ver y dibujar el movimiento, la dinámica de los objetos en su relación, y que no tratara de dibujar a las personas o las cosas, sino el movimiento que ellas eran.
Además de lo que has mencionado, hace unos años lanzaste un consultorio filosófico que tiene una cuenta en Instagram @mecanicaexistencial, ¿cómo surgió esa idea y cómo se relaciona esa faceta con todas las demás de las que hemos hablado?
El consultorio filosófico es algo que se fue dando muy poco a poco en el tiempo, a raíz de algunas experiencias con personas que por diversas razones percibían que yo podía ayudarlas a pensar algunas cosas, y en algún momento hice una experiencia de darle a eso cierta formalidad. Funcionó, en el sentido de que esas personas se sintieron bien, consideraron que había sido de ayuda. Siempre llamo la atención de que al menos una de esas personas entendió que sanamente, y sin que eso fuera un problema, le podía hacer bien ir a terapia. Me reencontré con ella como tres años después y se acercó para agradecerme que le hubiese ayudado a darse cuenta de que le convenía ir a terapia. Consideraba que tal vez no hubiese llegado a la terapia si no hubiese hecho esa experiencia de un par de encuentros para conversar de unas cosas que le inquietaban. Por supuesto, si algo ha sido importante es que eso no es algo que tenga ninguna pretensión psicoterapéutica, porque para eso está el mundo del ejercicio profesional de esas disciplinas. Eso es más bien un acompañamiento para ayudar a algunas personas a volver a pensar sobre cosas que vienen pensando, o que creen que han venido pensando y tal vez no ha sido realmente un proceso de pensarlas lo que han estado haciendo.
En buena medida, esto tiene que ver con mi convicción de que la filosofía es, también, un servicio político. Es decir, la filosofía también puede servir a la gente ayudándola a repensarse y a tratar de hacer visibles sus ideas generales acerca del mundo y de sí mismas, de sus relaciones con los demás y la realidad, y en la medida de lo posible lograr una cierta serenidad para considerar eso que la gente llama “los grandes problemas de la vida”. Es una conversación en la que se procura que la persona se escuche a sí misma y escuche también lo que la tradición filosófica podría decirle para ayudarle a pensar, así es como he intentado trabajar. No han sido muchas experiencias, porque por exigencias del día a día he descuidado ese consultorio, aunque no lo he abandonado. Esto no es nada que yo me inventé, es algo que tiene y ha tenido una historia, en Francia en los años sesenta, en Estados Unidos en los años noventa, hay abiertas unas tendencias. No deja de ser polémico, creo que a veces algunas tendencias parecieran buscar una cierta espectacularidad, acercándose más a una cosa algo farandulera, otras son muy serias. Para mí es un asunto de vocación, encuentro y acompañamiento, que como punto de partida ha sido también un proceso de trabajo conmigo mismo.
Aunque pueda sonar raro, esto del consultorio no está desvinculado del trabajo editorial, porque en el trabajo con autores hubo ocasiones, no pocas, en las que de verdad te veías en la necesidad de entrar en una relación de empatía con los autores para poder salir adelante con algunas propuestas, sobre todo para resolución de problemas muy complejos que podían plantear sus contenidos a la hora de convertirlos en libros. Eso podía ser fuente de conflictos, o en todo caso generar mucha tensión, desagrado y malestar de parte de algunos autores. Tuve que aprender a entenderme con los autores, a ponerme en su lugar y tratar de ver con sus ojos, en una especie de ejercicio de incorporación para poner mi cuerpo donde estaban los suyos y mirar para entender sus ideas. A veces los planteamientos de los autores no eran del todo transparentes, quizás por timidez, otras por inseguridad, y tenía que tratar de comprender de qué se trataba. A veces eran cosas que podían parecer obvias, como la reestructuración de un contenido, otras eran porque un título no era el mejor; entonces podía uno tener que emplear mucha energía en entenderse con un autor para que aceptara un cambio. Parece una exageración, pero en los hechos ocurría que tenías que echar adelante un libro al que le veías potencial y de repente te dabas cuenta de que el autor era el que más ponía obstáculos, porque se activaba una dinámica entre el autor que quería ver su libro publicado y esa persona que existía antes de que apareciera el autor y que tenía unas expectativas que ahora no eran tan claras. Lo cierto es que, a veces, había que hacer un trabajo de relación, de imaginar lo que en definitiva los autores no sabían expresar con claridad. En la mayoría de los casos, los autores menos complicados eran los que tenían ya cierto nombre, que uno hubiera creído que pudieran mostrarse indispuestos a ciertos ajustes. La mayoría de los casos difíciles eran autores que estaban empezando o eran inéditos.
