Nací y crecí a las afueras de un pueblo que se ufana de tener las segundas ferias más antiguas del país, que como todas, se hace por devoción a un santo –en este caso a una virgen– aunque a lo largo de las dos semanas de juerga es la iglesia el sitio menos concurrido. Podría asegurar sin temor a equivocarme que el número de personas bailando y jalando caña frente al peor de los botiquines puede doblar fácilmente a los asistentes a la misa de cinco. Ni qué hablar de los botiquines de mayor pedigrí.
Sin embargo, la plaza de toros, el verdadero templo de las ferias, rebosa de gente con cada tarde de corridas. En este templo se drena el presupuesto municipal casi en su totalidad para traer lo más granado del toreo del momento, así, los “matadores” nacionales se ven las caras con sus colegas mexicanos, colombianos y los que no pueden faltar en un “cartel” que se precie de ser decente, los españoles.
Yo, aunque no soy aficionado a la “fiesta brava” –lo que mis coterráneos entienden como un sacrilegio– hace un par de años, instalé con algunos amigos un puesto de cerveza artesanal a las afueras de la “plaza”, aprovechando la temporada y previo convenio de permitirle al alcalde beberse toda la cerveza que cupiera en su humanidad. No parecía mal negocio y seguramente algo quedaría para nosotros.
La primera tarde de “corrida” era calurosa como todas las tardes de septiembre en mi tierra, cosa que hizo que el negocio caminara por sí solo. De los doce barriles de cincuenta litros que disponíamos como inventario, solamente quedaban cuatro y uno a medias que se estaba sirviendo. Podíamos escuchar pitos y aplausos cada vez más fuertes que venían desde dentro de la “plaza”, hasta que el tronar de las trompetas silenció a la multitud anunciando el primer toro de la tarde. Para desgracia del bolsas, siempre hay un rolo e´vivo que se las hace, el que había sido nuestro mejor cliente, en medio de su desespero por ver correr sangre ajena salió veloz a buscar lugar entre la gente en la gradería sin pagar las dieciocho cervezas que, entre chistes y piropos a las muchachas que pasaban, se había empinado en no más de una hora. Corrí detrás de él mientras le sacaba la madre a volar y me puteaba a mí mismo por no haberle cobrado por adelantado. Era tal la cantidad de gente que intentaba entrar a la “plaza” que fácilmente logró escabullirse el sin vergüenza. Sabía que usaba sombrero y botas de cuero, pero casi todos los hombres usaban sombrero, y entre el gentío era difícil que lograra ver si quiera mis propios zapatos. Aunque bien zarataco, el muy bandido se me voló con la cabuya en la pata.
Creo que para no tener que dar la cara a mis colegas y socios en el emprendimiento etílico, decidí continuar con la búsqueda. Entre apretujos y empujones logré abrirme paso e ingresar a la “plaza”. Desconcertado, vi en todas direcciones intentando identificar la cara del ladrón o al menos el sombrero, mientras una enorme algarabía se apoderó de la gente; aplaudían y silbaban al “matador”, que apenas pisaba la “arena”, saludando con un caminar medio repunoso y el “capote” bajo el brazo izquierdo. Pude ver como se abría la “puerta de toriles” y un enorme toro de pelaje “dorado” salió a toda velocidad, sin prestarle la más mínima atención al payaso trajeado de “luces” que lo esperaba para darle muerte. Mientras intentaba ubicar al estafador de mi pequeño emprendimiento ferial, el toro dio una o dos vueltas al “ruedo” hasta quedar en el extremo opuesto de los “palcos”. Sin dar tiempo a nadie de tomar el más mínimo aliento, corrió veloz en línea recta y justo frente a la “barrera” dio un salto, casi como un gato, coloco sus patas traseras sobre la armazón de madera y se impulsó con enorme fuerza, parecía volar, hasta que aterrizó de manera aparatosa entre lo más selecto del público que asistió aquella tarde a verlo morir. Todos corrían despavoridos. Algunos se dejaron caer al “callejón” mientras otros saltaron como pudieron a los sectores de boletería popular. El toro, aturdido, pero en un acto de legítima defensa, se incorporó y envistió por la espalda a un regordete señor que con dificultad subía los escalones. Justo cuando alguien le extendía su mano para ayudarlo a pasar del lado de la “andanada”, el toro lo “cogió” y comenzó a blandirlo por los aires entre sus “pitones” como quien sacude un trapo lleno de arena, mientras el traje blanco que lucía el desafortunado se fue llenando a parches de color sangre.
La voz de la gente era casi como un susurro, tuve que afinar el oído para escuchar lo que cuchichiaban, «ese es el presidente de la comisión de taurina» decían. Yo aplaudí al toro.
Nota: Para evitar ser señalado de ignorante del antiguo arte de la tauromaquia, y que fácilmente se concluya que producto de mi desconocimiento de la misma es que me atrevo a criticarla, todos los términos taurinos fueron puestos entre comillas.
La escritura la usamos para elogiar o denigrar de alguien o de alguna cosa y de hecho esgrimimos la pluma y hay lector para todo.
Excelente comentario del playense Sandino! Es justo que las fiestas religiosas vuelvan a su raíz más genuina, dar culto a Dios, y no propiciar el paganismo que algunos quieren obligar a ser ‘cultura’…
Bravo, bravo, bravissimo !!!
Que buena historia, aunque me quedé con la duda de las ganancias del negocio jeje la verdad que no hace falta que esos regordetes pidan banderillas y capotes para un toro para lograr llenar el bar o las tiendas de licor con las fiestas religiosas… Debemos sumar a acabar tal atrocidad, hablo de la corrida, quién quiera emborracharse en nombre de Dios es libre de hacerlo se maltrata a el mismo y no a e más opción que enfrentar la muerte