Una primera versión de este artículo se publicó en 1992 en la sección «Reflections» de la revista Allure, donde le pusieron el título de «El extraño interior». He retocado bastantes cosas desde entonces.
Los perros ignoran su propio aspecto. Ni siquiera saben qué tamaño tienen. Sin duda es nuestra culpa, por haberlos cruzado hasta obtener formas y tamaños tan raros. La perra salchicha de mi hermano, con su altura de veinte centímetros, sería capaz de atacar a un gran danés convencida de que podría hacerlo trizas. Cuando un perro pequeño le ataca las patas a uno grande, a menudo el segundo se queda quieto con cara de confusión: «¿Debería comérmelo? ¿Me comerá él a mí? Yo soy más grande, ¿no?». Pero después viene un gran danés e intenta sentarse en tu regazo y te aplasta, bajo la impresión de que es un peekapoo.
Mis hijos salían corriendo al ver a un simpático lebrel escocés llamado Teddy, porque Teddy se alegraba tanto de verlos que sacudía su cola de látigo con tanta fuerza que los tiraba al suelo. Los perros no se dan cuenta cuando ponen las patas en la tarta. No saben dónde empiezan y terminan.
Los gatos saben exactamente dónde empiezan y terminan. Cuando salen lentamente por la puerta que les sostienes abierta, y hacen una pausa, dejando el rabo unos pocos centímetros dentro, lo saben. Saben que debes seguir sosteniéndoles la puerta. Por eso dejan dentro el rabo. Es la manera que tienen de mantener una relación afectiva.
Los gatos caseros saben que son pequeños y que el tamaño tiene importancia. Cuando un gato se cruza con un perro amenazante y no puede efectuar un escape vertical ni horizontal, de repente triplica su tamaño, inflándose para convertirse en una especie de extraño pez globo peludo, y es posible que dé resultado, porque una vez más el perro se confunde: «Pensé que eso era un gato. ¿No soy más grande que los gatos? ¿Me va a comer?».
Una vez me crucé con un objeto negro enorme, semejante a un globo, que levitaba sobre la acera soltando un horrible gruñido lastimero. Tuve miedo de que fuese a comerme. Cuando llegamos a la escalera de casa empezó a desinflarse y se apoyó contra una de mis piernas, y entonces reconocí a Leonard, mi gato; se había asustado por algo que había visto enfrente.”
Los gatos son conscientes de su apariencia. Incluso cuando se sientan para lavarse en esa posición ridícula, con una pata detrás de la oreja opuesta, saben de qué se está riendo uno. Simplemente deciden no darse por aludidos. Hace tiempo conocí a un par de gatos persas; el negro siempre se echaba en el sofá sobre un cojín blanco, y el blanco en el cojín negro contiguo. No era solo que quisieran dejar pelo de gato allí donde mejor se viera, por más que los gatos siempre piensen en ello. Sabían dónde destacaban más. La señora que les proporcionaba los cojines los llamaba sus Gatos Decoradores.
Muchos humanos somos como los perros: la verdad es que no sabemos qué tamaño, qué forma, ni qué aspecto tenemos. El ejemplo más extremo de esta ignorancia debe de ser la gente que diseña los asientos para aviones. En el otro extremo, la gente con una conciencia más precisa y vívida de su propia apariencia deben de ser los bailarines y las bailarinas. Al fin y al cabo, el aspecto de los bailarines es idéntico a su actividad.
Supongo que lo mismo puede decirse de los modelos, pero de un modo muy restringido: en el modelaje, lo único que importa es la apariencia ante la cámara. Es algo muy diferente a habitar el propio cuerpo como lo hace un bailarín. Los actores tienen que tomar muy en cuenta su persona y aprender a ser conscientes de lo que hacen y expresan sus cuerpos y caras, pero en su oficio emplean palabras, y las palabras son grandes creadoras de ilusiones. Una bailarina no puede tejerse esa pantalla de palabras a su alrededor. Para dar forma a su arte, una bailarina solo cuenta con la apariencia, la postura y el movimiento.
