Obviamente, Peggy Sue se casó no es una de las joyas del canon fílmico de Coppola. Imposible en alguien que ha despachado cumbres cinematográficas como las dos primeras entregas de El padrino, Apocalyse Now o La conversación. Ni siquiera compite en la misma liga que propuestas tan robustas como Outsiders o Rumble Fish. Y sin embargo, el tiempo le sienta estupendamente bien a este agridulce divertimento que se deja ver más con sonrisas que con risas.
La película es un producto de encargo que Coppola aceptó para poder seguir haciendo frente a la monumental deuda contraída por el fracaso de la incomprendida One From the Heart. El revival de los cincuenta estaba en su máximo auge, espoleado por el megataquillazo de Back to the Future. No era casual: la Administración Reagan hizo bandera de la vuelta a los valores estadounidenses que supuestamente encarnaba aquella década. Pura propaganda: una ojeada a películas de la época como Rebelde sin causa, The Wild One o Blackboard Jungle basta para comprobar el desgarro generacional que atravesaba el país; el supuestamente inocente y trotón primer rock and roll era considerada la música lasciva del diablo y hasta alguien moralmente bastante laxo como Orson Welles lo utilizó en Touch of Evil para ilustrar una violación grupal.
El acierto de Coppola fue trascender las obligadas referencias temporales para entregar una melancólica reflexión sobre las expectativas defraudadas, las oportunidades perdidas, las frustraciones acumuladas, las derrotas cotidianas y, a pesar de todo eso, la imperiosa necesidad de continuar adelante en la búsqueda de amar y ser amado. Coppola no se abona a la nostalgia –siempre tan mentirosa y, por ello, tan adictiva– sino a la melancolía.
Peggy Sue es una mujer ya cercana a los cuarenta, en pleno proceso de divorcio de un marido con el que se casó con apenas 18 años de edad. En la fiesta del vigésimo quinto aniversario de su promoción de la escuela secundaria se teletransporta precisamente a ese último curso –los productores no tuvieron ningún empacho en calcar la misma idea de Back to the Future–. Vuelve a su vida adolescente pero con todo el bagaje de la mujer adulta que ya es. Tiene la oportunidad que prácticamente todo el mundo ha imaginado alguna vez: cambiar el pasado. “Si supiera lo que sé ahora, haría las cosas diferentes”, reflexiona antes de viajar mágicamente veinticinco años atrás.
Pero pronto comprobará que no es tan sencillo. Esos supuestos errores forman parte de una personalidad que, en lo sustancial, no ha cambiado: le echamos la culpa a la juventud para evitar tener que culparnos a nosotros mismos. Las pasiones se vuelven a imponer sobre las razones y eso que llaman experiencia no viene a ser más que una mala mezcla de resignación y conformismo. Como reza otra de las amargas líneas de guion del filme, “nos casamos demasiado jóvenes y terminamos culpándonos el uno al otro por las cosas que nos perdimos”. “Por eso él empezó a tener amantes y tú, depresiones”, le responde, de forma no menos amarga, una dura pero clarividente amiga.
La película pertenece a Kathleen Turner. Reinó en los ochenta, protagonizando uno de los debuts cinematográficos más abrasivos que se recuerdan con Fuego en el cuerpo, al que siguieron aldabonazos como El honor de los Prizzi, La guerra de los Rose, La joya del Nilo, El turista accidental, la propia Peggy Sue… o la voz de la sensual Jessica en ¿Quién engañó a Roger Rabbit?: “No soy mala: me dibujaron así”. Dice la historia oficial que una precoz artritis reumática frenó su carrera. Es una verdad a medias: ella misma denunció que llegando a los cuarenta no hay sitio para las actrices en Hollywood. Triste coincidencia: la Peggy Sue cuarentona sufre el mismo ostracismo.
Uno de los grandes aciertos de la película es no haber buscado una actriz más joven para interpretar a Peggy Sue en su regreso al pasado, con el añadido de que nadie se da cuenta de que su apariencia física no es la que corresponde. Salvo, claro está, el público: es un detalle surrealista pero que termina por reforzar la situación central de la película de una mujer adulta trasladada al tiempo de su adolescencia. Y además, da lugar a los mejores gags, aquellos en los que Peggy Sue es tratada como una teenager por sus padres, su hermana –enésimo intento de Coppola de convertir a su hija Sofia en una actriz: hasta el ridículo de El padrino III no se convenció de que su talento no estaba delante de las cámaras, sino detrás de ellas– y sus amigas.
Junto a Kathleen Turner, un Nicolas Cage que era la presencia más refrescante en las pantallas de los ochenta. No le importaba hacer el ridículo si el papel lo requería: Raising Arizona, Moonstruck, Wild at Heart o la propia Peggy Sue. Más tarde también le tenía sin cuidado hacer el ridículo aun cuando su personaje no lo demandara. Hoy, convertido en un icono pop, está por encima del bien y del mal, y se permite reírse de su propia caricatura como en la desmitificadora The Unbearable Weight of Massive Talent. También pulula por la cinta un jovencísimo pero ya insoportablemente histriónico Jim Carrey. Era tan solo su segunda película y lógicamente no pudo fagocitar la cinta con su arsenal de muecas y gesticulaciones, como haría más tarde con todo proyecto que se le presentara. Por suerte: habría dinamitado el tono crepuscular en el que radica el encanto de Peggy Sue…
Creo que «Peggy Sue de casó» es en realidad una tragedia disfrazada de comedia, ya que ella vuelve al pasado, pero no puede evitar lo inevitable, modifica nimiedades, mas no lo esencial. Siempre pensé que la cinta en realidad era una apología al destino: nadie puede escapar de él, sin importar cuántas veces se regrese en el tiempo.