El texto que compartiremos líneas abajo fue escrito por el crítico, poeta y narrador venezolano Julio Miranda, producto de discusiones, reflexiones y debates entre representantes y editores de las revistas culturales y de crítica cultural venezolanas en las últimas décadas del siglo pasado. Originalmente fue presentado en el 3er Coloquio Internacional dedicado al Discurso Cultural en las Revistas Latinoamericanas, realizado entre el 3 y 5 de abril de 1992, y organizado por el Centre de Recherche Interuniversitaire Sur les Champs Culturels en Amérique Latine (CRICCAL).
La versión que aquí ofrecemos fue publicada en la revista América: Cahiers du CRICCAL, número 15-16, de 1996, titulada: “Le discours culturel dans les revues latino-américaines de 1970 à 1990”.
La memoria es una de las formas (si no la única) de ser de aquello que ya no es, y la manera que tiene cada cultura de abordarla determina su relación con el presente y el devenir. Cabría preguntarse cuál es el diagnóstico de nuestro modo de hacer memoria y de tratarla, como pueblo, como nación, como país, como república, como Estado, incluso como sujetos más allá de las categorías abstractas que intentan definir conjuntos político-sociales.
Hace treinta años Julio Miranda describió parte de la realidad de las revistas culturales venezolanas, en un tono testimonial que lejos de restar rigor agrega aún más sentido al discurso. Entre la ironía y el despecho, el humor agrio y la autocrítica, se atrevió a exponer varias preguntas y una hipótesis. No puede decirse que la situación actual sea exactamente la misma, pero tampoco que sea mejor.
Mentekupa trae este documento en un gesto que ojalá sirva, en principio, como ejercicio de memoria, y para estimular el análisis del hecho crítico-creativo en la Venezuela actual. Es preciso huir de lo que Julio Miranda bienllamó “asfixia espiritual”.
Yanuva León
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Panorama de las revistas culturales venezolanas (1970-1990)
Julio Miranda
Asistí, como representante de la revista Solar, al Primer Encuentro de Revistas Culturales celebrado en Caracas, Venezuela, en octubre de 1990. Quisiera sacar de entrada varias conclusiones. La primera: es significativo que, en un país con cierta tradición de excelentes revistas literarias y culturales en general, sin olvidar algunas dedicadas al teatro o al cine, no hayamos celebrado hasta fecha tan reciente una reunión de este tipo. Es igualmente significativo que la prometida segunda convocatoria, fijada inicialmente para marzo de 1991 y luego para noviembre del mismo año, haciéndola coincidir en este caso con la Primera Bienal Nacional de Literatura de Mérida, no haya ocurrido y, lo que es peor, nadie se preocupara por ello, nadie preguntara ni siquiera por qué, pese a su inclusión en el programa de la bienal. Es en tercer lugar –y quizás lo más– significativo que dicho Primer Encuentro de Revistas Culturales no fuera pensado ni organizado por ninguno de los que hacíamos efectivamente las revistas sino por el Consejo Nacional de la Cultura (CONAC), quien, a través de su Dirección de Literatura y en colaboración con el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG) y el Instituto de Cooperación Ibero-Venezolana (ICIV), nos invitó, nos pagó el viaje y la estancia, nos proporcionó una sala y, con la mayor discreción y elegancia, nos dejó solos. Todo esto, repito, me parece significativo.
Estábamos, pues, allí, una quincena de editores, representando a más de la mitad de las revistas culturales venezolanas. Dicho sea a ojo, ya que su fugacidad y nuestra incomunicación no nos permite saber a ciencia cierta cuántas son. En cualquier caso, había gente de Imagen y de la Revista Nacional de Cultura, ambas del CONAC; de Folios, el resucitado órgano de Monte Ávila Editores; de las seis publicaciones periódicas de la Universidad de Carabobo, entre las que se destacan Poesía y Zona Tórrida; de algunas revistas “de provincia” como La Oruga Luminosa y Solar. Lo primero que nos unió fue el asombro: para cada uno de nosotros era una sorpresa que tal publicación siguiera existiendo, que tal otra hubiera vuelto a aparecer, que alguna nueva hubiera nacido.