Los bailarines que he conocido no se hacen ilusiones ni se confunden en cuanto al espacio que ocupan. Se lastiman mucho —la danza es mortal para los pies y bastante dañina para las articulaciones—, pero nunca meten un pie en la tarta. En un ensayo vi a un joven de la compañía inclinarse como un sauce alto para mirarse el tobillo: «Oh —dijo—, me he hecho mal en este cuerpo casi ideal». Me pareció enternecedor y gracioso, pero además era cierto: su cuerpo era casi ideal. El sabía que lo era y en qué parte no lo era. Lo conservaba tan cerca del ideal como podía, porque su cuerpo era su instrumento, su medio, su manera de ganarse la vida y aquello con lo que creaba arte. Lo habitaba tan plenamente como un niño, pero con mucha mayor conciencia. Y era feliz con ello.
Eso me gusta de los bailarines. Son mucho más felices que quienes hacen dieta y ejercicio. Muchos tipos salen a correr por mi calle, pum pum pum, con cara de enfado, los ojos vidriosos que no ven nada, los audífonos en los oídos; si hubiera una tarta en la acera, pasarían por encima con sus extrañas zapatillas de colorines. Las mujeres hablan sin cesar de cuánto peso perdieron la semana pasada, cuánto peso les queda por perder. Si vieran una tarta, pegarían un grito. Si tu cuerpo no es perfecto, castígalo. «A quien quiera celeste, que le cueste» y todo ese rollo. La perfección es lo «delgado» y «tirante» y «firme», como un atleta masculino de veinte años, una gimnasta femenina de doce. ¿Qué clase de cuerpo sería ese en un hombre de cincuenta o una mujer de cualquier edad? ¿«Perfecto»? ¿Qué es perfecto? Un gato negro en un cojín blanco, un gato blanco en uno negro… Una mujer blanda y tostada con un vestido estampado… Hay muchas maneras de ser perfecto, y ni una sola se alcanza a través del castigo.
Todas las culturas tienen un ideal de belleza humana, en especial de belleza femenina. Es increíble lo severos que son algunos de ellos. Un antropólogo me contó una vez que, entre los inuit con los que había estado, se consideraba que una mujer era un primor si se le podía apoyar una regla sobre los pómulos sin que esta le tocara la nariz. En ese caso, la belleza equivale a unos pómulos muy prominentes y una nariz muy chata. El criterio de belleza más horrible con el que me he topado es el del pie vendado de los chinos: los pies atrofia dos y mutilados para que midieran menos de diez centímetros aumentaban el atractivo de una muchacha y por ende su valor monetario. Un caso serio de «a quien quiera celeste, que le cueste».
Pero todo es serio. Lo sabe cualquiera que haya trabajado ocho horas al día con unos tacones de siete centímetros y medio. O pienso en mis días de estudiante de secundaria, allá por los años cuarenta: las chicas blancas se maltrataban el cabello con químicos y calor para que se les rizara, y las chicas negras se lo planchaban con químicos y calor para que no se les rizara. Todavía no se había inventado la permanente casera y muchas jovencitas no tenían dinero para pagarse aquellos tratamientos tan costosos, de modo que se sentían desdichadas por ir en contra de las reglas, las reglas de la belleza.
La belleza siempre tiene reglas. Es un juego. Me molesta el juego de la belleza cuando veo que lo controla gente que gana fortunas sin preocuparse por los daños que causa a terceros. Lo odio cuando veo que provoca tanto malestar que la gente se mata de hambre y se deforma y se envenena. Buena parte del tiempo yo misma me pliego al juego en muy pequeña medida, al comprarme un nuevo lápiz de labios, al sentirme contenta con una blusa de seda nueva. No me volverá hermosa, pero es hermosa en sí misma, y me gusta llevarla puesta.
La gente se adorna desde que es gente. Flores en el pelo, tatuajes en la cara, sombra en los párpados, blusas de seda bonitas: cosas que te suben el ánimo. Cosas que te favorecen. Como le favorece a un gato negro un cojín blanco… Esa es la parte divertida del juego.
Una de las reglas del juego, en casi todos los tiempos y lugares, es que solo los jóvenes son hermosos. El ideal de belleza es siempre un ideal juvenil. En parte, es simple realismo. Los jóvenes son hermosos. Todos ellos. Cuanto más vieja me hago, más claramente lo veo y lo disfruto.
