En el año 2015, Pablo Larraín presentó, en el Festival de cine de Berlín, su película El club: centrada en las relaciones entre un grupo de sacerdotes católicos que, vinculados a casos de abuso sexual, se encuentran recluidos en una casa lejos de la vida pública. El jurado le entregó el Oso de Plata y, hacia finales de ese año, el filme fue nominado para los Globos de Oro. Entre los responsables de entregar el primer galardón se encontraba Darren Aronofsky, quien quedó impresionado con el trabajo del director chileno.
No pasó mucho tiempo y Aronofsky contactó a Larraín para ofrecerle la dirección de un proyecto en el que estaba trabajando como productor. Se trata de la película biográfica sobre Jacqueline Kennedy Onassis. Ante esa propuesta, el chileno le respondió si acaso se había vuelto loco, que era un personaje sobre el que conocía muy poco, además de un ícono de la cultura estadounidense, lo que implicaba un tratamiento cuidadoso.
Un año más tarde, Pablo Larraín estaba estrenando, con poca diferencia de tiempo, dos películas biográficas muy distintas entre sí, pero que comparten el sello de un director que ha apostado a cambiar la manera de contar las historias de vida. Una, llevó a la gran pantalla la vida de “Jackie”. La otra, se centra en una figura que a simple vista pudiera ser antagónica con esta, nada más y nada menos que el nobel de literatura y una de las figuras más universales de Chile, Pablo Neruda.
En ambos casos, se ha procedido a escoger una etapa de la vida de cada uno, descartando una trama que pretenda presentar el desarrollo completo del personaje. Esto supone seleccionar un momento específico de la biografía, ese en el cual se pone al desnudo la personalidad de quien es retratado. Larraín apuesta a las contradicciones como una vía para descubrir las características que determinan la manera de ser de alguien. No se equivoca, porque las situaciones críticas hacen entrar en contradicción los elementos del carácter que nos define, dejando al desnudo quienes somos.
El filme sobre “Jackie” recrea la entrevista que, apenas una semana después del asesinato de su esposo, dio al escritor Theodore H. White. Esta conversación sirve de excusa para recrear la experiencia de la viuda del tercer presidente de los Estados Unidos, asesinado mientras ejercía el cargo, apostando a fluir entre las palabras de la protagonista y las imágenes de todo el proceso. Al mismo tiempo, se introducen las escenas correspondientes al documental sobre la Casa Blanca que la propia primera dama presentó a comienzos del nuevo período presidencial. En pocas horas, puede ocurrir un quiebre tan radical que todo lo que eres sale a flote y nada queda oculto.
En Neruda, el metraje transcurre durante algunos meses del año 1948, fecha en la cual el presidente Gabriel González Videla aprueba la Ley de defensa permanente de la democracia, que proscribía al partido comunista de Chile, iniciándose con ello una persecución a sus principales militantes. Neruda, además de senador y poeta, es un bon vivant al pie de la letra, disfruta de todos los lujos que se puede dar, además de una vida llena de excesos, que no tiene problema en exhibir con orgullo. Pero para pasar a la clandestinidad debe hacer un paréntesis en este modo de vida.
En el cine, como en el arte en general y, por supuesto, también en la vida, la forma y el contenido se determinan irremediablemente. A pesar de eso, las películas biográficas suelen concentrarse en los hechos que constituyen los puntos vitales del personaje, tomando el riesgo, si acaso, de modificar el orden temporal de cómo sucedieron. Pero Larraín apuesta a que la forma sea también el contenido, a que la personalidad de los protagonistas, cuyo segmento de vida vemos transcurrir en la pantalla, sea parte de la construcción formal del filme.
Para cumplir con este objetivo, en la película sobre el poeta se ha creado un narrador, construido por Neruda para hablar de sí mismo, constituyendo un aspecto onírico que se expresa en el filme y lo determina. Este recurso hace que la producción salga de los esquemas tradicionales, para ser, como ha dicho Larraín, una película que más que sobre Neruda es nerudiana. En Jackie, de la entrevista a los hechos y de ellos al recorrido por la Casa Blanca, dos años antes del asesinato de Kennedy, podemos apreciar su grandilocuencia y fortaleza, pero al mismo tiempo la vanidad, la simpleza o la vacuidad, todo junto, como un círculo que no termina de cerrarse.
En ambos casos la contradicción está presente de manera inevitable, definiendo lo que son. Desde el comunista que disfruta de los placeres más banales y las comodidades más burguesas, hasta la tierna esposa, ama de casa devota y atenta, que ocupa su tiempo remodelando el hogar, pero que ve todo eso desmoronarse frente a sus ojos, siendo obligada a revelar su verdadero su carácter y tomar el control de la situación. Una película que apuesta a recoger en su forma la esencia del personaje es bastante más compleja que un biopic tradicional. Es esto lo que logra Larraín, un filme que es nerudiano y otro que recupera el mundo de esta mujer que, sin imaginarlo, tuvo que pasar por un gran drama, enfrentándolo con todo lo que tenía a la mano. Recoger el universo del protagonista en la forma como su vida es presentada, es un mérito que este director se gana completamente.