Hay películas que cortan el aliento. Monumentos cinematográficos con la pretensión de ser más grandes que la vida. Incluso aunque tengan una génesis bastarda, como es el caso de On the Waterfront. Nació del desesperado intento de Elia Kazan de justificar su indefendible delación de compañeros en la caza de brujas del senador McCarthy. Como libelo exculpatorio, el filme es un fracaso. Como cine, es una de las más altas cumbres que jamás se hayan alcanzado.
Nada sobra en esta áspera historia de una comunidad de descargadores portuarios sometidos por un sindicato mafioso y corrompido hasta el tuétano. Aunque la trama está vehiculada por el personaje de Marlon Brando, el resto de caracteres posee la carnalidad suficiente como para despertar la empatía-antipatía de la audiencia, que los acompaña en unas peripecias vitales que son todas tributarias del argumento principal. Mérito, en primera instancia, del libreto de Budd Schulberg, justamente recompensado con el Oscar. Pero mérito también de un equipo actoral en estado de gracia, reconocido por la academia con cinco nominaciones, aunque finalmente solo Marlon Brando y Eve Marie Saint recibieron la estatuilla. Perfectamente podrían haberlo logrado Karl Malden, Lee J. Cobb o Rod Steiger, como tampoco habría chirriado que entre los candidatos figuraran Pat Henning o John F. Hamilton.


La puesta en escena está trabajada con una atención obsesiva. Cada plano es una suerte de pintura. Nada se deja al descuido, ni la colocación de personajes y objetos ni el movimiento de la cámara ni el corta-pega de la sala de montaje, modélico por lo invisible. Todo ello coordinado por un Elia Kazan febril, cuya cabeza iba a mil por hora tratando de dar respuesta a todas las interrogantes que su participación en la paranoia anticomunista había desatado: ¿Cuándo se convierte uno en delator? ¿Hasta qué punto obligan los códigos de honor? ¿Hasta dónde llegan las lealtades? ¿La ley del silencio es un imperativo ético o un chantaje inaceptable? ¿Qué precio hay que pagar por ser fiel a uno mismo? ¿Y merece la pena ese precio…? Si con esta película logró aplacar su atormentada alma, solo él lo sabe. El estigma nunca le abandonó. En el homenaje que le tributaron en los Oscar casi cincuenta años después, ya nonagenario y con la muerte en perspectiva, media platea se quedó sentada en señal de protesta.
El espectador se contagia de todo ese desasosiego vital, de esa sensación de que no hay salida, simbolizada en la metáfora de la bandada de palomas rodeada de halcones. Una figura retórica que se hace realidad cuando los descargadores se arrojan sobre las fichas de acceso al trabajo que los sindicalistas les lanzan, como si fueran palomas peleándose por pedazos de pan. Cuando hay que comer, la dignidad se deja al borde del camino. O quizás la dignidad consista, precisamente, en hacer todo lo que sea menester, por muy humillante que sea, con tal de conseguir comer.
El otro gozo superlativo de On the Waterfront es Marlon Brando. La década de los cincuenta fue suya: Un tranvía llamado deseo, ¡Viva Zapata!, Julio César, The Wild One, Sayonara… Nunca hubo una irrupción semejante en la historia del cine. Cambió por completo el ecosistema de las estrellas masculinas. Se terminaron los héroes de una pieza. Demostró que los protagonistas podían y debían llorar, derrumbarse, desnudar su fragilidad ante la cámara, sacar su lado más débil, también las esquinas oscuras… Y las violentas. Abrió a patadas una puerta por la que después entrarían Paul Newman, Robert Redford, Gene Hackman, Dustin Hoffman, Al Pacino, Jack Nicholson o Robert de Niro.
Su compleja composición de Terry Malloy, el improbable héroe de On the Waterfront, es más sorprendente aún si se tiene en cuenta que Brando ni siquiera había cumplido los treinta años. Malloy es un exboxeador fracasado que malvive de encargos para la mafia sindical. Es definitivamente estúpido e infantilizado hasta tal punto que solo se encuentra cómodo con adolescentes. A la vez, desprende una extraña ternura. Soporta humillación tras humillación pero no olvida que una vez pudo haber sido aspirante al título mundial, como recuerda uno de los monólogos más famosos y devastadores que se hayan oído nunca en una pantalla: “I coulda’ been a contender…”. Dando tumbos de esquina a esquina del barrio portuario, la vida le deparará un último combate.


On the Waterfront fue un éxito mayúsculo. La crítica se rindió a ella. También el público. Y la industria, premiándola con ocho Oscar, entre ellos película, director, guion y los ya citados de Marlon Brando y Eve María Saint. Palmarés como este fueron los que convirtieron a los Oscar en una referencia cinematográfica. Desde los años treinta hasta los setenta, prácticamente no hay una sola estatuilla reprochable. A partir de los malhadados ochentas fue cuando Hollywood empezó a dilapidar el crédito acumulado.