No quiero decir que el trabajo con los autores haya sido un trabajo filosófico, sino que me hizo caer en cuenta de que no solo es necesario ser empático, sino poder desdoblarse, tratar de hacer e imaginar las cosas como lo hace esa persona. No solo se trata de ponerse en el lugar de esa persona para compartir su sentido de las cosas, sino también para que, al hacer el esfuerzo de ser esa persona por un momento, tú puedas volver a tu propio yo con un aprendizaje que te ayude a entenderte con esa persona. Esto tal vez lo hacemos en general, pero no conscientemente. Yo fui dándome cuenta de que es muy importante conocer al autor, y entender que muchas veces el autor y la persona no es que sean dos entidades distintas, pero sí hay una diferencia, y que el autor puede llegar a tener una autonomía subjetiva importante, puede hacer que entre en un conflicto con la persona. Sin imaginármelo, ese trabajo de relación con autores me ayudó a afinar los sentidos en la relación con las personas, en todos los planos. Fue una suerte de entrenamiento para abrir mis sentidos, mi conciencia, diría incluso que una especie de entrenamiento en una escucha activa, que entiendo que eso se puede entrenar conscientemente. En mi caso, tuve que aprender a entrar en sintonía con los autores y las autoras para poder entenderme, y que eso que iba a aparecer como una obra suya fuera algo en lo que se reconocieran y que al mismo tiempo funcionara bien editorialmente.
Para finalizar, ¿cómo entiendes los cambios que se están viviendo en lo que entendemos hoy en día como libro?
Estoy convencido de que las transformaciones del libro en los últimos años han puesto a los editores en una situación similar a la que en algún momento estuvieron durante el Renacimiento, a principios del siglo XVI, cuando se dieron cuenta de que esa nueva tecnología que era la imprenta de tipos móviles no era simplemente una herramienta que permitía multiplicar la capacidad de producción, y por lo tanto acotar los tiempos, junto con una perspectiva de rentabilidad bastante importante, entre otras cosas porque habría más posibilidades de publicar contenidos diversos de tipo variado, sino que era también algo que favorecía por estas razones la ampliación de la circulación del libro en términos geográficos. En ese momento, los editores se dieron cuenta de que realmente había que repensar la gestión del propio contenido, darle un carácter más específico a cada uno según su naturaleza. Entonces, alguien como Aldo Manucio, por ejemplo, entendió que a determinados libros les era propio cierto carácter, una cierta forma de mostrarse, entonces desarrolló lo que conocemos hoy como la cursiva. La historia registra que se inspiró en la caligrafía de Petrarca, que le parecía limpia, legible y bella, y trabajó para producir una tipografía que reprodujera ese carácter, una forma de ser. Es decir, creo que un editor como Manucio captó que los textos tienen una forma de ser, una manera de desplegarse, de comportarse en la página, y entonces exploró posibilidades de composición, de diagramación y concatenación del contenido dentro del libro, dando como resultado cosas que no solo son bellas, sino que se percibe como maneras de representar en la página algo no tangible del texto, algo que estaba en el alma de esos textos y que también se quería hacer visible. No sé si esto haya llegado a ser algo tan consciente como para convertirlo en todo desarrollo intelectual sobre la edición, pero es evidente que fue una toma de conciencia de la gestión del contenido, de que el contenido se diseña también, de que también tiene una forma de darse a sí mismo un estilo.
A aquellas capacidades técnicas, reflexionadas, examinadas y consideradas en atención a los fines que se querían lograr, y que dieron pie al nacimiento de nuevos formatos en cuanto a tamaños, encuadernación, tipografía, podemos decir que llevaron a los editores a pensar en la necesidad de introducir unos cambios en la gestión del libro, tanto su producción propiamente dicha en términos técnicos, como la curaduría de las ediciones, que dieron lugar a unas formas que fueron consolidándose y que a lo largo de siglos fueron presentándose de generación en generación de una manera que para nosotros, en los años sesenta, setenta, ochenta y noventa, parecía fija, sin dejar de lado que por supuesto hubo muchos experimentos y apuestas estéticas en el desarrollo del libro, pero siempre con la visión de que el libro era de una determinada manera, estaba resuelto tecnológicamente como artefacto. Si bien fueron apareciendo propuestas asociadas al desarrollo de la informática para uso cotidiano, como acompañar los libros de un disquete, después de un disco, establecer relaciones directas entre un libro y ciertos programas de simulación de modelos de negocios, por ejemplo, que tú podías poner en la computadora y seguir a través de ciertos juegos lo que en el libro se decía, se veía como algo que venía acompañando el libro. Luego se entendió que el propio disco compacto podía ser el libro, y eso era una discusión muy importante, porque para efectos arancelarios había que hacer valer el carácter de libro de ciertos compactos, por ejemplo. Todo eso estaba anunciando una reconsideración de la gestión de los contenidos en forma de libros que, en esos momentos, aunque no se terminaba de ver que el libro podía reencarnar en otros cuerpos, en los hechos ya estaba dándose.
