La crítica machacó una tras otra las películas de Sam Peckinpah, salvo consensos excepcionales como Ride the High Country o Grupo salvaje. Sorprende esa miopía colectiva por cuanto títulos como Perros de paja, La balada de Cable Hogue o La huida están considerados hoy en día como obras maestras. No era un asunto menor: en aquellos tiempos, las columnas de los periódicos tenían el monopolio del oráculo cinematográfico. Una mala reseña en The New York Times o en Vanity Fair equivalía a un fracaso seguro en taquilla. En el desencuentro de Peckinpah con una industria que lo tasaba todo en beneficios tuvieron mucho que ver unos críticos que indefectiblemente le jugaban a la contra.
Con Pat Garrett & Billy the Kid fueron particularmente injustos. No es comprensible que ningún crítico fuera capaz de entender la potencia cinematográfica de la película. Ni siquiera vale como excusa que el montaje estrenado fuera una emasculación salida de las tijeras de unas productoras que siempre se ensañaron con el trabajo del director. Es cierto que la edición realizada por Peckinpah que se recuperó en 1988 –magro homenaje con el realizador ya fallecido, habría sido mucho mejor en vida– revelaba todo el valor de la cinta. Pero la amputada primera versión ya contenía elementos merecedores de un juicio más benigno.
Pat Garrett & Billy the Kid es una hermosísima elegía a un mundo legendario, el del Lejano Oeste, que desaparecía engullido por el progreso y la modernidad. Es un tema recurrente en la filmografía de Peckinpah. Ya en La balada de Cable Hogue su protagonista muere atropellado por un automóvil, metáfora de unos tiempos modernos que a su paso arrollaban a todo.
Este llanto por el pasado alcanza en el film una belleza y un lirismo arrebatadores. Peckinpah ha pasado a la historia como un apóstol de la violencia –Bloody Sam era su mote– y no cabe duda de que revolucionó la forma en la que el cine la abordaba. Pero con demasiada frecuencia se pasa por alto su especialísima sensibilidad para captar toda la poesía y la ternura de los perdedores, los outsiders, los misfits que no encajan en ninguna parte… En Pat Garret & Billy the Kid esa sensibilidad llegó a sus cotas más altas.
Peckinpah se vale de la historia real del asesinato de Billy el Niño a manos de su hasta entonces camarada, Pat Garrett, reconvertido a sheriff, para certificar la defunción de una época. En el fondo, Garrett no está matando a una persona, sino a todo un ecosistema de espíritus libres, territorios abiertos y peculiares códigos de honor por encima de leyes y normas. El propio sheriff fue una vez así, como le recuerdan continuamente, pero cambió todo por un trabajo fijo, un presente seguro y un futuro de certidumbres. No parece gustarle mucho aquello en lo que se ha convertido: por eso, no soporta su imagen reflejada en espejos a los que termina por dispararles… un gesto fútil que revela su frustración.
Pat Garrett es un antihéroe fatalista. No puede evitar jugar el papel que el destino le ha reservado. El personaje se va oscureciendo a medida que se acerca a su objetivo. En una coda con la realidad fascinante, es el mismo Sam Peckinpah, en una aparición de apenas unos segundos pero tremendamente simbólica, quien le anima a culminar su misión. Lo que Garrett no sabe es que él tampoco tendrá un lugar en la nueva era que se avecina. Su figura también es anacrónica, prescindible, y aquellos que le encargaron eliminar a Billy –políticos, banqueros, inversores, terratenientes– son los mismos que le matarán: no hay spoiler, es asesinado en la primera escena.
Billy el Niño, por el contrario, es la rabiosa vitalidad, la defensa a ultranza de la libertad individual y el orgullo de los hombres y mujeres nacidos en horizontes sin fronteras. Su rostro resplandece, sus ojos brillan, su sonrisa ilumina cada escena… Sabe cuál es su final y no lo rehúye: la posibilidad de escapar a México siempre está ahí, pero la descarta.
Pat Garrett y Billy el Niño no son la némesis el uno del otro. Es más, continúan siendo amigos a pesar de que estén en lados opuestos de la alambrada. En el fondo, ambos se complementan, como complementarias son las sólidas interpretaciones de James Coburn y Kris Kristofferson. Orbitando en torno a ellos, la plana mayor de secundarios de series y películas sobre el Oeste, de nombres desconocidos para el gran público pero de rostros enormemente familiares. Fue otro bello gesto de Peckinpah a modo de despedida: rendir homenaje a la clase de tropa del western. Con muchos de ellos venía trabajando ya desde los años cincuenta, en su época de guionista y posteriormente director de seriales televisivos del Oeste.
También pulula por la cinta Bob Dylan, una imposición de los productores para atraer público que terminó por beneficiar enormemente a la historia. El cantante desprende todo el magnetismo que se le supone a una superestrella y, además, tiene el sentido del humor suficiente para reírse de su propio mito. “¿Quién eres tú?”, le espetan. “Esa es una buena pregunta”, responde Dylan, quien llevaba una década despistando a sus seguidores: de cantautor protesta a rockero lisérgico y de allí a crooner country… Quedaban más mutaciones por el camino, algunas tan surrealistas como la de predicador cristiano, con varios álbumes de himnos de alabanzas al Señor. Más allá de lo autorreferencial, aportó una solvente banda sonora que incluía el monumental Knockin’ on Heaven’s Door. La escena en la que suena la canción es de una belleza conmovedora y, a la vez, terrible.Peckinpah fue consecuente con el mensaje de Pat Garrett & Billy the Kid: sería su último western. También fue su ruptura con la industria. El montaje castrador de la productora era una afrenta –una más– que ya no podía tolerar. Durante mucho tiempo, proyectaba a todas sus visitas la versión editada por él: sabía que había parido una obra maestra. Al contrario que Billy el Niño, él sí se fue a su adorado México a rodar Bring Me the Head of Alfredo García, con mínimo presupuesto y máxima libertad. El patrón se repitió: críticas demoledoras, fracaso en taquilla, película de culto en la actualidad. Cada vez más preso de un alcoholismo del que no se sabe si fue causa o consecuencia de sus frustraciones cinematográficas, tiró la toalla y empezó a facturar filmes de repertorio sin alma ninguna. Para mayor crueldad, un alegato misógino y tetosterónico como la infame Convoy se convirtió en un gran éxito. No le dio tiempo a mucho más: falleció en 1984 a los 59 años de edad, con la etiqueta de maldito a cuestas, de inadaptado y de rebelde… Exactamente igual que los personajes que retrató en sus grandes películas y a los que tanto amó.
excelente articulo y apreciacion .
Precioso e lnimitable reseña de un film y su director que cada día alcanzan alturas bien merecidas
Me atrapó mucho la película, Billy y pat, adorables