Pero afrontar el espejo resulta cada vez más difícil. ¿Quién es esa anciana? ¿Dónde tiene la cintura? Me he resignado, más o menos, a perder el cabello oscuro y cambiarlo por esta pelusa lacia y gris, pero ¿he de perder también eso y quedarme solo con el cuero cabelludo rosado? Ya basta, caray. ¿Esto es un lunar nuevo o me estoy convirtiendo en un caballo pinto? ¿Hasta dónde puede ensancharse un nudillo sin convertirse en una rodilla? No quiero ver, no quiero saber.
Y, sin embargo, miro a los hombres y mujeres de mi edad, o más viejos, y sus cráneos y nudillos y manchas y protuberancias, aunque variados e interesantes, no inciden en lo que pienso de ellos. Algunas de esas personas me parecen muy hermosas, otras no. En el caso de la gente mayor, la belleza no viene gratis con las hormonas, como en los jóvenes. Tiene que ver con los huesos. Tiene que ver con quién es esa persona. Con creciente claridad, tiene que ver con aquello que las caras y los cuerpos nudosos traslucen. Sé qué es lo que más me preocupa cuando me miro en el espejo y veo a la mujer mayor sin cintura. No es el hecho de haber perdido la belleza: nunca tuve suficiente como para obsesionarme con ello. El problema es que esa mujer no se parece a mí. No es quien yo pensaba que era.
Mi madre me contó una vez que, mientras caminaba por una calle de San Francisco, vio que se le acercaba una mujer rubia con un abrigo igual que el suyo. Con gran asombro, cayó en la cuenta de que se estaba viendo en un escaparate espejado. Pero ella no era rubia, ¡era pelirroja! El cabello se le había ido aclarando con el tiempo, pero ella siempre se había concebido a sí misma, se había visto como pelirroja… Hasta que se enfrentó con un cambio que, por un momento, la convirtió en una desconocida ante sus propios ojos.
Tal vez somos como los perros: la verdad es que no sabemos dónde empezamos y terminamos. En el espacio, sí; en el tiempo, no.
Se supone que todas las niñas (los medios de comunicación lo suponen, en todo caso) están impacientes por alcanzar la pubertad y ponerse «sujetadores de entrenamiento» cuando aún no hay gran cosa que entrenar, pero permítaseme hablar por las que temen los cambios que provoca la adolescencia en sus cuerpos y se avergüenzan al respecto. Recuerdo que yo procuraba sentirme a gusto con los nuevos sentimientos pesados y extraños, los dolores menstruales, el pelo que salía donde antes no había pelo, las zonas adiposas acumuladas en zonas antes delgadas. Se suponía que eran cosas buenas, porque significaban que me estaba haciendo Mujer. Y mi madre intentaba ayudarme. Pero las dos éramos tímidas, y quizá teníamos miedo. Hacerse mujer es una cosa seria, y no siempre de las buenas.
Cuando tenía trece y catorce años, me sentía como un galgo atrapado de repente dentro de un enorme y abultado san bernardo. Me pregunto si los chicos sienten a veces algo parecido cuando crecen. Siempre se les está diciendo que deben ponerse grandes y fuertes, pero creo que muchos echan de menos el ser pequeños y ágiles. Es muy fácil vivir en un cuerpo de niño. En un cuerpo de adulto, no tanto. El cambio es duro. Y es un cambio tan extraordinario que no es de extrañar que muchos adolescentes no sepan quiénes son. Se miran en el espejo. ¿Ese “ soy yo? ¿Yo quién soy?
Y después vuelve a pasar, cuando se cumplen sesenta o setenta años.
Los perros y los gatos son más listos que nosotros. Se miran en el espejo, una vez, cuando son un gatito o un cachorro.
Se ponen como locos y salen corriendo en busca del gatito o del cachorro que está detrás del cristal…, y después lo pillan. Es un truco. Una falsedad. Y nunca más vuelven a mirar. Mi gato me mira a los ojos en el espejo, pero nunca se mira los propios.
Quien soy forma parte sin duda del aspecto que tengo, y viceversa. Quiero saber dónde empiezo y termino, qué talla tengo y qué cosas me quedan bien. Los que dicen que el cuerpo no tiene importancia me dejan de piedra. ¿Cómo pueden creerse semejante memez? No quiero ser un cerebro incorpóreo flotando en un bote de cristal en una película de ciencia ficción, y no creo que nunca vaya a ser un espíritu incorpóreo flotando por ahí en el éter. No estoy «en» este cuerpo, soy este cuerpo. Con cintura o sin ella.