Creo que esto, y me apoyo en Michael Bhaskar, el autor de La máquina de contenido, ayudó a entender a los editores que tenían que concentrarse en el contenido, y que eso no tenía nada que ver con desentenderse de los formatos, de los desarrollos tecnológicos, sino todo lo contrario. De la misma manera que en las primeras décadas del siglo XVI hubo unos editores e impresores que se dieron cuenta de que el libro realmente podía tener una autonomía “ontológica”, es decir, podía darse a sí mismo su propio ser, podía darse a sí mismo una autonomía como objeto no solo cultural sino como artefacto, eso permitió hacer con el esquema de libro impreso y encuadernado muchas cosas. En la última década ha sido en la que esto se ha comprendido más, tanto desde el punto de vista de lo que podríamos llamar la “ingeniería del libro”, como del concepto del libro, y sobre todo la consideración del contenido. Esto ha permitido ver con más propiedad cómo se hacen libros “no impresos” que tienen una condición propia, que no están subordinados a la edición impresa y pueden ofrecer una diversidad de opciones que amplían considerablemente el contenido, que amplían la experiencia de leer y que yo no sabría decir a dónde nos va a conducir, pero creo que es muy importante tener el ojo puesto en el hecho de que gestionar el proceso editorial que hace posible el libro es una manera de diseñar experiencias, de anticipar posibles decisiones y recorridos que una lectora o un lector se sentirían en necesidad de hacer, o que el tipo de objeto estaría priorizando.
Cuando tengo un libro en un lector electrónico, y me dan la posibilidad en una comunidad en línea de verificar en ese momento si el mismo libro que estoy leyendo lo están leyendo otros, si quienes lo están leyendo han hecho consultas, o puedo acceder a la información de qué han subrayado otras personas, estoy ampliando considerablemente no solo el contenido sino la experiencia de leer. El libro no es más que la reivindicación de una aspiración de siglos, los seres humanos siempre hemos aspirado a poder realmente compartir nuestra lectura, o de encontrarnos con otras personas que están leyendo algo y saber en qué se fijan, qué les llama la atención. Leer ha sido, en buena medida, la experiencia de buscar, de salir del libro, de ir a otros ámbitos, de buscar información, contrastar y discutir. Leer es mucho más que simplemente conectarse con un libro y avanzar hasta el final. Leer es esa suerte de gestión dialogada de nuestra propia experiencia y de lo que deja en nosotros. Yo veo que la forma en que se va desarrollando el libro desde el punto de vista tecnológico está planteando una ampliación de la experiencia de lectura en ese sentido. Leer se va haciendo, en la práctica, algo más dinámico. Esto lo digo como una visión muy general de todo el proceso de transformación de las formas de poner a disposición de la gente los contenidos de lectura. Creo que incluso tal vez se va a ir ajustando poco a poco en nuestro lenguaje la forma de referirnos a ciertos procesos, por ahora la palabra que tenemos es esa, “libro”, la cual seguramente va a preservarse, entre otras cosas porque es una palabra que, aunque uno haya dejado de notarlo, se refiere a algo más que al objeto tangible, siempre ha hecho referencia a algo más significativo, está más allá, y hasta el día de hoy no deja de tener cierta aura como un valor propiamente dicho. Eso tiene mucho que ver con el hecho de que durante siglos, cuando hemos hecho libros, hemos tratado, en buena medida, no solo acumular y divulgar información, sino ampliar el campo de la vida, ampliar la experiencia vital de estar en el mundo. Hay una suerte de potencia contenida en los libros que ha llegado a tener su impacto históricamente. Siempre se pone el ejemplo de Lutero y la frenética reproducción de sus tesis y su expansión por el territorio donde tenía influencia. En un momento como ese, en el que un tipo como Lutero hace lo que hace y se apoya de una forma tan decidida en la multiplicación de su mensaje en la forma de impreso, uno entiende en qué medida eso que llamamos “libro” es mucho más que eso que llamamos “libro”.
Saludos Carlos no sé si te acordaras de mí; pasillo de ingeniería en las fotocopiadoras de la JC, carupanero y politólogo. Docente titular jubilado UPTP Luis Mariano Rivera, saludos
¡Excelente!, he tenido la oportunidad de compartir con Carlos Ortiz y es todo un maestro; es el mejor.
Qué bueno «oirte». Tu entrevista me deja muchas cosas abiertas para discutir conmigo mismo. Un abrazo
saludos excelente tu entrevista Carlos gratos,
Recuerdos un abrazo……..