Lo segundo que se nos impuso como una evidencia fue la ausencia de cualquier revista “independiente”. Todos dependíamos de algo: una universidad, la gobernación de un estado, un concejo municipal, una editorial –oficial–, un ministerio. Que era decir, además o en realidad, que todos dependíamos de alguien, de una voluntad o capricho. Pues ni siendo “institucionales” se habían librado estas revistas de pausas más o menos largas de silencio (un par de años en el caso de Imagen, tres en el de Folios, siete en el de Solar, valgan los ejemplos), por desinterés del jerarca de turno. Y tampoco por ser institucionales quedaban cumplidas las condiciones mínimas de una revista –digamos–“normal”: la mitad de ellas no pagaban las colaboraciones, en otras ni siquiera cobraba el director o el jefe de redacción, las demás abonaban sumas casi siempre simbólicas.
Habría que aclarar que sí hay en la Venezuela actual revistas culturales independientes, pero temo que no pasen de dos: Actual, eminentemente literaria, y Cine-Ojo, última reducción de la espléndida Cine al Día de finales de los sesenta y gran parte de los setenta. Ambas salen cuando pueden. Ignoro por qué sus heroicos editores no acudieron a la cita, así como los de Encuadre, revista de cine y fotografía del CONAC; Escritura, fundada por Ángel Rama y que aún publica, algo irregularmente, la Universidad Central de Venezuela, etc.
Y bien, ¿de qué hablamos –o, mejor, de qué nos lamentamos– durante tres días? Pues del financiamiento y de la distribución. Subordinado aquel, como ya dije, a las decisiones azarosas quizá más de personas que de instituciones; dificultada esta por múltiples razones: inexistencia de una distribuidora cultural que se haga cargo de las revistas (de su fundación se lleva hablando más de veinte años); renuencia de los libreros ante la consignación de pequeños paquetes de ejemplares de diversas publicaciones; nula posibilidad de promoción; escasas ventas; a lo que se añade, en los últimos años, la práctica desaparición del canje con revistas extranjeras, dado el aumento brutal de las tarifas postales.
En realidad, con la distribución de las revistas culturales venezolanas se produce una especie de fenómeno de distorsión funcional que no es nada nuevo, puesto que con frecuencia circulan menos que los libros. Teniendo tiradas promedio de 800-1000 ejemplares, parcialmente colocados en una veintena de librerías de todo el país, ¿cómo van a ser el vehículo de discusión alguna, de avance de materiales en un estado de maduración previo al libro, de presentación de escritores jóvenes? Y esa misma veintena de librerías queda a veces como un ideal inalcanzable para publicaciones que no trascienden el ámbito regional, salvo que sus esforzados editores carguen con ellas de cuando en cuando y las lleven a Caracas. Pues sin Caracas no hay nada en un país macrocefálico como Venezuela. Y quienes alguna vez hacen revistas en “la provincia” o en el “interior”, no pueden aspirar a mayor elogio que al de “parece hecha en Caracas”… Señalo que a esta situación escapan Imagen y Encuadre, con 5000 ejemplares la primera y 2000 la segunda, y una red que abarca a todo el país, y Poesía, gracias sobre todo al canje. También, que desde hace un par de años Monte Ávila se está encargando de la distribución de algunas revistas, llevándolas incluso a las ferias internacionales del libro.
Creo que todo esto es más que mero anecdotario, desde luego. ¿Cabría llamarlo infraestructura o el término ya no es de uso? ¿O condiciones materiales de producción y circulación de determinados bienes culturales? En cualquier caso, tómese como el retrato de un estado de ánimo o, también, como un catálogo de síntomas.