No obstante, hay algo en mí que no cambia, ni ha cambiado, a lo largo de todas las transformaciones notables, excitantes, alarmantes y decepcionantes que ha sufrido mi cuerpo. Hay una persona que no es solo el aspecto que tiene, y para encontrarla y reconocerla debo atravesar la superficie, mirar dentro, mirar en profundidad. No solo en el espacio, sino en el tiempo.
No estoy perdida hasta que pierda la memoria.
Existe la belleza ideal de la juventud y la salud, que nunca cambia realmente y es siempre verdadera. Existe la belleza ideal de las estrellas de cine y las modelos publicitarias, el ideal propuesto por el juego de la belleza, cuyas reglas cambian con el tiempo y de un lugar a otro, y que nunca es por completo verdadero. Y existe una belleza ideal más difícil de definir y comprender, porque reside no solo en el cuerpo sino allí donde el cuerpo y el espíritu se encuentran y se definen mutuamente. Y no sé si tiene alguna regla.
Una forma en que puedo intentar describir ese tipo de belleza es pensar en cómo nos imaginamos a la gente en el cielo. No me refiero literalmente a un Cielo prometido por una religión como un artículo de fe; me refiero solo a la ilusión, el anhelo que tenemos de volver a encontrarnos con nuestros seres queridos. Imaginemos que «el círculo está intacto» y volvemos a verlos «en esa costa hermosa». ¿Qué aspecto tienen?”
Se ha hablado del tema durante mucho tiempo. Según una teoría que conozco, en el cielo todo el mundo tiene treinta y tres años. Si eso incluye a quienes mueren siendo bebés, supongo que crecen a toda prisa del otro lado. Y si mueren a los ochenta y tres años, ¿tienen que olvidarse de todo lo que aprendieron durante los últimos cincuenta? Es obvio que no podemos ponernos demasiado literales con estas imaginaciones. Si lo hacemos, chocamos con una verdad fría y antigua: no podemos llevarnos nada.
Pero aquí se oculta una pregunta verdadera: ¿cómo recordamos, cómo vemos a un ser querido muerto?
Mi madre murió a los ochenta y tres años, de cáncer, con fuertes dolores y el bazo tan hinchado que le deformaba el cuerpo. ¿Es esa la persona que veo cuando pienso en ella? A veces. Ojalá no fuera así. Es una imagen cierta, pero que desdibuja, oscurece una imagen más verdadera aún. Es un recuerdo entre cincuenta años de recuerdos de mi madre. Es el último en el tiempo. Por debajo, por detrás, hay una imagen más honda, compleja, siempre distinta, producto de la imaginación, los rumores, las fotografías, el recuerdo. Veo a una niñita pelirroja en las montañas de Colorado, a una universitaria delicada y con expresión triste, a una madre joven, amable y sonriente, a una intelectual brillante, a una seductora sin par, a una artista seria, a una cocinera espléndida; la veo meciéndose, podando, escribiendo, riéndose; veo sus pulseras color turquesa contra su brazo delicado y pecoso; veo, por un momento, todo ello al mismo tiempo y distingo lo que ningún espejo puede reflejar, el espíritu que destella a través de los años, hermoso.
Eso debe de ser lo que ven y pintan los grandes artistas. Por eso ha de ser que las caras cansadas y sin edad de los retratos de Rembrandt nos dan tanto placer: nos muestran la belleza no de la piel, sino de toda una vida. En el álbum fotográfico de Brian Lanker I Dream a World,\ una cara arrugada tras otra nos dice que envejecer puede valer la pena si nos da tiempo a forjar un alma. No todos nuestros bailes se bailan con el cuerpo. Los grandes bailarines lo saben, y cuando saltan, nuestras almas saltan con ellos: alzamos el vuelo, somos libres. También los poetas conocen este tipo de baile. Ya lo decía Yeats:
Oh, castaño en flor, ser de raíces enormes, ¿has de ser tú la cepa, las flores o las hojas? Oh, cuerpo acunado, mirada luminosa, ¿no serán baile y bailarín la misma cosa?
Precioso texto