En el Encuentro hubo dos personajes de excepción, que para una reunión de editores melancólicos resultaron francamente enojosos: el cubano Edmundo Desnoes, uno de los fundadores de Casa de las Américas, que se encontraba casualmente en Venezuela, y una imprevista lectora anónima. Desnoes poco dijo de Casa pero sí utilizó su experiencia inicial para plantear algunas cuestiones (im)pertinentes: más allá –o más acá– de nuestras quejas, ¿no habría que preguntarse por el sentido de hacer hoy, en Venezuela, en Latinoamérica, una revista cultural? ¿A qué proyecto o proyectos obedecía? ¿A quién iban destinados? ¡Faltaba más! ¡Pero sí que estábamos agobiados! ¡Y, apenas, sobreviviéndonos! Comprenderán lo poco que se avanzó en el terreno del sentido, el proyecto, el continente o los destinatarios.
Pero, ¡ah!, no olvidemos a la lectora, esa aparición digna de Ítalo Calvino que había llegado bajo una lluvia torrencial y soportado en silencio tres jornadas enteras. Nos reprochó, precisa y justamente, que no hubiéramos dicho nada de ella, de ellos, de esa invisible presencia, coro mudo, que tan sobriamente venía a hablar por su boca. ¿No eran los lectores nuestra razón de ser? ¿No eran lo más importante de una revista? ¿No se hacía para ellos, para alcanzarlos o para inventarlos? ¿No eran ellos quienes otorgaban, o no, un sentido?… Pues, a decir verdad, en rigor, en fin, o sea… que no supimos responderle.
Sin comunicación entre nosotros mismos; sin –en general– habernos planteado claramente un proyecto más allá de suministrar materiales de cierta calidad; hipnotizados por los problemas de financiamiento y distribución; articulados prácticamente a nada… Agregaría otro rasgo al retrato en tintas negras: allá por 1979, Ángel Rama convocó en Caracas otra reunión de editores, esta vez latinoamericanos, patrocinada por la Universidad Central de Venezuela; su carácter casi íntimo –apenas diez personas– se compensaba con su pretensión o intención continental. El encuentro fue escaso para inscribirse en los anales, pero me pareció suficiente para sugerir un encogimiento de la perspectiva. Lo que, precisamente, queda compensado por reuniones como esta del CRICCAL.
Ya que me he hundido en lo anecdótico, quisiera utilizar brevemente mi experiencia como “revistero”. Entre 1969 y 1990, como jefe de redacción o como director, hice cinco revistas. Primero Letras Nuevas, que aunque tenía una relación simbiótica con la Asociación de Escritores Venezolanos, era en realidad independiente y se financiaba con publicidad. Luego, Zona Franca en su tercera etapa. Después, Con Textos, igualmente en relación simbiótica, ahora con el Pen Club de Venezuela, pero también económica y redaccionalmente independiente. Las tres murieron de asfixia monetaria pero yo pienso que, además, y quizás sobre todo, de asfixia “espiritual”. No fueron capaces de producir un proceso cultural de alguna manera identificable o destacable; tampoco, de acompañar, reflejar, sostener uno inexistente. Se hicieron intercambiables –aunque no hubiera muchas más– y, al cabo, prescindibles. Creo que cuando no hay cierto grado de expectativa ante cada nuevo numéro de una revista, ella está –de hecho– muerta. Aún coordiné otras dos publicaciones, peculiar cada una: Solar, en sus dos etapas, mucho más necesaria por la orfandad cultural de “la provincia”, y desaparecida por la ya mencionada desidia institucional; y Criticarte, la más excitante para mí, en cuanto que sirvió para probar los límites del patrocinio oficial. Criticarte la financiaba la Fundación para las Artes del Distrito Federal (FUNDARTE), que podría equivaler a un ministerio de cultura de la ciudad de Caracas. Como yo era entonces el director de Publicaciones de Fundarte, se me encargó que pusiera en marcha la revista pero haciendo aparecer como responsables de ella a los miembros de un comité editor independiente de la institución. No aparecía mi nombre ni el de nadie de Fundarte. Así, se pensaba, podrá alcanzarse un grado de libertad que, en caso de algún exceso, no comprometiera a la entidad patrocinadora. Se constituyó dicho comité; se inventó una fórmula algo retorcida que caracterizaba a Criticarte como “revista mensual independiente de creación y crítica, publicada con el apoyo técnico de la Coordinación de Publicaciones de Fundarte”, y llegamos a sacar cinco números, en 1985. Puedo garantizar que su independencia era efectiva: Fundarte solo veía la revista cuando ya estaba distribuida en librerías. Sin embargo, y pese al carácter nada subversivo de Criticarte, a los seis meses Fundarte dio por concluida la experiencia, declarando a la revista “órgano” de dicha institución. Renunció casi todo el comité de redacción, firmaron una carta de protesta muchos de los colaboradores y yo me quedé sin trabajo. Creo, francamente, que Criticarte es lo más cerca que haya estado de articular, mediante una revista, un discurso crítico al menos paralelo a la actualidad cultural, aunque nomás fuera que reseñando mensualmente la actividad literaria, plástica, cinematográfica, fotográfica, musical y teatral de Caracas, con cierta coherencia en sus planteamientos.
En su ponencia, el profesor Márquez Rodríguez habló de la intensidad de una cultura que, en la Venezuela de los años sesenta, se tradujo en una serie de revistas beligerantes, ya estuviera la mayoría a favor de la revolución cubana y de la lucha armada, ya se erigiera en su contra la no menos apasionada Zona Franca inicial de Juan Liscano. Proyecto estético y proyecto ideológico solían coincidir por entonces. Cambiar la vida y transformar el mundo parecían ir de la mano. Con la llamada “pacificación” de la guerrilla a fines de los sesenta, o con el reconocimiento de su derrota en Venezuela, se desmoronó el correlato sociopolítico de una gesta literaria. Esto no solo afectó a los grupos y revistas sino que, de alguna manera, incidió en las obras mismas. Totalizaciones como la novela País portátil, de Adriano González León, en 1969, parecieron cerrar un ciclo. Lo mismo cabría sugerir respecto a la poesía ancha y encrespada, acarreando en su flujo todo tipo de materiales, de autores como Juan Calzadilla, Edmundo Aray, Arnaldo Acosta Bello, Víctor Valera Mora, Caupolicán Ovalles y probablemente la mayoría de su generación.
Si en el terreno de las revistas ha reinado desde entonces, con poquísimas excepciones, la falta de organicidad, en el de la narrativa y la poesía ha dominado lo breve y lo fragmentario. Los setenta, los ochenta y algo menos lo que va de los noventa, han presenciado en Venezuela una súbita, asombrosa y aplastante proliferación de cuentos de una o dos páginas (es probable que constituyan la mitad o más de los publicados); de novelas en forma de collages no siempre articulados, o bien a medio camino entre la serie de cuentos relacionados y la novela en cuanto tal; y de poemas de unos pocos versos o unas pocas palabras. Me pregunto –y es mucho menos que hipótesis: lo ofrezco sobre todo como un anzuelo para la discusión– si esta aparente incapacidad de articular un sentido o esta opción de ir suministrando parcelas de sentido para una futura –y eventual– totalización, no están ligadas a la misma crisis de las revistas culturales venezolanas, como facetas de un mismo problema. Solo mencionaré, finalmente, otro aspecto: la disminución de las revistas ha conllevado una reducción del espacio de la crítica, ya menoscabado en las páginas culturales y en los suplementos literarios de la prensa. Es probable que el número de libros de crítica haya aumentado en los dos últimos decenios, pero pienso que, de todos modos, su mayor profundidad en el análisis no compensa el opacamiento de ese diálogo casi inmediato con las obras, hecho con frecuencia semanal, quincenal o mensual.